Lo que nos ha enseñado Rafael Nadal
«Si algo aprendo cuando sigo un partido de Nadal es a esforzarme a levantar el ánimo cuando decae, a apretar los puños y aguantar las embestidas de la vida y a no perder demasiado la fe de superación»
El problema que uno tiene para escribir sobre Rafael Nadal (Manacor,1986) es que siente que se le han agotado todos los epítetos de admiración sobre un tenista de leyenda. A mi juicio el mejor deportista español de la historia. Rafa tiene todo y ha ganado todo. Y sin embargo, no ceja en ese espíritu de sacrificio, superación y ambición tan poco acordes con el carácter español. Trasciende a las proezas de otro legendario como Miguel Induráin. El ciclista navarro era más frío. Nunca caía y nunca fallaba a diferencia de Nadal. Pero ahí está precisamente la grandeza y la humanidad del manacorí, que cuando flaquea remonta. Incluso cuando muchos como yo lo enterramos deportivamente hablando antes de tiempo.
El triunfo ayer en la final del Australia Open frente al ruso Daniil Medvedev es aún más meritorio en su ya dilatada carrera. Ante todo porque supone que sea el primer jugador en la historia de haber ganado 21 Grand Slam (Australia, Roland Garros. Wimbledon y EEUU) superando por ahora los veinte que atesoran Roger Federer y Novak Djokovic. Pero más que esa estadística lo verdaderamente notable es que Nadal llegó a Melbourne tras seis meses sin jugar por culpa de la lesión crónica en el pie izquierdo y con el añadido de haberse contagiado semanas antes del coronavirus y de haber tenido que pasar la obligada cuarentena en España.
Esto es lo más increíble como así él lo ha ido reconociendo durante el torneo australiano, que supo silenciar todo el ruido previo que generó la exclusión de Djokovic por haber entrado al país sin la vacunación obligatoria. Nadal ha manifestado que para él era casi un milagro haber podido competir durante estas dos semanas. Incluso sopesó estos meses pasados la posibilidad de retirarse definitivamente de la actividad deportiva por sus problemas físicos. Lo volvió a repetir ayer tras recibir el trofeo, aunque también adelantó que sigue teniendo ganas y que aún no se plantea abandonar la cancha.
Con Nadal todos hemos aprendido un poco de medicina por culpa de sus malditas lesiones. Miramos en su momento en el diccionario lo que significaba el síndrome de Hoffa, una patología que afecta a la rodilla, cuando anunció una breve retirada de la competición en 2004, justo en un momento complicado anímicamente por coincidir con la separación de sus padres; y más tarde tuvimos de nuevo que hacerlo, el año pasado, con el de Müller-Weiss, que afecta al escafoide y que deriva en una artrosis degenerativa. Esta dolencia es incurable.
Rafa no ha tenido deportivamente hablando una vida fácil. Los entendidos siempre han comentado que de no ser por sus problemas de rodilla y de pie hubiese podido agrandar más todavía su vitrina de títulos. Él mismo ha llegado a declarar que juega siempre con dolor, un dolor que cuando es insoportable le obliga a abandonar un encuentro. De ahí la admiración que siempre he tenido por este tenista, educado y respetuoso con el contrario a diferencia de otros muchos del circuito. En eso ha tenido buena parte de culpa su tío y ex entrenador Toni Nadal, quien siempre le enseñó buenos modales desde sus inicios en el deporte.
A principios de mes llegó a Melbourne corto de preparación con su entrenador Carlos Moyá y parte de su equipo y con la filosofía de darlo todo: «Vamos a tope y si me rompo me rompo». Fui de los que pensaba que en este Australia Open no llegaría más allá de los cuartos de final y más cuando vi que había necesitado cinco horas para derrotar al joven canadiense Denis Shapovalov tras cinco mangas agónicas. Perdió cuatro kilos y sufrió un golpe de calor en ese encuentro y jugó casi al límite. Tampoco creí mucho en sus posibilidades para deshacerse en semifinales de Mario Berrettini, la nueva estrella del tenis italiano, que tiene encandilado a su país tras largo tiempo de sequía de raquetas.
Y en la final de ayer, que seguí como imagino gran parte del país pegado a la tele desde primera hora de la mañana con una emoción y unos nervios indescriptibles, confieso que tiré la cuchara desde la mitad del primer set y más aún cuando en el segundo Medvedev parecía inexpugnable e impávido frente a los silbidos de un grosero graderío en contra del ruso y volcado abiertamente con el de Manacor. Me dije equivocadamente que la edad le estaba pasando factura a Nadal, camino de los 36 y diez años mayor que su rival, hasta la fecha número dos del ranking mundial. Pero el tenista balear es de otra pasta. Poco a poco fue minando al ruso, equilibró la desventaja con victoria en el tercero y cuarto sets y en una quinta manga de infarto doblegó a un Medvedev que no llegaba a creérselo. Por segunda vez se repetía la historia en los enfrentamientos entre ambos en grandes torneos. En 2019 Rafa lo derrotó en cinco sets en la final del US Open, en un partido donde el ruso fue siempre por detrás pero a punto estuvo de llevárselo en el quinto. Otro éxito de Nadal y otro lexatín para calmar los nervios por mi parte.
Esa es la grandeza del tenis, un deporte en que la cabeza influye tanto o más que las piernas. Nadal, ganador de nada menos que 13 Roland Garros consecutivos, nunca había tenido demasiado suerte en Australia donde, sin embargo, ha estado presente con la de ayer en seis finales. Esta del domingo es su segunda victoria. La anterior se remonta a 2009 frente a Roger Federer.
En 2012 tuve la suerte de presenciar en directo la final contra Djokovic. El ambiente era bien distinto al de ahora. El público animó desde el primer momento al serbio. El español no perdió la compostura y creí incluso que podía llevarse el partido después de que en el cuarto set Nole tuvo que llamar a los fisios por calambres. El serbio hizo el teatro habitual en él y paró más de una vez el match. Pero se repuso y ganó la quinta manga y el torneo ante el júbilo de los aficionados mayoritariamente serbios y la rabia de los pocos españoles que estábamos en la Rod Laver Court. Creo que el encuentro rozó las seis horas. Cuando llegué a mi hotel comenzaba a clarear en Melbourne.
Si algo aprendo cuando sigo un partido de Nadal es a esforzarme a levantar el ánimo cuando decae, a apretar los puños y aguantar las embestidas de la vida y a no perder demasiado la fe de superación. Sin embargo, confieso que son más las veces que no tengo ni la constancia ni la confianza de Rafa y aún menos su voluntad de superación. Tan pronto aparecen nubarrones tiro la toalla. Como decía ayer en la retransmisión de la final en Eurosport el tenista catalán Alex Corretja, al que se le quebró la voz con la última bola: «Señores, señoras, padres, madres, niños, niñas, pónganse este partido más veces, pónganlo en las escuelas para aprender». Y en cierta manera es verdad, porque lo de Rafa Nadal ayer es mucho más que el triunfo de un tenista. Es la victoria contra el imponderable. El resultado de la constancia y el esfuerzo.