Ray Loriga y la caverna de su conciencia
El escritor regresa a las librerías con ‘TIM’, una novela de recuerdos y reflexiones fragmentarias, sin orden ni concierto

Ray Loriga. | Diego Lafuente
«Nada que ver, claro». Esta frase resume la historia de la vida del narrador de TIM (Alfaguara). Y de Tim, ya de paso. Si es que Tim es verdaderamente el narrador, y no un amigo de este. U otro, ¿por qué no? Al fin y al cabo, en la última novela de Ray Loriga, nada tiene que ver, claro. El epitafio de su protagonista convertido en el de la propia novela. Sé que suena confuso, pero es que, esencialmente, ese es el sabor que se paladea en la lectura: una extraña mezcla entre intriga y confusión.
Se ha ido David Lynch a zumbar por las carreteras perdidas de la otra vida, y Ray, quien sé por su boca que fraguó amistad con Lynch (Loriga fuma American Spirit Azul a recomendación del cineasta) ha recogido su testigo de lo inexplicable. El libro derrapa en los arcenes de lo psicoanalítico, mientras aprieta el acelerador de unas distorsiones físicas propias de la escopolamina. Hay que estar sintonizado, vamos. Dejarse llevar por la onda. Como en una película de Giórgos Lánthimos, o en una novela de Thomas Pynchon. Aunque lo de Ray tenga poco que ver con la propuesta de ninguno de los dos.
No me he arrastrado hasta el resumen porque más allá de una premisa no hay mucho que resumir. Un tipo (¿tipe?) despierta en una cama. No sabe dónde está esa cama, sólo que está tumbado en una. Más quieto que un besugo congelado (como escribe el autor). El caso es que le da palo moverse, abrir los párpados, enfrentarse a la vida. Así que piensa. Se lanza a un torrente de reflexiones fragmentarias e interrogaciones. Una corriente submarina hacia ninguna parte, donde la perogrullada machadiana del caminante sin camino se hace carne.
En esta novela, los recuerdos son como esos goterones fríos que te atinan en la nuca cuando caminas tras el chaparrón bajo los alféizares de las ventanas. Algunos son largos. Un viaje a unas pozas. Una abuela que asegura haber avistado un OVNI. Otros más conceptuales. Perfiles de truhanes que ponen la cocaína en pañuelos para fingir que se suenan, cuando lo que están es aspirando. O pesadillescas comparaciones con quien está encerrado en una cárcel. Ah, y una dana de interrogantes que arrastran cualquier certeza que pudiera dibujarse en la mente del lector. Hay que admitirlo, la novela es una apuesta. Nada le aseguraba a su autor que la gente fuese a estar dispuesta a digerir el surrealismo. He ahí gran parte de su desafío.
El joven Ray Loriga ya hizo algo parecido con su sempiterno Héroes. Aunque aquella novela atracaba más en los puertos del rock, la música, las chicas y otras geniales puerilidades grandilocuentes. Pero Loriga ya no está para ir de chico del caos. Se dedica a escribir y a soñar y a darle al tarro. Una cotidianidad que se filtra en las páginas de TIM. La misma que le brinda frases que más son versos, como: «El cariño lo reduce a uno a la nada», «Con el fin de terminar con la nostalgia, habría que silenciar por completo la memoria» o «Y eso no es lo peor, lo más siniestro es que en la desilusión de lo soñado germina de maravilla el rencor». Como se ve, sentencias que encuentran valor en sí mismas. Sin necesidad de un gran contexto, como casi todo en la última novela de Loriga.
Abismo
TIM, como Apuntes del subsuelo, de Fiódor Dostoyevski, es de esos libros que cada cual lee a su manera. Cuando el camino no está definido y asfaltado, la atención se pliega a las predilecciones particulares. En esta novela, el lector está sometido a la incoherencia, como en un cuadro de expresionismo americano. Pero es ese empujón al abismo lo que le permite volar y aterrizar en lugares que no tienen por qué haber sido escogidos por el escritor. Es una mezcla entre respeto a la inteligencia de quien lee, y capricho de la mente que lo escribe.
A modo de dedo en la llaga, sí diré que el lector acostumbrado a la linealidad seguramente se atragante con TIM. Hagan caso omiso de la contraportada, que parece expresar una coherencia a través de dos personajes, Tim y Elisa, que si bien sí son la constante, de ningún modo son la trama. A esta novela hay que llegar como se llega a un poema beat. Sabiendo que el Todo no es más que una unión de Muchos, y que las centellas a lo largo de su lectura son la parte importante del asunto. Un asunto, dicho sea, corto. No más de 130 páginas, que impiden ese claro riesgo existente de torpedear el interés del público. Si la chapa fuese de 300 páginas, es fácil que, como sucedía con casi todas las novelas posmodernas de musculada extensión (de 600 páginas para arriba) el final sólo lo coronasen unos pocos valientes. O masoquistas. Y no es plan de ir poniéndole la zancadilla al personal.
¿Merece, en definitiva, la pena TIM? Lo mismo que merece la pena subirse a una montaña rusa o hacer una escapadita en submarino. Si sabes a lo que vas, y te mola la acción, avanti. Ahora, no te subas al Dragon Khan si tienes vértigo, o al submarino si sufres claustrofobia. Yo ya he dado las indicaciones. El resto, se lo cocinan ustedes.