La Revolución Cultural china: el delirio de forjar un hombre nuevo destruyendo vidas
Mao Zedong desató una caza de brujas tras el fracaso de su Gran Salto Adelante, que causó 45 millones de muertes

Centenares de personas agitan el libro rojo de Mao frente al Gran Salón del Pueblo, en la plaza de Tiananmen (1967). | Wikimedia Commons
Si planteamos una macabra comparación, frente a los 45 millones de muertos que algunos historiadores calculan como consecuencia de las hambrunas del disparate colectivizador conocido como el Gran Salto Adelante, la llamada Revolución Cultural –la siguiente fase del maoísmo– «solo» provocó de forma directa entre un millón y medio y dos millones de fallecidos. Visto así, puede parecer una minucia, pero el historiador holandés Frank Dikötter insiste en el poder destructor de la Revolución Cultural, por la cantidad de vidas que arruinó para siempre y la herida que dejó en China como última herencia nefasta de Mao.
Dikötter es uno de los grandes especialistas en la historia de este país y La Revolución Cultural. Una historia popular (1962-1976) (Acantilado) es el volumen que culmina una monumental trilogía sobre la etapa maoísta, de la que forman también parte La tragedia de la liberación. Una historia de la revolución china (1945-1957) y La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962). Ambos libros están publicados por la misma editorial, en la que también apareció otra obra del autor, Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX, sobre la que les hablé en estas páginas el año pasado.
No es el de Dikötter el primer libro que se escribe sobre la Revolución Cultural. Hay precedentes valiosos, como el del historiador chino Yang Jishheg, cuyo kafkiano título –El mundo al revés (Akal)– expresa bien lo que fueron aquellos años de delirio colectivo. Y destaca también La revolución cultural china (Crítica), coescrito por el británico Roderick MacFarquhar y el sueco Michael Shoenhals.
El texto de Dikötter es relevante por la minuciosidad de la investigación y por el rescate de diarios personales y otros testimonios, que demuestran que hubo por parte de la población y las familias mucha más resistencia de lo que la propaganda oficial permitía entrever. Sobre las motivaciones de la Revolución Cultural china, apunta: «Dicho en jerga comunista: una vez finalizada la transformación socialista de la propiedad de los medios de producción, se requería una nueva revolución para hacer desaparecer de una vez por todas los restos de la cultura burguesa, desde los pensamientos privados hasta los mercados privados. Igual que la transición del capitalismo al socialismo había exigido una revolución, la transición del socialismo al comunismo requería otra. Mao la llamó Revolución Cultural. Se trataba de un proyecto atrevido, que aspiraba a erradicar todas las trazas del pasado. Pero detrás de todas las justificaciones retóricas se hallaba la resolución de un dictador que se hacía viejo y quería consolidar su propio papel en la historia mundial».
Dikötter insiste en que se trató un movimiento cuyos hilos manejó un Mao que buscaba la supervivencia política siguiendo las enseñanzas de su admirado Stalin, al que en la Unión Soviética se había desacreditado desde la era Jrushchov. Fue el líder supremo quien alentó las purgas ideológicas llevadas a cabo por los jóvenes de los Guardias Rojos adoctrinados en el fanatismo, que hostigaban a cualquier figura que les pareciese vinculada con el pasado. Se animaba incluso a que los hijos denunciaran a sus padres y, pese a la leyenda, fueron muy pocos los casos en que esto llegó a producirse. El libro rescata una historia especialmente desoladora, la de un hijo considerado como ejemplar por el régimen, que consiguió que se ajusticiara a su propia madre. El problema es que el terror aplicado con dogmático fervor por los Guardias Rojos acabó yéndose de las manos y hubo entonces que aplicar medidas represivas contra sus desmanes.
El autor destaca otro fenómeno de aquellos años: el desplazamiento forzoso al campo de los jóvenes a los que había que reeducar. Es llamativa la reinterpretación comunista del mito del buen salvaje roussoniano: lo mismo hicieron los jemeres rojos en Camboya, desplazando a las poblaciones urbanas al campo y persiguiendo a cualquiera que llevara gafas como sospechoso de intelectual.
Dikötter dice sobre el líder chino que «al igual que otros dictadores, Mao combinaba ideas presuntuosas sobre su propio destino histórico con una capacidad extraordinaria para hacer el mal. Se ofendía y guardaba rencor con facilidad, y no olvidaba fácilmente los agravios. Insensible a la pérdida de vidas humanas, imponía con toda despreocupación cuotas de ejecuciones que había que satisfacer durante las campañas que se lanzaban para atemorizar a la población (…) Así pues, la Revolución Cultural fue también se debió a que un viejo quiso ajustar cuentas personales hacia el final de su vida. Estos dos aspectos de la Revolución Cultural –la visión de un mundo socialista libre de revisionismo y las confabulaciones sórdidas y vengativas contra enemigos reales e imaginarios– no se excluían entre sí. Mao no hacía distinciones entre su propia persona y la revolución. Mao era la revolución. Un atisbo de insatisfacción contra su autoridad era una amenaza directa contra la dictadura del proletariado».
Mientras en China se sucedían las purgas y aquelarres contra todo lo que sonara remotamente a burgués, revisionista o a cultura no propagandística, en Occidente algunos jóvenes radicalizados aplaudían con entusiasmo –ingenuo o cínico– lo que allí estaba sucediendo. Queda como testimonio La Chinoise de Jean-Luc Godard, celebración pop y colorista del maoísmo, que inauguró la etapa más política, ridícula y zafia del cineasta.
En realidad, concluye Dikötter, a Mao el experimento que quiso dejar como legado le salió al revés de lo deseado: «La suma de las opciones que siguieron acabaron por empujar al país en una dirección muy distinta a la que había buscado el presidente. En vez de combatir los restos de cultura burguesa, pusieron fin a la economía planificada y vaciaron de contenido la ideología del Partido. En definitiva, enterraron el maoísmo». Paradojas de la historia: fue la aceptación a tiempo de las virtudes de la economía capitalista lo que permitió alcanzar la prosperidad, salvando eso sí la dictadura del partido único.
Más allá de los ensayos históricos, el sombrío periodo de la Revolución Cultural también ha sido abordado de forma muy sugestiva en best-sellers internacionales como la memoria familiar Cisnes salvajes de Jung Chang, escritora china residente en Inglaterra, y la novela Balzac y la joven costurera china de Dai Sijie, que el propio autor adaptó al cine.