Adiós a Sofía Gubaidulina
«Su obra sigue unos derroteros tan personales y genuinos que cuesta asociarla a una determinada escuela»

Sofía Gubaidulina. | Wikipedia
Como decía André Malraux, cuando algo espiritualmente muy intenso ocurre en Europa suele producirse en España o en Rusia, por debajo de la racionalidad francesa y alemana. Es el caso de Sofia Gubaidulina (1931-1925), que nos dejó el pasado 13 de marzo a los 93 años. Su nombre suele asociarse a la última familia de grandes compositores vanguardistas del siglo XX, junto a Witold Lutoslawski, Alfred Schnittke o Arvo Pärt, aunque su obra sigue unos derroteros tan personales y genuinos que cuesta asociarla a una determinada escuela. Nacida en Chístopol y formada en Kazán –ciudad que visitó Rilke en uno de sus viajes por los extremos– y luego en Moscú, Gubaidulina era hija de madre rusa y padre tártaro, además de nieta de un mulá musulmán. Esa riqueza étnica se completaría con la influencia judía de sus profesores y la impronta germánica de su exilio. En 1992, abandonó Rusia y terminó viviendo en Appen, un pequeño pueblo cerca de Hamburgo, donde ha fallecido en una casa sin teléfono ni internet, rodeada de silencio y junto al piano que le regaló su amigo Rostropovich, el chelista.
Todos los obituarios han recordado que en 1959, uno de sus profesores llevó a la joven compositora al apartamento de Shostakovich. Ella le mostró entonces el esbozo de una sinfonía en la que estaba trabajando. El maestro examinó la partitura y la animó a perseverar con estas palabras: «Siga usted por ese camino incorrecto». Las primeras obras de Gubaidulina ya habían recibido críticas por no ajustarse a los cánones del arte soviético. De ahí el consejo de Shostakovich, que fue, como siempre recordó la propia autora, la idea que a partir de entonces guio sus pasos: atreverse a ser ella misma.
Aunque más importante que su encuentro con Shostakovich, fue su amistad con la pianista Maria Yúdina, una artista prodigiosa que le reveló la fuerza trascendental de la música, una dimensión que a la postre resultó inexpugnable por parte del totalitarismo soviético, que al intentar reprimir la fe de sus súbditos, estimuló a su vez una extraordinaria resistencia espiritual. Judía convertida al cristianismo, Yúdina (escuchen sus grabaciones de Bach o de Schubert, que quitan el aliento, sobre todo la sonata 21 de este último) la animó a desafiar la censura y el lenguaje instituido –Yúdina no tenía miedo ni siquiera a Stalin, que lloraba escuchándola y por eso no se atrevía a matarla–, cultivando una religiosidad de raíz cristiana pero en absoluto ortodoxa, abierta a todas las culturas. «Soy el lugar en el que se encuentran Occidente y Oriente», como solía decir.
Durante muchos años, hasta bien entrada la década de 1970, Gubaidulina sufrió el acoso de la cultura oficial, aunque como ella misma admitía, ya sin el terror constante que había padecido la generación de Shostakovich, una pesadilla difícil de imaginar para nosotros. Aun así, en 1973, la compositora fue atacada en el ascensor de su casa por un individuo que trató de estrangularla. Ella se zafó diciéndole al atacante: «¿por qué tan despacio?», una pregunta que al parecer turbó al tipo y lo disuadió de su cometido. Se ha especulado con la posibilidad de que el asalto fuera ordenado por el KGB, aunque es de presumir que en ese caso el sicario no hubiera fallado. No fue hasta el año 1981, cuando el violinista Gidon Kremer estrenó su concierto Offertorium en Viena, que su obra traspasó el telón y empezó a ser reconocida en toda Europa.
Gubaidulina entiende la música como una forma de religión, en el supuesto sentido etimológico –hay discusiones al respecto– de religare, de reunir aquello que está separado. Para la compositora, vivimos en un mundo que ha olvidado su pertenencia ancestral y que por ello está transitando a una forma de existencia más simple y mecánica, desentendida del oído como vía de conocimiento de la propia alma y, a través de ella, del enigma del ser. De ahí que su obra represente un desafío constante para el oyente, incluso para el melómano, pues anima a abandonar la seguridad de la rutina y atreverse a prestar atención a otras manifestaciones del sonido y restaurar así «la integridad espiritual». En sus partituras es frecuente la inclusión de instrumentos orientales como el bayán o el koto, además de un uso muy particular y preponderante de la percusión, a cuya hegemonía se someten las cuerdas o los metales, a la inversa de lo que ocurre en el lenguaje sinfónico más tradicional.
Quizá la mejor forma de introducirse en su mundo sea con sus dos conciertos para violín, Offertorium (1980) e In tempus praesens (2007), compuesto para la violinista Anne-Sophie Mutter, que estrenó la pieza con Simon Rattle. Offertorium es un conjunto de variaciones en torno a la Ofrenda musical de Bach y algunos aspectos de Anton Webern, las dos influencias que según la propia autora determinaron su vocación. Construido como una compleja meditación orquestal, el ofertorio utiliza todas las posibilidades expresivas del conjunto, con especial gusto, como decíamos, por la percusión: piano, marimba, gong, celesta, todo imbricado con maravillosas corales de cuerda. Como la mayoría de sus obras, la secuencia narra un viaje de la muerte a la resurrección, de la oscuridad a la luz, sin menospreciar ninguno de los grados de la experiencia.
In tempus praesens es una meditación sobre el tiempo. Según Gubaidulina, normalmente, en nuestra vida cotidiana, no tenemos conciencia del presente. La modernidad nos condenó a vivir en el tránsito urgente entre el pasado y el futuro. Solo el sueño, la religión y el arte nos permiten experimentar un presente duradero. De ahí la tensión constante entre la parte del violín y la efervescencia de la orquesta, que juntos parecen desafiar la concepción lineal del tiempo, abriendo a cada paso precipicios que nos obligan a darnos cuenta de que en realidad la música no avanza sino que se mantiene estática, siendo nuestra percepción la que ordena la secuencia de acuerdo con nuestra ilusión de continuidad. Y es justamente en ese estatismo acendrado, como un momento elevado al cubo, donde late el verdadero presente.
Otra composición magistral suya es el Hommage to T. S. Eliot (1987), para soprano y octeto, una exégesis musical de los Cuatro cuartetos (1943), la obra en la que el poeta cuenta la historia de su conversión al anglocatolicismo y, a través de él, a una especie de espiritualidad ecuménica, un viaje que forzosamente debía resultar muy afín a Gubaidulina: «Cuando lenguas de llama se entrelacen / en coronado nudo de fuego / y el fuego y la rosa sea uno». También Sonnengesang (1997), basada en el Canto al sol de San Francisco y dedicada a Rostropovich por su setenta aniversario, es una obra imponente, en este caso de alabanza a todo lo vivo.
Mención aparte requerirían sus partituras más ortodoxamente sacras, como su terrorífica Pasión según San Juan o Las siete palabras –de Cristo en la cruz, claro–, para chelo, bayán y cuerdas, una obra inmensa en la que al principio parece oírse el zumbido de las moscas en tono al cuerpo del crucificado para luego, por ejemplo en el tercer movimiento («En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso») o en el sexto («ya se ha cumplido»), dar paso a una repentina música celestial, libre de toda contingencia y llena de una alegría muy parecida a la del Paradiso de Dante, mientras el bayán va desgarrando los últimos restos de materia. Como decía Eliot, a la modernidad le está vetado el lenguaje de la alegría, pero, en determinadas expresiones radicales, vuelve a aparecer incorrupto, salvado.
Además de sus cuartetos de cuerda, también es muy recomendable su escasa y muy poco divulgada obra para piano, compuesta en su totalidad en la década de 1960 y consistente tan solo en una Chacona, una Sonata y unos cuantos Juguetes musicales para niños –no se pierdan el sexto, la «canción del pescador», de una belleza hipnótica, que hace soñar con los oídos fascinados de una niña afortunada. Tanto la Chacona y la Sonata son algo así como la personal visión de la autora de la literatura pianística rusa, en especial de Prokoviev, briosa, brillante, tensa, casi inhumana.
Enlaces recomendados:
Aquí el álbum con Offertorium y Hommage a T. S. Eliot:
Aquí otro con In tempus praesens, tocado por Anne-Sophie Mutter:
Aquí un interesante documental sobre su obra pianística, subtitulado en español:
Y aquí su breve pieza para niños, “La canción del pescador”:
A Sofia Gubaidulina, en fin, se le podrían dedicar, mutatis mutandis, las palabras que Joseph Brodsky escribió para Anna Ajmátova, un alma afín a la suya, otro ejemplo de lo mejor que ha dado nuestra especie: «Alma grande y excelsa, por ser tú quien la compuso, / te hago una reverencia a través de los mares; me inclino ante tu parte corruptible que yace / en la tierra natal a la que devolviste / el don de la música entre los sordomudos».