El karma de las palabras
«Para Mujū, las palabras tienen una función accesoria. No se superponen al mundo sino que forman parte de él»

El templo budista de Tō-ji, en Kioto (Japón). | Stanislav Kogiku (Zuma Press)
¿Un budista puede escribir? ¿No hay algo en su filosofía vital que niega el valor de esta actividad como algo vanidoso y huero? ¿No es un esfuerzo inútil que nos enfanga todavía más en las ilusiones del mundo, en lugar de desprendernos de ellas?
En sus memorias, en la parte sobre el final de sus estudios universitarios, Pío Baroja dice: «La inacción, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo me arrastraban cada vez más a sentirme pesimista. Me iba inclinando a un nihilismo espiritual, basado en la simpatía y en la piedad, sin solución práctica alguna». Fue la lectura de Schopenhauer la que lo acercó al budismo y a esas ideas. Al mismo tiempo, Baroja no se hundió en la inacción y se puso a escribir.
En el prólogo de su Colección de arenas y piedras (edición de Carlos Rubio, Cátedra, 2015), Ichien Mujū afirma que «desde el instante en que salen de la boca, las palabras llevan a la ley [dharma, concepto que engloba el orden cósmico, la verdad, la justicia y el comportamiento correcto] que es la verdad suprema, porque en definitiva la totalidad de los fenómenos del mundo coincide con esa verdad». Para Mujū, las palabras tienen una función accesoria. No se superponen al mundo sino que forman parte de él. Mujū justifica la escritura y su propia obra porque mediante el «juego tonto de las palabras frívolas» (kyōgen kigo) desea «transmitir a todas las personas las razones precisas de la vía budista», con la intención de «guiar a todo el mundo hacia las virtudes profundas y maravillosas de tal camino».
Es, pues, el afán didáctico lo que justifica el esfuerzo de la escritura. También encontramos ese didacticismo en toda la literatura occidental hasta la modernidad, que se distancia de la idea de deleitar enseñando. Ahora bien, en buena parte de la literatura moderna hay un didacticismo velado, implícito. Al mostrar la realidad como la ven, cruda y sin ilusiones, muchas obras encierran una lección de vida, aunque a veces resulte deprimente. Incluso el nihilista nos enseña algo.
La escritura puede justificarse moralmente, según las ideas de Mujū, si quien escribe es un bodisatva, es decir, alguien que ha alcanzado o está en condiciones de alcanzar la iluminación y decide permanecer en el mundo, entre las personas y las cosas, para ayudar a otros a alcanzarla. La escritura puede ser uno de los medios útiles a los que se refiere uno de los textos budistas más importantes, el Sutra del loto (traducción de Juan Masiá Clavel, Sígueme, Salamanca, 2009), medios que ayudan en la búsqueda de esa iluminación. Ahora bien, siempre según la obra de Mujū, «la verdadera ley budista se halla al margen de las palabras», que «no son más que piedras; y las letras, escombros».
Esa práctica de la escritura y ese uso del lenguaje implican una conciencia del peso de las palabras. Cada palabra arrastra su karma, el de quien la escribe y el de la propia palabra (sobre esa idea, véase William R. LaFleur, The Karma of Words: Buddhism and the Literary Arts in Medieval Japan, University of California Press, 1983). Las palabras no solo tienen la función de representar el mundo, lo que deben hacer bien. Son también actos y unas veces son caricias y bálsamo y otras muerden o se clavan como cuchillos. Tanto en su función de representación como en su función performativa tienen un peso y pueden causar estragos a las personas y en la sociedad.
Realmente muchos seres humanos dan la impresión de vivir en el mundo del lenguaje mucho más que en el mundo real, como presos de un sortilegio, sin ser del todo conscientes de la hipnosis en que caen en medio de las palabras. El lenguaje parece querer dar al mundo una solidez y permanencia que no tiene. La ilusión creada y mantenida a través de los discursos nos impide captar la no menos ilusoria realidad de las cosas, impidiéndonos una visión justa del mundo y de nuestro lugar en él. Según la Colección de arenas y piedras, la ilusión más nociva, la primera que debemos disipar, es «la idea errónea de la existencia del yo». Según Mujū, como el yo no existe, «haciendo daño a los otros nos hacemos daño a nosotros mismos».
Vemos así que el lenguaje puede ser un arma de doble filo. El conocimiento de la retórica puede ponerse al servicio de ideas loables, de juegos triviales o de intenciones malévolas. Lo que importa es la índole de cada uno. La Colección de arenas y piedras se refiere a los funcionarios chinos, que tenían que estudiar mucho para poder acceder a la administración del imperio. Ahora bien, eso no garantizaba que trabajaran para el bien común. Algunos usaban aquel saber superior en su propio beneficio o para iniciativas corruptas o desastrosas de los poderosos. Mujū recuerda: «La vaca bebe agua y la transforma en leche; la serpiente, en cambio, también bebe agua, pero la convierte en veneno».
Nuestro tiempo parece poco propicio para la visión correcta, la comprensión correcta, y la acción e inacción correctas. Vivimos rodeados de un exceso de palabras, signos e imágenes. Somos puntos diminutos en una proliferación de mensajes. También de libros. Nunca ha habido tantas palabras y signos en circulación como en la actualidad. Su cantidad es inversamente proporcional a su peso específico. En junio di un paseo por la feria del libro de Madrid y me sentí abrumado ante la enorme masa de libros que ofrecían un sinfín de editoriales. ¿Qué futuro tienen casi todos ellos? Tal vez la guillotina, la vuelta a la pasta de papel para imprimir nuevos libros. ¿Son libros de verdad con palabras de verdad? ¿Son el fruto de un impulso genuino? ¿No es un enorme esfuerzo inútil, en el que la dimensión comercial, el libro entendido como industria, sepulta y aplana lo que puede haber ahí de verdadera literatura?
La situación no es mejor en la dimensión oral del lenguaje. Este verano he pasado muchas horas en la playa, sentado o tumbado, lápiz en mano, leyendo y anotando, entre baños y juegos con mis hijos. A veces me llegaban retazos de conversaciones de la gente que me rodeaba. ¡Cuántas palabrotas, insultos y juramentos! ¡Qué malhablados son los españoles! La palabra «qué», en España, casi siempre va seguida de la palabra «coño» o «cojones». La palabras «mierda», «cabrón» e «hijoputa» son cada vez más corrientes. «Mierda» parece un comodín para referirse a cualquier objeto. Y luego están las nuevas expresiones malsonantes mal traducidas del inglés que la gente toma de las series y películas que ve. Ahora, el adjetivo «puto» puede anteponerse a cualquier sustantivo, como algo genérico.
Tal vez sea una impresión subjetiva, pero me parece que la zafiedad y la agresividad verbal han aumentado con respecto al verano anterior, entre hombres, mujeres, mayores y jóvenes, e incluso niños. Ese posible aumento podría estar relacionado con un mayor malestar en la sociedad. Todo el mundo parece enfadado con todo el mundo. No solo cuando se habla de política, ámbito en el que la degradación de la vida pública y de los discursos de los representantes tienen su fiel espejo en las conversaciones de los representados, y viceversa. También sucede en la vida privada, en las opiniones sobre compañeros de trabajo o de escuela, o miembros de la familia. Mucha gente parece rabiosa. La benevolencia no se practica ni se valora. He oído a niños que debían de tener doce o trece años gritar cosas tan obscenas que no me atrevo a transcribirlas. He oído a supuestos amigos insultarse de forma entre jocosa y amenazadora con una brutalidad que me ha dejado boquiabierto. Durante días y semanas he tenido la esperanza de oír una palabra dulce, una palabra amable, una palabra poética. No he oído nada de eso.
Junto a la agresividad, y unida a ella, la superficialidad. «¿Quién puede saber lo que hay en el fondo de un corazón humano?». Aplico esta frase de la Colección de arenas y piedras al presente. Yo siempre pensé que, tras la apariencia superficial que muestran muchas personas en sociedad, la mayoría de ellas tienen una hondura hecha de miedos, tragedias y pesares, gozos y esperanzas, la complejidad de las emociones que los hace densamente humanos. Si uno rasca el envoltorio, en una conversación en el tren o esperando el autobús, a veces esas personas se abren, te cuentan su vida, se nota que están hechas de la misma pasta que uno mismo. Últimamente he empezado a dudar de la posibilidad de generalizar esa tesis. Cada vez oigo más necedades y menos palabras que revelen esa riqueza y hondura humanas. La humanidad modelada por la tecnología resulta cada vez más plana. La paleta de expresiones se reduce a la par que la riqueza de sentimientos. Siempre empleamos el mismo puñado de palabras que transmiten algo uniformizado y plano. La riqueza y complejidad humanas no tienen ninguna utilidad para seres concebidos como consumidores de productos y servicios, meros puntos de una red de información.
La distinción entre psicología individual y psicología de grupos es bien conocida. Según la tesis de Gustave Le Bon, retomada y elaborada por Freud en Psicología de las masas y análisis del yo, la psicología de los grupos se caracteriza por la reducción de la razón, un aumento de la impulsividad y lo irracional, la identificación con el grupo y con un líder idealizado, la agresividad y facilidad con la que se cometen actos que individualmente no se realizarían. Siguiendo esa distinción, podemos pensar que la psicología individual se está desdibujando y cada vez cuenta menos. Más que nunca, somos masa. Como la mayoría está casi siempre en red, unida con gran intensidad a un magma amorfo de identidades digitales proyectadas, a menudo fantasmagóricas, y pastoreada por los algoritmos, en nuestras sociedades impera cada vez más la psicología de las masas, con las características antes apuntadas. Creo que eso tiene que ver con la proliferación actual de discursos agresivos, de insultos, de palabras e ideas feas.
La tentación de apartarse, de vivir de espaldas a la sociedad, de abrazar el retiro y el silencio, es cada vez mayor. En estos días he visto un documental sobre Gary Snyder (Colin Still, O Mother Gaia: The World of Gary Snyder, 2024), gran poeta y ecologista, ligado a la generación beat. En el documental, Snyder habla de sus años en Japón como monje zen y de su vuelta a California, de su vida en el bosque, retirado y a la vez activo en una pequeña sociedad de personas afines. Su poesía y sus ensayos acaban de ser compilados en la Library of America (2022 y 2025). A veces sus poemas no contienen más que un puñado de palabras. Intento traducir uno:
24: IV:40075. 3:30 PM, n. de Coaldale, Nevada,
Vislumbre de montañas blancas a través de un claro en la tormenta
Oh Madre Gaia
cielo nube puerta leche nieve
viento-vacío-palabra
Me inclino en la grava del arcén
Snyder, un bodisatva que ha comprendido lo más profundo y ha disipado las ilusiones, también las del lenguaje, permanece en el mundo y contempla la maravilla desde la grava del arcén.