La FIFA golea a Qatar
El fracaso económico, deportivo y diplomático del país organizador contrasta con el inmenso negocio de Infantino y compañía: 7.200 millones de euros por el ciclo del Mundial 2022
Ya bien adentrados en la competición, un primer balance del Mundial se inclina por la sensación de fracaso del país organizador en todos los órdenes. Para gozo de casi todo el planeta, por cierto. Los alardes petromillonarios, adobados con una noción diferente (por decirlo de forma suave) de los derechos humanos, han fomentado una animadversión culminada en el morbo de ver al arquetipo de ricachón impenitente sucumbir a algo bastante parecido a un astuto desvalijamiento. El problema es que el urdidor de la trama no es precisamente Robin Hood.
En la apertura del torneo, y después de abroncar a Occidente (así, en general) por su «hipocresía» en los ataques a la organización catarí del Mundial, el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, hizo balance de los ingresos de su organización del ciclo de este Mundial (incluida la fase clasificatoria): 7.200 millones de euros, mil millones más que en Rusia 2018. Tres incorporaciones de última hora a la cartera de patrocinadores elevaron en casi mil millones de euros las previsiones, que ya eran más que jugosas.
El papel de primo en semejante jugada lo ha interpretado Qatar. The Economist no se andaba por las ramas en su gran previa del evento: «¿Es la Copa del Mundo un enorme despilfarro de dinero?», titulaba. Comenzaba el semanal británico recordando que «los aficionados al fútbol no pueden acusar a Qatar de ser tacaño. El Estado árabe ha gastado 300.000 millones de dólares en los 12 años transcurridos desde que obtuvo los derechos para organizar la Copa del Mundo».
Lo llamativo para unos analistas habituados a medir rendimientos empieza a continuación: Qatar «sólo espera que el torneo inyecte 17.000 millones de dólares en su economía. Gran parte del gasto se ha destinado a la construcción de infraestructuras, incluido un nuevo sistema de metro para acoger a los 1,5 millones de visitantes que se espera que acudan a la mayor fiesta del fútbol. Los organizadores insisten en que todas las obras servirán para algo incluso después de los goles del torneo. Así lo esperan».
Bien es cierto que, «como inversión, los megaeventos deportivos son casi siempre un fracaso», recuerda The Economist. «Entre 1964 y 2018, 31 de los 36 grandes eventos (como las Copas del Mundo o los Juegos Olímpicos de verano e invierno) acumularon cuantiosas pérdidas, según investigadores de la Universidad de Lausana. De los 14 Mundiales analizados, solo uno ha sido rentable: el de Rusia en 2018 generó un superávit de 235 millones de dólares, impulsado por un enorme acuerdo por los derechos de retransmisión. Aun así, el torneo solo logró un retorno de la inversión del 4,6%».
A continuación, el reportaje muestra el mecanismo de los artífices del golpe: «Casi todos los gastos más importantes recaen en el país anfitrión. La FIFA sólo cubre los de funcionamiento. Sin embargo, se lleva la mayor parte de los ingresos: la venta de entradas, los patrocinios y los derechos de retransmisión van a parar a sus arcas». Aunque los datos solo incluyen «los gastos relacionados con las sedes, por ejemplo, la construcción de un estadio y la logística, como los costes de personal. Ignora el valor de los proyectos indirectos». Y se supone que «algunos proyectos de infraestructuras hacen que las economías sean más productivas a largo plazo».
En España, por ejemplo, los clubes de fútbol tiraron durante muchos años de las reformas de sus estadios para el Mundial 82. En el caso de Qatar, sin embargo, la rentabilidad en ese sentido es más que dudosa. La población local mostró en el partido inaugural el alcance de su pasión por el fútbol: los comentaristas deportivos extranjeros acreditados no daban crédito al presenciar cómo muchos de los supuestos aficionados se iban del estadio en el descanso porque su equipo iba perdiendo. El fracaso también ha sido deportivo, por lo tanto.
La pérdida de dinero no parece preocupar mucho a las autoridades cataríes. Será por dinero. El triste papel de su equipo sobre el terreno de juego y el nulo apoyo de la ciudadanía quizás hayan dolido más en su proverbial orgullo. Pero el objetivo último de su Mundial, se podría argumentar, tenía que ver con el llamado soft power, la diplomacia cultural. O sea, el fútbol como una gran operación de marketing.
Aunque la organización está siendo óptima, el fracaso diplomático resulta obvio. En vez de aminorar la distancia con las democracias liberales occidentales –a las que los líderes cataríes van de vacaciones, a estudiar o, directamente, a vivir–, el Mundial la ha resaltado. Conforme se acercaba el evento, aumentaban las protestas por las discriminaciones de minorías o el trato a los trabajadores extranjeros. La prohibición a última hora de llevar brazaletes arco iris a las selecciones fue la gota que colmó el vaso.
La repulsa ha saltado de la prensa y las organizaciones independientes a las instituciones públicas. El jueves, la Eurocámara aprobó una resolución que, además de señalar la corrupción «rampante, sistémica y profundamente arraigada en la FIFA», se ensañaba con Qatar denunciando la situación de los Derechos Humanos en el país y la muerte de miles de trabajadores de la construcción durante los preparativos.
Por buscarle algo positivo a la inversión, es cierto que nadie les quitará a los cataríes el tremendo networking que supone tener en los palcos vips de sus estadios a lo más granado de la economía y la política mundial, una élite siempre ávida de saraos de este tipo. Los palcos del Bernabéu y el Nou Camp llevan tiempo mostrándonos (veladamente, por supuesto, estas cosas se hacen con discreción) las posibilidades del fútbol en este sentido. Además, el espectro de oportunidades de negocio que se abren encaja muy bien con la estrategia de diversificación que los países del Golfo Pérsico llevan tiempo desarrollando. Que algún día el petróleo no dará para más y ellos seguirán necesitando sus yates y palacios.