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Nadal, cabeza de Nobel

«Nada nuevo bajo el sol y la lluvia de octubre. Menos mal que los mitos no mueren nunca, con Nobel o sin él»

Nadal, cabeza de Nobel

Rafa Nadal.

El jurado de los Nobel ha concedido el de Literatura a la surcoreana Han Kang (Gwangju, 1970). En La vegetariana refleja la fragilidad de la vida humana; en La clase de griego camina entre el sufrimiento y la esperanza. En ambas obras nos coloca frente al espejo y descubre la confrontación con nuestro ser interior. Lo que somos; lo que nos conmueve de aquellos a quienes admiramos y el desasosiego que nos producen aquellos a quienes detestamos. Esperanza y sufrimiento. Kang es la primera Nobel nacida en los años setenta y la decimoctava escritora que lo alcanza. ¡Ay, si los académicos suecos se detuvieran en prodigios como Rafael Nadal, la mejor cabeza del Deporte, rasgo distintivo en la épica de sus triunfos! Sorprendieron con el de Literatura en 2016 al concedérselo a Bob Dylan, por «sus nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense…».

No, no se trata de iniciar una campaña en favor de este tenista universal. Rafa no es ni físico, ni químico, ni fisiólogo o médico, ni un «literato» como Dylan, ni Obama ni Carter ni Kissinger para que le den el de la Paz. Tampoco es economista. Nadal es Nadal, simplemente un deportista excepcional con la cabeza muy bien amueblada, lejos, no obstante, de la mente maravillosa de Stephen Hawking, sepultado en el agujero negro de los genios insuficientemente valorados en Estocolmo. Dicen que las dudas sobre sus teorías le privaron del Nobel. La cuestión, en cualquier caso, es destacar la importancia de Rafa dentro y fuera de las pistas y reconocer sus extraordinarios méritos, como lo hizo el jurado de los Premios Príncipe de Asturias al otorgarle el de los Deportes (2008).  

La ocurrencia de imaginar a Rafa recogiendo un Nobel seguramente sea producto de la monotonía que invade nuestro otoño, por la baja producción de serotonina y el exceso de melatonina. Otro síntoma de la «depre» estacional. Conseguimos combatirla, aliviarla, durante un tiempo fugaz, mientras conservamos la visión de los colores ocres, amarillos y verdes entremezclados, tan indescriptibles como añorados el resto del año. Nos recuperamos del bajón, o lo intercambiamos, cuando escuchamos que Iniesta y Nadal dejarán de entretenernos, de asombrarnos, de llenar nuestros vacíos existenciales, de protegernos contra la rutina y el hastío; de distraernos de confabuladores, felones, tramposos, narcisos y autócratas, ególatras de medio pelo que nos tienen en un sinvivir. 

Driblaremos al desánimo otoñal con la imagen de aquel gol del minuto 116 en Johannesburgo, hace 14 años. ¡Cuánta luz antes de regresar a la cruda realidad! A Iniesta «de mi vida» le asaltaron las dudas en la cima y recurrió a la ayuda de un especialista para superar el trauma. Inició la retirada al trasladarse del fútbol emergente de Japón al experimento balompédico de Emiratos Árabes, un quiero y no puedo que disfraza con millones las paupérrimas entradas de los estadios, algunos, campos de Regional en España con un aforo de 4.000 espectadores que jamás cuelgan el cartel de no hay entradas. Incluso el fútbol femenino de estas latitudes es más pujante, pero sin exagerar. En este capítulo es más el ruido que la recaudación. Mas ellas no se rinden. Y hacen bien. El fútbol femenino, más limpio y menos teatral que el masculino, no puede competir, sin embargo, con el de los varones. Le queda trecho, mucho trecho, por recorrer. Que no desfallezcan. Que sigan el ejemplo de Rafa Nadal, paradigma del luchador contra las adversidades.

Casi toda su carrera ha transcurrido con dolor, entre lesiones (21). Nunca se rindió. Los dos últimos años, desde que ganó Roland Garros (14 trofeos inalcanzables), le han llevado por el camino de la amargura. Compitió con perfil bajo en varios torneos para llegar a los Juegos de París. Alcanzó la meta volante, pero no cruzó la pancarta definitiva. Entonces se planteó que, con 38 años y una trayectoria plena de éxitos, la leyenda intachable, lo procedente era dejarlo. Anunció su retirada un 10 de octubre de 2024, 48 horas después de la despedida del autor del gol más celebrado y valorado en toda la historia del fútbol español; sí, más que el de Marcelino.

«Dimiten» los ídolos –que no dejan de serlo– acuciados por la edad o empujados por las lisiaduras y, modelos entre las personas ejemplares, no consiguen que quienes se hacen la foto con ellos en la victoria y les reciben en sepulcros blanqueados conjuguen el verbo dimitir y se apunten a la retirada antes de que los retiren. Apenas un mes del fin del verano, con la hormona de la felicidad a la altura de los tobillos, a los próceres –es un decir– les abandonó la vergüenza y el karma, enterrado en la última la playa o enredado en alguna palmera: se les acaba el chollo y sólo la comunicación del jubileo de Andrés y Rafa les ha dado un respiro frente al Milton que los acecha. Si hubiera un Nobel para la mentira, se lo habrían concedido a Goebbels, un artista en la materia, a quien le crecen los malos discípulos como las setas en esta época del año; no son aventajados sino patéticos imitadores. Ni siquiera son originales.

De la perversión y la mala baba de quienes detentan el poder avisó en los albores del siglo XX Alissa Zinovievna (San Petersburgo,1905), Ayn Rand desde que se mudó de Rusia a Estados Unidos. Caló a esta estirpe monipódica y nos avisó con La rebelión del Atlas del más negro porvenir. «Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada». Nada nuevo bajo el sol y la lluvia de octubre. Menos mal que los mitos no mueren nunca, con Nobel o sin él.

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