Auge y caída de la FIL de Guadalajara
El futuro de la feria del libro se ve amenazado por la hostilidad del Gobierno mexicano, el populismo y el avance digital

Ilustración de Alejandra Svriz.
La Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) funciona porque ocupa un espacio que ninguna otra feria del mundo hispanohablante ha logrado cubrir con la misma eficacia. Desde su fundación, en 1987, por Raúl Padilla López, a través de la Universidad de Guadalajara (UDG), la feria aprovechó un vacío. En Barcelona, sede de la industria editorial en español, el impulso institucional ha estado centrado más en la promoción del catalán que en el liderazgo del idioma compartido, con la ceguera que solo otorga el «fanatismo de la identidad» y bajo la ridícula asunción de que son incompatibles. En Madrid, la Feria del Libro del Retiro —excepcional caso de una iniciativa de la República que se mantuvo en la dictadura— es una feria del gremio de los libreros, lo que la imposibilita congénitamente para ser una plataforma global para editores, agentes y profesionales. Buenos Aires, con una feria popular y arraigada, sufre las limitaciones de una economía inestable y de una gran distancia física. La Ciudad de México es demasiado caótica. Guadalajara, en cambio, reúne condiciones particulares: es una ciudad importante, bien comunicada por avión, con una identidad cultural fuerte, una universidad pública poderosa y vínculos naturales con Estados Unidos.
Más allá de las condiciones geográficas y culturales, el verdadero motivo del éxito de la FIL es que funciona económicamente. Los editores, tanto grandes como pequeños, locales como extranjeros, están dispuestos a asumir los altos costos de participación —desde el montaje de stands hasta el traslado y hospedaje de equipos completos— porque las ventas acompañan y justifican la inversión. Guadalajara ofrece un ecosistema fértil para ello: tiene una tradición lectora sólida (más hija del seminario que de la revolución), y ha sabido conectar su sistema educativo con la feria. Las cifras de asistencia y compra de libros lo confirman año tras año. La FIL demuestra que las bodas entre una iniciativa pública y la lógica del mercado engendran sus mejores hijos. Es una feria sostenida por subsidios y una política cultural, pero también por la libre decisión de las editoriales que participan, porque encuentran un retorno a su inversión.
Otro factor clave en el éxito de la FIL de Guadalajara son las redes sociales: el éxito inicial genera una inercia que alimenta el éxito. La feria es central porque todo el sector editorial ha decidido que lo sea. Asistir se vuelve una obligación: una vez al año, editores, autores, agentes y mediadores del libro se reúnen allí porque todos los demás también lo hacen. Esta concentración de atención atrae patrocinadores privados y otorga a la feria su valor simbólico.
Para muchos editores nacionales, la FIL representa el cierre del ciclo anual de trabajo: allí se recogen resultados, se consolidan contactos, se lanzan apuestas editoriales. No estar presente, por la razón que sea, produce frustración y minusvalía. En ese sentido, la feria también funciona como dispositivo de validación. Para un antropólogo debe ser un material fascinante: sus códigos públicos y privados, sus ritos anuales, sus arcanos y figurantes. Además, en permanente evolución. Aunque de un año a otro las variaciones son pequeñas, el cambio es brutal si se mide por décadas.
La FIL Guadalajara no es solo una feria de trabajo: también es un espacio de encuentro, de vida social y de celebración. Las comidas, cenas, fiestas, escapadas culturales y la experiencia de la ciudad misma forman parte integral de la cita. Guadalajara tiene una oferta gastronómica para todos los bolsillos y paladares, el tequila como emblema y espacios de una enorme belleza, como el Hospicio Cabañas, además de ser una ciudad rica, moderna y próspera, al menos en la escala latinoamericana. La feria tiene un gran impacto económico sobre la ciudad, con sus hoteles y restaurantes a tope durante diez días seguidos. No hace falta invocar a Freud para entender la disposición especial que surge cuando se mezclan el viaje, los días de intensa actividad, y miles de artistas y editores de fiesta con sus llaves de hotel bajo el brazo.
«La feria es negocio, culmina un año de trabajo y funciona como punto de proyección simbólica»
La FIL de Guadalajara es negocio, culmina un año de trabajo y funciona como punto de proyección simbólica. Pero también es una celebración, un espacio de distensión donde la comunidad del libro se reconoce a sí misma, se mezcla y se renueva. La coexistencia de estas dos dimensiones —la profesional y la lúdica— le da a la feria su carácter singular. No es una feria de ventas ni un congreso académico ni un festival literario, pero tiene algo de todo eso.
Otro elemento decisivo del éxito de la FIL fue, desde el inicio, es el establecimiento de reglas claras y exigentes por parte de sus organizadores, con Raúl Padilla al frente. La ley existe, cosa que no sucede fuera. La programación se organiza con antelación, los eventos comienzan y terminan en punto, y nadie puede extender su participación más allá del tiempo asignado, ya que cada espacio está contratado y hay otro acto de igual relevancia en espera. Este criterio de profesionalismo ha facilitado su crecimiento sostenido. En cuanto al contenido, el discurso cultural dominante reflejaba los valores establecidos, de corte mayoritariamente «progresista» y antipriista, pero no necesariamente democrático. Carlos Fuentes y Elena Poniatowska mucho más que Octavio Paz, para entendernos. Sin embargo, las invitaciones no institucionales y la apertura gradual permitieron una convivencia de discursos. Esta diversidad, no siempre buscada, generó en los hechos una experiencia democrática, una babel armónica y una escuela de tolerancia.
La transformación digital es para un creciente número de personas —especialmente jóvenes— pasar la mayor parte de su tiempo libre delante de una pantalla y con interacciones virtuales. Esta realidad también afecta a la FIL, que ha debido adaptarse a un público que ya no creció con el libro de papel como objeto central, pero que mantiene intacta la necesidad de contacto físico. La feria ha sabido canalizar ese deseo: los mismos usuarios que viven conectados buscan en la feria encuentros presenciales. La presencia de youtubers e influencers de diverso pelaje ha convertido algunos eventos de la FIL en verdaderos espectáculos de masas. El autógrafo, la foto compartida, la visión del ídolo virtual nos recuerda que somos animales sociales y que nada puede suplir el contacto físico.
Desde muy temprano en su historia, la FIL se trasladó al enorme centro de convenciones Expo Guadalajara. Este cambio de sede fue clave para su desarrollo posterior. El recinto cuenta con múltiples salones, auditorios y espacios polivalentes que permiten una programación extensa, simultánea y diversa. Esta infraestructura ha facilitado que la FIL no sea solo una feria comercial o una plataforma editorial, sino también un festival literario de gran escala y un encuentro académico de primer orden. Cada año se celebran cientos de presentaciones de libros, mesas redondas, conferencias, talleres, homenajes y actividades paralelas.
«Uno de los retos más complejos que la FIL ha sabido sortear con éxito es su relación con España, cabeza de la industria»
Esta oferta inigualable convierte a la FIL en el encuentro cultural más grande del mundo. La diversidad de formatos, temáticas y niveles de profundidad hace que cada visitante trace su propio recorrido, su propia FIL. Pero la magnitud de la oferta genera una paradoja. Nada termina de importar demasiado. Cada presentación, por significativa que sea, queda rápidamente sepultada por la siguiente, lo que imposibilita que unos pocos eventos concentren toda la atención. Esta dinámica es un reto para los medios: cubrir la FIL con rigor y criterio propio requiere capacidad de resistencia al «ruido general», limitar el sesgo del medio y del propio periodista. Guadalajara es una caja de resonancia donde se proyectan muchas batallas culturales e ideológicas.
Uno de los retos más complejos que la FIL ha sabido sortear con éxito es su relación con España, cabeza de la industria. La feria es considerada un hito en España, a pesar de su ombliguismo, no sólo porque sucede al margen de la rivalidad Madrid-Barcelona, sino porque las grandes editoriales mexicanas son filiales de grupos españoles, a los que no les queda de otra que apoyar el entusiasmo desbordado por la feria de sus filiales. A eso se suma una razón práctica: la FIL concentra a los autores de Sudamérica, cuya presencia aislada en España es más difícil por razones de tiempo, costo y distancia. La feria también ha logrado posicionarse como una plataforma clave de relación con el mercado de Estados Unidos, que sigue siendo un terreno relativamente desconocido para buena parte del sector editorial español. Incluso los agentes literarios han reconocido la utilidad del espacio y acuden con regularidad al salón de profesionales, tal como hacen con Francfort o Londres.
La figura del Invitado de Honor ha dotado a la feria de una dimensión cosmopolita. Este modelo permite que, cada año, un país, ciudad o región, represente su cultura a través de un programa extenso de actividades: desde literatura hasta gastronomía, música, artes visuales y pensamiento. El «invitado» debe invertir recursos considerables en el diseño del stand, traslado de autores, coordinación de eventos y promoción, pero lo hace a cambio de una visibilidad difícil de conseguir por otros medios. Este intercambio ha sido comprendido como una estrategia de diplomacia cultural de alta eficacia. El concepto ha atraído a naciones alejadas del eje hispano —como India, Alemania, Israel o Portugal— pero también ha generado un interés recurrente dentro de España. Comunidades autónomas como Andalucía, Madrid, Castilla y León o Cataluña han competido en distintas ediciones por ser elegidas, conscientes del impacto en su proyección editorial y cultural. Así, el Invitado de Honor no solo diversifica los contenidos de la feria, sino que crea un espacio de disputa simbólica que fortalece su papel como escenario central de las letras en español.
Finalmente, uno de los elementos más humanos y poderosos de la FIL de Guadalajara es el encuentro entre autores y lectores. Muchos escritores pasan meses aislados, sumidos en rutinas solitarias de escritura. Hibernando. Su contacto con el mundo es limitado. La feria interrumpe ese aislamiento y los expone, de forma intensa, al calor de sus lectores. Los salones se llenan, los auditorios se desbordan, y quienes escriben pueden constatar —a veces por primera vez— que su obra tiene lectores reales. Esa presencia del público devuelve sentido a un oficio de eremitas. No hay algoritmo ni métrica digital que reemplace el instante en que un autor se encuentra con un libro con su libro subrayado, o con una historia emocional vinculada al libro. Para muchos autores, la FIL es la confirmación de que el vínculo lector-escritor existe, es tangible a través de sus mil rostros. La participación masiva del público lector es difícil de replicar en Europa, donde, a pesar de contar con mayores índices de lectura per cápita y mercados más consolidados, el vínculo emocional entre autores y lectores no existe o es protocolario. Por eso, para muchos visitantes extranjeros —en especial provenientes de Europa y Norteamérica— la FIL se convierte en una experiencia singular e inolvidable.
«No hay una sola FIL, sino muchas, tantas como trayectorias se han tejido en sus pasillos»
A lo largo de los años, he vivido muchas ferias distintas. Desde estudiante en autobús, con cuarto compartido en hotel de piojito, hasta director editorial de trasnacional con suite ejecutiva en el viejo Hilton. He ido como periodista cultural, como autor, como funcionario público y como editor. Conozco la maquinaria organizativa desde dentro y desde fuera, como testigo y como protagonista. Como director de publicaciones del extinto Conaculta, en la gloriosa era de Rafael Tovar y de Teresa, me correspondió ser el representante del Gobierno federal en su relación institucional con la FIL de Guadalajara, tanto en el apoyo logístico como en el patrocinio económico que cada año se renovaba.
Recuerdo con nitidez una de las primeras citas en las que asumí ese papel. Tovar me encargó recibir a Raúl Padilla para analizar la propuesta de subsidio anual que el Gobierno otorgaba a la feria, además de la habitual compra del stand institucional. Me sorprendió profundamente la modestia con la que Padilla —el mito Padilla— llegó a mi oficina para presentar su solicitud. Comenzó a explicar en qué consistía la feria, con una presentación detallada. Lo interrumpí con respeto: no hacía falta. La feria hablaba por sí misma. Ahí mismo, sin mayor trámite, acordamos el apoyo correspondiente a ese año, como lo haríamos los años siguientes, sin demoras ni obstáculos. Era una suma modesta, sin comparación con el rédito cultural y simbólico que la feria ofrece a los estudiantes, a la ciudad y al país. Y ahí nació una relación cercana con Raúl Padilla, marcada por la comprensión compartida sobre la importancia de la FIL.
Padilla, a pesar de su enorme poder e influencia, y muchas polémicas sobre las espaldas, siempre mostró una capacidad notable para dialogar con sus críticos. Doy fe: pese a mis textos en Letras Libres solicitando le retiraran el premio FIL a Alfredo Bryce Echenique, descubierta su pulsión suicida de plagiario como columnista, hecho que nada tenía que ver con sus geniales novelas obra de ficción, Padilla nunca me retiró su confianza ni su aprecio. Supo distinguir entre la crítica y el ataque, y entendía que la feria debía convivir con la discusión intelectual, incluso cuando ésta afectara decisiones suyas.
Para mí, volver a la FIL este 2025, tras seis años de ausencia y muchas vicisitudes personales, ha sido particularmente intenso. No es solo regresar a un evento, sino a un espacio cargado de memoria personal. Cada retorno ha supuesto una etapa distinta de mi vida profesional y personal, y en cada ocasión, la feria ha ofrecido algo diferente, sin dejar de ser reconocible. Pero también sé que esta es solo mi historia. La FIL es un mirador múltiple, subjetivo, plural. Decenas, cientos, quizás miles de agentes culturales —editores, autores, lectores, académicos, funcionarios, periodistas— tienen su propio relato ligado a la feria, su propio jeroglífico que descifrar. Y eso es parte de lo que explica su fuerza: no hay una sola FIL, sino muchas, tantas como trayectorias se han tejido en sus pasillos.
Bien. Pues este año descubrí que, pese a sus pasillos abarrotados, las estanterías llenas y una agenda inagotable de actividades, la FIL está en riesgo. No es un peligro inminente ni evidente, pero sí profundo. La feria sigue funcionando como un reloj, pero algunos de los resortes que la hicieron única están bajo presión.
«El Gobierno de México bajo la administración de la llamada ‘Cuarta Transformación’ (4T) ha mantenido una postura crítica hacia la feria»
Primero, una presión política. Por un lado, el Gobierno de México bajo la administración de la llamada «Cuarta Transformación» (4T) ha mantenido una postura crítica hacia la feria. El propio expresidente Andrés Manuel López Obrador, haciendo gala de su proverbial incultura y soberbia, la calificó de feria «neoliberal». Eso llevó a una reducción del subsidio federal y a intentos de alineamiento ideológico. Esta postura contrasta con la del viejo PRI, que no perseguía la disidencia cultural, sino que la fomentaba para legitimarse políticamente, como señaló Mario Vargas Llosa al calificarla como «dictadura perfecta».
Por otra parte, la concentración del mercado editorial, la fragilidad de las pequeñas editoriales independientes, el avance de una corrección ideológica que vuelve predecible la conversación pública, y el desplazamiento del interés cultural hacia lo digital han cambiado el ecosistema. La FIL se mantiene en pie por la fuerza de su inercia, por la necesidad del sector de encontrarse una vez al año, por el prestigio acumulado. Pero hay menos riesgo intelectual, menos espacio para lo inesperado, menos tensión creativa. La feria sigue siendo un hito, pero ya no marca el pulso cultural como antes. El peligro no es su desaparición, sino su domesticación. Que se vuelva una rutina sin alma, una gran maquinaria eficiente pero sin preguntas ni vértigo. Y eso solo se evita si quienes la sostienen —desde los organizadores hasta los asistentes— son conscientes de lo que está en juego y dispuestos a proteger su singularidad.
Por otro lado, la industria editorial mexicana enfrenta una crisis originada por diversos factores. Algunos de ellos no dependen del Gobierno, como la pérdida de lectores debido a la saturación de pantallas digitales. Sin embargo, otros son consecuencia de la política editorial actual, cuyo ejemplo más visible es el Fondo de Cultura Económica (FCE). En este se observa una falta de rigor y un populismo en el catálogo, acompañado de una percepción errónea de que los libros deben ser gratuitos o tener un precio muy inferior a su costo real. Esta idea ignora que si el consumidor no paga, el costo lo asumen los productores o el Estado. La destrucción del catálogo acumulado durante décadas, resultado del trabajo de varias generaciones de intelectuales mexicanos, representa un daño irreparable. No obstante, este perjuicio es menor frente al desprecio hacia la industria editorial nacional. La industria editorial mexicana naufraga en un clima hostil y dominado por un discurso demagógico. Las librerías públicas han reducido o dejado de pagar y apoyar a la industria. Ya no se emiten convocatorias para coediciones, y los recursos destinados a las universidades públicas han disminuido drásticamente. Esta situación provoca que solo prosperen los grupos editoriales esclavos del algoritmo. Esta dinámica afecta la diversidad cultural de México y pone en riesgo todo el ecosistema.
Esto no significa que la feria vaya a cerrar el próximo año, ni mucho menos. La FIL es demasiado grande para caer y sigue contando con sectores dentro del Gobierno que tienen las mínimas luces para apoyarla. Sin embargo, por primera vez en su historia, su reto no es crecer sino resistir. Pero claro, si el país continúa por la senda del populismo, y cada año se complica la situación de la industria editorial mientras se consolidan los gobiernos de la 4T, no debería extrañarnos que en unos años estemos entablando sus funerales, como sucedió en Venezuela con la colección Ayacucho, la editorial Monte Ávila o el premio Rómulo Gallegos. La pregunta clave es: ¿hay alguien del otro lado? ¿Van a seguir en el discurso de la rebeldía mientras detentan todo el poder?
En ese contexto, que Barcelona haya sido el invitado de honor de esta edición es lo de menos. Lo hizo con la ambivalencia propia de una ciudad que es sede de la industria editorial en español, con una amplia mayoría social hispanohablante, pero cuyo ayuntamiento y actores culturales institucionales centran su empeño en la defensa del catalán. Una apuesta legítima, siempre que no sea en detrimento del español. Y claro, algo ridículo cuando se trata de participar en una feria como la FIL, en donde la lengua común es precisamente el español. Los dilemas del Institut Ramon Llull o la defensa anticonstitucional del catalán como idioma vehicular dentro de la currícula de la escola catalana solo interesaron a los propios organizadores, que fueron el público y el ponente, el veneno y el antídoto. Por contraste, escuchar a Joan Manuel Serrat hablar como un invitado más de la feria justificó el viaje. Su obra forma parte de la educación sentimental de varias generaciones de hispanoamericanos. No se trata de ser cabeza de ratón o cola de león, sino de saber peinar la melena.
