The Objective
Literatura

Las palabras inagotables de Natalia Ginzburg

«Su prosa revela un oído prodigioso para captar los giros de la oralidad y el lenguaje coloquial»

Las palabras inagotables de Natalia Ginzburg

Portada del libro. | Editorial Pre-Textos

En los años de la posguerra italiana, dos jóvenes de una localidad de provincias se ven a escondidas en la ciudad. Ella, Elsa, sigue soltera a sus veintisiete años; su día a día está marcado por la voz omnipresente de una madre acaparadora. Entre madre e hija planea una tensión latente: mientras que la progenitora vive el paso del tiempo con inquietud y querría que su hija al fin contrajera matrimonio, Elsa percibe a su alrededor los errores y sueños frustrados de las generaciones que la precedieron, que se han convertido en unos adultos insatisfechos que dejan correr las horas entre chismorreos sobre los demás. Ella todavía no ha perdido la esperanza de otro futuro; todavía no se ha corrompido.

Elsa es la narradora de Las palabras de la noche (1961), la novela de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) que Lumen acaba de recuperar en la traducción de Andrés Trapiello publicada en los noventa por la editorial Pre-Textos. El libro, que llevaba años descatalogado, fue escrito durante una breve estancia de la autora en Londres y, aunque quizá se conoce menos que títulos como Todos nuestros ayeres (1952), Querido Miguel (1973) o sus emblemáticas memorias familiares, Léxico familiar (1963; Premio Strga), lo cierto es que condensa en pocas páginas muchos elementos básicos de su narrativa con una pericia que no tiene nada que envidiar a sus obras más celebradas.

Natalia Ginzburg, una mujer discreta y tímida, estaba más acostumbrada a escuchar que a imponer su voz. Su prosa revela un oído prodigioso para captar los giros de la oralidad y el lenguaje coloquial, que en Las palabras de la noche cobra una relevancia particular, ya que la estructura se apoya, ante todo, en el diálogo. No en un diálogo existencialista, sino en el parloteo anodino de la gente de a pie, que habla de sus cuitas y, sobre todo, se mete en las de los demás (lo que ahora tacharíamos de «ruido»). La autora es consciente de que los días no se sostienen en torno a conversaciones trascendentales, sino que transcurren en esa cháchara que se afana en romper el silencio sin que ello implique un mayor entendimiento, una comunicación más fluida entre los contertulios; el silencio se rompe solo por el temor de que el vacío existencial resultante duela demasiado.

Esa es la paradoja: se habla mucho, pero se dice poco y se atiende menos. La madre de Elsa –cuyo parloteo abre y culmina la novela en un cierre redondo–, cotorrea sin cesar, pero el entendimiento con su hija brilla por su ausencia. La charla insustancial codifica los patrones de una sociedad, la de un pueblo, cimentada en esos pactos de silencio, en el tabú, el prejuicio, el miedo. Ginzburg, de origen burgués, formo parte del movimiento intelectual de su época –destaca su trabajo en la editorial Einaudi, junto a colegas como su buen amigo Cesare Pavese–; no obstante, durante la Segunda Guerra Mundial se vio confinada a una pequeña localidad de los Abruzos por las actividades en la resistencia de su marido, Leone Ginzburg –que finalmente murió en la cárcel–. Esa temporada de confinamiento forzoso en el campo junto a sus hijos hizo mella en la autora y moldeó ese acercamiento a la opresión de quien no puede liberarse sino saliendo de ahí.

En este sentido, la noción de camino, entendido como transición del pueblo a la ciudad, es clave: desde que debutó con la novela breve El camino que va a la ciudad (1942), su narrativa pone de relieve el contraste entre ambos espacios, sobre todo para las mujeres, que en cuanto contraían matrimonio quedaban reducidas a su rol de esposa-madre-ama de casa, como la narradora de Todos nuestros ayeres (1952). En Las palabras de la noche, sin embargo, los personajes aún no han dado ese paso; aún no se han cerrado puertas. De algún modo, tratan de alargar ese limbo entre el final de la juventud y la entrada en el mundo adulto, con las responsabilidades que conlleva. Los encuentros clandestinos, como un juego de niños, les permiten burlar, ni que sea de manera provisional, las cadenas que la familia, el sistema hegemónico, trata de imponerles.

Es interesante hacer hincapié en la fecha de publicación: 1961, es decir, ni tan temprana como Todos nuestros ayeres (1952), ni tardía como La ciudad y la casa (1984). En esas décadas, la sociedad evolucionó de la cruda posguerra al optimismo económico. Para las mujeres, se produjo una cierta emancipación, que se refleja en las novelas de Ginzburg: las protagonistas de sus últimos libros ya no son las muchachas oprimidas de la primera mitad de siglo. Elsa, en Las palabras de la noche, se halla en medio de ese proceso: ha esquivado, al menos de momento, el deber del matrimonio, pero no puede vivir el amor sin compromiso con total libertad. Es una joven entre dos mundos: juventud y madurez, pueblo y ciudad, tradición y progreso; entre identidad dada e identidad en construcción.

«Estamos casi siempre en silencio, porque hemos empezado a enterrar lo que pensamos, muy hondo, en lo más profundo de nosotros», comenta un personaje. «Después, cuando volvamos a hablar, diremos solo cosas inútiles». Esta reflexión resume la esencia de Las palabras de la noche, una novela sencilla en apariencia pero profunda en el fondo, que invita a leer entre líneas, a tener más una intuición que una certeza. Por eso, remite a una idea de «palabras» (o «voces», según el título original, Le voci della sera) pronunciadas «de noche», a modo de confesiones íntimas, a oscuras, en ese submundo de la sombra que deviene refugio del secreto, de lo que desafía el orden dominante. Y nadie mejor que Ginzburg, la gran narradora del universo doméstico y los conflictos familiares, para explorar el desencanto de unos jóvenes que se niegan a seguir la corriente establecida.

Con esta novela, que fue adaptada al cine por Salvador García Ruiz bajo el título Las voces de la noche (2004), la editorial Lumen continúa su trabajo de recuperación de la obra de esta autora, una de las más importantes del siglo XX, que en España contó en su momento con una traductora de excepción: nada menos que Carmen Martín Gaite. Este «parentesco» no es de extrañar: la escritora castellana se preocupó por temas similares (la relación entre madres e hijas, la forja de identidad de los jóvenes en la sociedad de posguerra, los silencios intrafamiliares, la realidad que se vislumbra «entre visillos») y también tenía un oído extraordinario para los dejes coloquiales. Natalia Ginzburg merece figurar en la historia de la literatura italiana, y de la literatura en general, junto a compatriotas como Italo Calvino, Elsa Morante, Alberto Moravia o el ya mencionado Cesare Pavese. Esta novela es una oportunidad más para comprobar por qué.

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