Discurso de Hélène Cixous en el acto de entrega del Prix Formentor 2025
Compartimos el discurso íntegro de la ganadora del Prix Formentor de las Letras 2025

La escritora francesa Hélène Cixous. | Premio Formentor
En la ciudad de Madrid, hoy primero de octubre de 2025 a las 20 h, durante la ceremonia de entrega del Premio Formentor de las Letras en el Teatro Real, su ganadora, la escritora francesa Hélène Cixous, ofreció un discurso tan fulgurante como inclasificable, titulado «Las aventuras de la literatura».
Con su inconfundible voz lírica, filosófica y profundamente política, la autora francesa abrió las puertas de su memoria y su imaginación para invocar una literatura nacida del grito, el exilio y la lengua como territorio en disputa. En un texto atravesado por la guerra, la infancia, el duelo y la palabra, Cixous convirtió su intervención en un acto de resistencia poética frente a la violencia del mundo. A continuación compartimos un discurso que no solo piensa la literatura, sino que la encarna: una forma de habitar la vida cuando vivir, precisamente, parece imposible.
Las aventuras de la literatura
—¿Debo hablar o callar? —Esa es la pregunta de la literatura. Esa es mi pregunta. To say or not to say. Me acompaña y me persigue desde mis primeras palabras. Desde mis primeros pasos en el Tiempo. Tenía tres años. Estaba conociendo el Mundo y la Humanidad. Es decir, la inhumanidad de la humanidad. Ahí estaba la Guerra. En el principio está la guerra. Y en el principio está la palabra. ¿Una palabra? Algunas palabras. Palabras poderosas, peligrosas, algunas son suaves como besos, otras son afiladas y llameantes como puñales. Puñales envenenados. Las palabras se hacen la guerra, las palabras hacen el amor. De repente, el mundo se enfurece, súbitamente una bomba explota ante mí. ¡Judía! La palabra judía. Es la primera vez que la oigo. Cae sobre mí como una palabra fatídica. ¡Judía! ¿Así que este es mi nombre en el tribunal que escribe la Historia? Estoy sorprendida. Estoy acusada. Estoy sublevada. Estoy condenada. «Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido». Esta es la primera frase de El proceso, de Kafka. No dejaré que me ejecuten. La literatura es la libertad. Intento comprender. Pensar más allá.
La escritura ha comenzado. Comienza con un dilema: «¿Debo hablar o callar?». ¿Cómo no hablar? Es la pregunta que plantea cualquier libro ávido de la verdad. ¿Cómo decir lo que no se puede decir? ¿Cómo no decir lo que no se debe decir?
Estamos en febrero de 1940, en Orán, en el paraíso podrido, en el Jardín prohibido. Tormentas de pasión estallan en mi interior. Este grito de dolor rojo en mi pecho, ¿cómo se llama? Un poco más tarde, o tal vez ese mismo día, aparecen los nombres de los dolores y las cóleras: el libro de mi memoria ha empezado a escribirse. Aprendo la palabra haine, ‘odio’. Rima con Hélène. La lengua juega conmigo. Eloquar an sileam.
«¿Debo hablar o callar?»
«¿Eloquar an sileam?», se pregunta Eneas a través de Virgilio en un suspiro en el libro III de la Eneida, en el momento en que duda si debe evocar el horrible estado del cuerpo de Polidoro, tan atravesado por las lanzas que se ha convertido en un arbusto que rezuma sangre sin cesar.
¿Acaso tenemos derecho, tengo fuerzas yo, testigo ileso del dolor que tortura a mis semejantes, de hablar?
¿Debo guardar silencio? ¿O qué?
¿Cómo mantener la tierna distancia que no traicionaría el poder de las compasiones? ¿La necesidad de llorar?
Y mientras Eneas se desgarra por dentro, Virgilio decide que se hagan oír las Voces. ¿Cómo no hablar? ¿Cómo hablar?
¿Qué discurso no está adulterado por una literatura de lujo? Preguntas tan familiares para todos los testigos que sirven a la memoria.
—Lo justo sería el Grito, me digo. Pero yo ya he gritado, me digo. Ya he recibido las lanzas de la guerra y he soltado un Grito, ese tipo de Grito que se eleva hacia el cielo, pero en vano, como ya lo lamentó Rilke, y antes de Rilke todo poeta —porque desde Homero esta ha sido la preocupación del poeta— y, después de él, Celan, y, después de Celan, esa Ucrania que se ha convertido en un inmenso personaje hendido a golpes, y que no se calla, que hace temblar, una vez más, al gran Relato de los Siglos.
El Grito, canto de cólera y dolor, primera palabra que atraviesa todo sueño y toda indiferencia, el Grito, en esas precisas tinieblas, se llama ¡Ucrania! ¿Ucrania? Entra Ucrania. Es la primera vez que oigo su nombre. Me lo aprendo: Ucraína. Lo salmodio. Y sucede que me hace pensar en el nombre de aquel anciano amigo de Príamo, Ucalegón, nuestro vecino, el que siempre nos precede en la muerte.
Me gustan las primeras veces. Son fechas de nacimiento y de memoria. La primera vez que oí el nombre de don Quijote. La primera vez que oí el nombre de Kafka. Recuerdo el nombre de Hamlet y el de Montaigne. Y Ulises. Y Moisés. Y Rousseau. Y… Todas esas personas van y vienen por la tierra sin preocuparse por las fronteras, no conocen ni el orden ni la cifra de los tiempos.
Aquí, si tuviera tiempo, haría de buena gana una lista de mis conocidos, mi agenda es mitológica, es el listín telefónico de esos allegados con los que mantengo conversaciones y que hacen de mi universo interior un mundo simultáneo. Ahora, mientras hablo, se suceden decenas de acontecimientos y descubrimientos, y tengo continentes en la cabeza. Arriba a la izquierda, en un alba desierta, en la plaza de la Concordia de París, va a parar un hombre que vacila ligeramente y susurra «Andrómaca, pienso en ti…»; a estas palabras de Baudelaire… henos aquí, en París-Troya.
Pero volvamos a esta página. En la que hoy es otra parte, y Andrómaca es Ucraína.
¡¡¿Entonces ya estamos otra vez en lo mismo?!! ¿La Guerra? ¿La Violación de la Vida?
Y así habrá empezado la Literatura-furor, con una explosión del corazón humano, con suspiros en llamas.
Ese grito, lo volví a lanzar no hace mucho en Jerusalén. E incluso hace poco en Berlín. Es todo lo que tenía que decir. Evidentemente.
Cuando tenía tres años, hace ya mucho tiempo —aunque 1940 está tan cerca—, en Orán, refugiados en el sótano, durante la alerta, no lo lancé: el mundo entero era solo un grito, con bramidos.
En el sótano era todo oscuro y sofocante, como en una pretumba, pero yo estaba protegida: mis padres velaban y nos sonreían.
A los que se han refugiado bajo tierra, les falta un poco, un poquito de sonrisas de sus padres, un poco del aire de la ternura humana.
Todavía puedo sentir la asfixiante y ensordecedora sensación de estar en aquel sótano, al pie de la escalera. En aquella época de 1940 me mecía susurrando la palabra que respira: mamámamá.
Hoy una palabra sigue destellando su brillo en la espesura bajo la guerra: Ucraína, Ucraína.
(Escribo esto en marzo de 2022. Escribo esto en mayo de 2025 como en tiempos de Virgilio).
Escribo esto en París-Kiev. Mi cabeza está llena de nuevas explosiones. La palabra dron surca todos los espacios aéreos del universo. Todavía no figura en los diccionarios.
La literatura lucha.
Lucha contra la guerra.
Lucha contra la muerte. Contra mi muerte.
Lucha contra sí misma.
Siempre ha luchado conmigo, nunca he podido vivir sin su omnipotencia, es mi arma y mi amor, la prueba de mi fragilidad. El cuerpo-a-cuerpo con mi impotencia. El canto de batalla. El campo de batalla. Nace de las cenizas y las sangres.
Cultiva el miedo y la pérdida. Desde el primer capítulo de la Historia, desde las primeras frases sorprendidas, se trata, para la escritura, de buscar el tiempo perdido. Siempre hay algo de tumba viviente en cada libro. A veces un libro es una barca con la que cruzamos el Leteo para ir a la otra orilla, donde están los muertos. De noche tomamos nuestros sueños para ir al Más Allá.
Hay un País milagroso en el que viven seres queridos que no conocen ni sentencia de vida ni sentencia de muerte, que no envejecen, que no traicionan.
En febrero de 2022 aprendo el nombre de Ucraína. Me llama, me cautiva. En febrero de 1948 mi padre fallece. Las violetas florecen. ¿Os habéis dado cuenta? Las guerras estallan cuando llega la primavera, en marzo la literatura se precipita a las fronteras.
En 1940 mi lengua juega al uso con las lenguas. La lengua se burla, muta, se traduce, se transforma, se hace extraña. La literatura habla en varias lenguas. Ciertas frases parecen decir algo distinto de lo que dicen. Cuando Omi, mi abuela alemana, consigue escapar del país nazi en noviembre de 1938 y se queda con nosotros a partir de entonces, en Argelia, trae a su lengua alemana con ella, la sienta a la mesa junto al francés que apenas habla. De Argelia se dice que es «francesa». En Argelia las lenguas se pelean, se esconden, se prohíben, se imponen, se mestizan, se toman como rehenes, se disfrazan. En la calle, mi madre y Omi susurran en alemán, pero no hay que decirlo, el alemán está mal visto, fuera de casa el alemán es explosivo, dentro el alemán canta y vive, ahora es el norteamericano el que suena en las plazas y en las playas, en 1942 todo el mundo dice «OK, bye bye», y mastica chicle. Los árrabes pululan en una lengua que no tiene valor en el mercado, es una moneda despreciada, adoro el canto del árabe, cuando cumplo diez años mi padre me da un profesor de árabe, me entrega las llaves del mundo, por fin voy a ser admitida al jardín de la vida, la puerta se abre, voy a llegar a ese país en el que nací, de repente mi padre fallece, la puerta se cierra de golpe. Estoy fuera. La lengua se ha cortado. ¿Qué queda del árabe? Una palabra. La palabra Jobs. La palabra de llamada y oración. La palabra: Pan. Una palabra clave. Como la palabra: Dios. O: Vida.
Habiendo perdido a mi padre, pierdo el árabe. Guardo Pan.
En Orán prospera el español. El español huele a flor de azahar. En el patio, Dolores hace la colada cantando a pleno pulmón: «Bésame, bésame mucho». Mémé, mi abuela paterna, gobierna en español. Me habla con voz severa, me llama «Jaqueca». Parece una palabra árabe. Jaqueca es mi nombre de Orán. Del lado de los Cixous, se habla español. Mi padre se llama a sí mismo Jorge. Del lado de los Jonas de Osnabrück, se habla alemán. Todo está en las letras que forman palabras. Enseguida comprendí que Orán estaba dentro de Osnabrück. Quien habla español habla árabe quien habla francés quien habla latín, la lengua es un almacén a rebosar de secretos. En el almacén de lenguas se depositan todos los elementos de la literatura. Almacén, una palabra prometedora como un cuento de Las mil y una noches, como la memoria, como la literatura, este depósito que guarda relatos, retratos, testimonios de milenios de Vidas de personajes humanos en la inmortalidad. Soy la heredera de un tesoro de significantes. ¡Almacén! Por las mañanas el padre de mi padre va al Almacén. Almacén es sinónimo de museo, librería, tienda, estación, depósito, ensueño, carabela, archivo, allí se encuentra de todo, por él pasa el mundo entero. Es una posada, un microcosmos, más que un mundo. A mi abuelo se le ocurre una genialidad: llama al almacén: Los dos mundos. Capto el mensaje. La literatura empieza aquí. All the world’s a stage, Shakespeare lo dice en inglés.
El Destino hace regalos, nuestra suerte se decide por un nombre, si queremos olvidarlo Shakespeare nos lo recuerda, una sola palabra nos salva o condena. Acusados, juzgados, fuera de juego. Vivimos en un libro y a menudo ni siquiera lo sabemos. Si me pidieran que nombrara las palabras, los nombres, las escenas para mí más preciadas de Shakespeare, no lo dudaría. Me vendría inmediatamente a la mente la todopoderosa meditación de Julieta Capuleto cuando se dirige a Romeo Montesco (What’s in a name?).
—Tú eres tú mismo, mi amado. No seas un Montesco. Solo tu nombre es enemigo mío. Ah, sé algún otro nombre —dice ella.
Me recuerda el consejo que me dio mi amigo Jacques Derrida cuando mi primer libro estaba a punto de salir.
—Tú eres tú misma, me dijo. Deja de ser una Cixous. Ese nombre es tu enemigo. Sé algún otro nombre. Sigue mi consejo.
E intenté seguir su consejo.
Pero ¿cómo puedo nunca separarme de mí misma? ¿Y vosotros, acaso podríais ser algún otro nombre? Si de ahora en adelante me llamara Jonas, nunca podría dejar de ser Cixous. El nombre tiene una fuerza fatídica. Aquella noche, yo tenía un perro. Un perro grande, aparentemente huérfano, con rizos grises, de aspecto a la vez confiado y leal. ¿Cómo se llama?, pregunté. Se llama Jackie, respondió el sueño. Debería haberlo adivinado. Jackie es el nombre de Jacques Derrida.
Retrato de la literatura
Se me ocurrió el título de repente. Eran las siete de la mañana del 9 de mayo, Ishá la Bella me pedía que fuera a jugar con ella. —¿Vienes? Le dije: —Perdona, mi amor, ahora no puedo jugar, estoy muy ocupada. —¿Qué estás haciendo? —Estoy haciendo un retrato de la literatura. La literatura-vista-por-mí, H. C. Literatura, ya ves, es una criatura creante. Una divinidad creativa, retada. Retada por la muerte y, por tanto, por la vida, por la vida, la muerte. De pequeña estatura, se enfrenta a los Cíclopes. Por ejemplo, hoy, en el año 2025, el Cíclope es un tal Trump, evidentemente un ogro tuerto y caníbal. Y es nuestro enemigo. No lee ningún libro, se pasa el día comiendo muslos humanos.
Le digo a Ishá-la-vida-misma:
—No te pongas celosa. No te olvido ni por un momento. En cuanto me pongo a invocar a Literatura y, por tanto, a rendirle homenaje, vosotras, Ishá y Hayá, mis gatas, mis diosas de la vida, formáis parte del paisaje. Sois mis co-vivientes, como diría Montaigne, nuestro antepasado común.
Cuando hay peligro o necesidad, cuando hay belleza o angustia, gatas, os necesito. Para vosotras, vivir significa jugar. Y se la jugáis a la muerte.
Más tarde, cuando el autor o la autora, «una soñadora ocupada en observar la naturaleza en beneficio del arte, un filósofo, un poeta», vuelva la vista atrás para recordar este misterio, la literatura, esta vocación violenta que se apoderó de ella y de la que solo pudo librarse arrojándola dentro de los libros, advertiremos este rasgo que vuelve a llamar a la entrada de lo que finalmente será una obra: al principio había una condena a muerte. Ya están ardiendo sus vecinos. Jam proximus ardet Ucalegon. Al día siguiente, Victor Hugo se pone a escribir su primer libro. Tiene veintinueve años. A partir de este momento, se trataría de luchar contra la pena de muerte hasta el último día. Ucalegón arde. Apaguemos el fuego, dice. Suprimamos al verdugo. Hugo es el primero en firmar la petición. Y enseguida Dostoievski añade su firma.
Menis
Existe, pues, una estrecha relación entre literatura y guerra.
Menis, la cólera, es el secreto de la literatura. Una cólera más grande que la cólera, una furia, una ira, una explosión que transporta al ser humano a una altura divina, mientras canta aquello que lo sobrepasa. Así hablaba Homero. Homero, si es que existe, otro nombre de Dios, Dios el Poeta. Todo poeta se hace la pregunta que atormenta y cautiva a Hölderlin: «¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?»; «¿Qué hacer? ¿Qué decir? No lo sé». Sí, los poetas cantan la impotencia y la penuria que hacen al genio. Son, dice Hölderlin, dice Baudelaire, dice Celan, como los santos sacerdotes del dios del vino que ha viajado de tierra en tierra en una noche santa.
Es la pregunta que engendra a la obra, el dolor y la alegría en el dolor que lleva al libro mucho más allá del autor. Escribir desgarra. Escribir arrebata. Escribir arranca: lágrimas, risas.
Durante los años que se arrastraban jadeantes fuera de los campos de cenizas y osamentas, los años cuarenta y cincuenta del siglo masacrante, cuando tenía diez años y luego quince, con toda mi curiosidad en flor, interrogaba a los iniciados del horror, los que habían experimentado el hecho de sobrevivir, es decir, de subvivir, de vivir sin vivir, los deportados incurables, los portadores de cicatrices imborrables. Aquellos que Kafka evocaba bajo el aspecto de espectros-de-la-muerte-aparente, esos seres que han pasado del lado de la muerte.
—¿Nacía alguien en los campos?, preguntaba yo.
—¿Alguien reía? —¿Alguien escribía? ¿Qué y cómo? ¿Y atravesaba alguien las puertas de los sueños?
Esa pregunta, se la hice primero a los que se habían refugiado en Orán, fugitivos a la espera de visados, aquellos que se habían escapado y temblaban. Los que mi madre, una joven alemana de Osnabrück, encontraba en los bancos de los parques públicos, durante los años de sangre, y yo tenía siete años. Y luego, veinte años más tarde, en los años sesenta, en París, ciudad refugio de poetas de todos los países.
Es en vosotros en quienes pienso, maravillosos argonautas. Todavía conservo vuestra dirección en mi agenda. Nos reuníamos en la rue des Grands Augustins, en casa de Julio Cortázar, cada uno viniendo de una orilla lejana, amenazadora y familiar, trayendo su propio exilio similar y diferente. Aquí acamparon magníficos viajeros, y nunca antes se habían reunido tantos héroes de la literatura en una misma celebración de amor y admiración, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Julio, y también Vasilicós, y no muy lejos Alejo Carpentier, y también Italo Calvino, y también el inmenso e inversamente modesto Piotr Rawicz y también…
¿Y de qué hablaban? Hablaban de vida, libertad, escritura, pasión y revolución, empezando por la creación poética.
¿Y la misión de los poetas en tiempos de penuria?
Ir al campo de batalla, a Cuba o a Praga, y con un golpe rápido de ala volver para dar testimonio, para compartir la esperanza y la furia.
«Desde aquí, los mayas contemplaban un tiempo circular», escribió Carlos Fuentes al contemplar siglos lejanos y el tiempo presente.
Y puesto que ya vivían el futuro, la asamblea eufórica acordó nombrar al Premio Nobel, y este sería en primer lugar Octavio Paz.
Volvamos a finales de 1939: la gran puerta del Jardín Militar se abre, creo que es el paraíso, entro, creo entrar, algo me prohíbe avanzar, dentro estoy fuera, ‘sin permiso’ rima con ‘paraíso’, la cacería ha comenzado, subo por la frontera, cojo mi primer libro, se llama En riant. Aprendo a leer, a reír. Imposible entrar.
La literatura consiste en pintar lo que sucede como imposible. Es difícil. Pintar esta dificultad. Hacer lo imposible.
He pasado toda mi vida de constructora, de arqueóloga del futuro, en busca del Libro que me espera para terminar.
Es el libro del que huyo y que persigo, que deseo y que temo. Es el libro fantasma, el libro prometido. El libro que se escapa.
Cada vez que la escritura me llama, a principios de julio me lanzo, como Ulises huyendo de Polifemo, largo velas, ya estoy en alta mar y en esto ocurre el fracaso, en lugar del Libro prometido se produce un esquinazo, un libro inesperado se cuela en lugar del libro prometido. Cada vez que se lanza, la llegada se aleja. El libro que no escribo se escapa. Nadie firma.
Estos últimos años he empezado a hacer preguntas a cada uno que llega.
—¿Eres el último?
Quizá nunca voy a escribir el libro que espero. ¿Quizá ya esté escrito y yo no lo sepa?
Cuando llegó el Formentor, viniendo de lejos… —Sentí la necesidad de releer el Quijote. ¿Por dónde empezar?
Subí a bordo el día en que don Quijote fue armado caballero.
Un visado para la aventura: la locura le es concedida por el hostalero, un santo, un ángel.
Pregunta que se hace el candidato: ¿estoy loco?, ¿o loca?
Pregunta que le hice a Jacques Derrida.
Respuesta: —No. Tú eres un olni.
Pregunta formulada a Jacques Lacan.
Respuesta: —Pues sí.
Esto me tranquilizó.
¿Estoy realmente loca? Temor o deseo.
Todo ello se escribe.
No soy yo quien escribe.
Se iba escribiendo.
El libro llegaba. Corría, lo oía galopar detrás de mí, con su aliento de tormenta, me alcanzaba, me alzaba, me adelantaba a una velocidad de vértigo, se dictaba a sí mismo, me dictaba sus frases, sus capítulos, fragmentos, alucinaciones, un sabbat.
Yo nunca me hubiera atrevido, construir catedrales, lanzar flotas, traer al mundo innumerables vivientes, resumir una vida en una caja de cerillas.
El Libro hace de las suyas, yo copio.
Y un día, se acaba.
—Adiós, dice el Libro.
El fin está ahí. Me detengo.
Nadie ha preguntado mi opinión.