¿Va la economía mundial hacia un doloroso ajuste?
Si la inflación persiste y la COVID-19 impone nuevos confinamientos, advierte ‘The Economist’, no podremos repetir el truco de sostener el crecimiento con más estímulos
En una tercera de ABC contaba Wenceslao Fernández Flórez (cito de memoria) la historia de un hombre que se encerró en un quinto piso, abrió la espita del gas, se asomó al balcón con una cerilla en una mano y la caja en la otra y amenazó con volarlo todo. En seguida se formó un corro de curiosos en la acera de enfrente y, como nunca falta uno que dice: «¡Venga ya, menos lobos!», el pirómano raspó un fósforo. Por fortuna, estaba húmedo. Tampoco prendió el segundo. Solo lo logró a la tercera, pero entonces no salía el gas. Mientras, alguien había avisado a los bomberos. Tardaron más de lo previsto por culpa del tráfico y, cuando al fin llegaron, la escalera telescópica no se desplegaba. Tuvieron que subir por dentro del edificio, manguera en ristre, y al llegar al quinto se dispusieron a derribar la puerta, pero se habían dejado el hacha en el parque y, entre que discutían si mandaban a buscarla o procedían a cabezazos, el pirómano desistió.
Imaginen, reflexionaba Fernández Flórez, que la primera cerilla hubiera prendido, o que el gas hubiese salido a la tercera: habría saltado todo por los aires. Y si los bomberos hubieran aparecido a tiempo y no se hubiesen olvidado el hacha, habrían destrozado la puerta e inundado todo para nada. Los hados se habían conjurado para que el daño fuera mínimo. Y concluía: qué suerte tenemos de que en este país no funcione nada.
Pensarán que lo ideal es lo contrario, que todo funcione, pero tampoco está exento de pegas. Por ejemplo, ¿qué pasa con los semiconductores? Su elaboración requiere una alta especialización, lo que ha estimulado una división internacional del trabajo. Estados Unidos diseña, el sureste asiático fabrica y China ensambla. Esta fragmentación ha facilitado que cada actor asuma las tareas en las que es más eficiente y ha hecho posible que disfrutemos de un producto barato y de calidad. «Una hipotética alternativa en la que varias cadenas autosuficientes suministraran a cada región», calcula un artículo de Boston Consulting Group, «habría requerido un aumento adicional de la inversión de un billón de dólares, encareciendo entre un 35% y un 65% los microchips y, por consiguiente, los dispositivos que los incorporan».
El inconveniente de esta configuración es que la capacidad está muy ajustada y, al menor contratiempo, se descabala y te para las plantas de automóviles, de teléfonos, de ordenadores. Lo mismo ocurre con otros muchos artículos cuya manufactura hemos deslocalizado. La reacción natural es: vamos a traerlos de vuelta, y no discuto que haga falta algún retoque en la cadena mundial de suministros, pero sería un error ir más allá. La autarquía es bastante menos sólida que una red diversificada de proveedores. Hay que dar tiempo al tiempo y dejar que las piezas de la maquinaria se reajusten, algo que poco a poco va sucediendo.
¿Y no nos exponemos a que, entre tanto, los precios se descontrolen? Los bancos centrales insisten en que la tensión es transitoria y no van a hacer nada, y The Economist coincide en que «la respuesta de manual a una inflación originada por una restricción de la oferta es ignorarla». Después de todo, subir los tipos «no va a desbloquear los puertos ni reponer las reservas de gas». El problema es que no estamos ante una mera restricción de la oferta. «También ha habido un exceso de demanda». La expansión monetaria y fiscal nos ha llenado de dinero los bolsillos y, como el confinamiento nos impedía invertirlo en bares, cines y discotecas, nos hemos dedicado a comprar todo tipo de objetos, «desde videoconsolas a zapatillas deportivas». Recuperar la normalidad requiere la vuelta a un patrón tradicional de consumo, con menos bienes y más servicios, y no es sencillo. En Estados Unidos las cafeterías, los restaurantes, los comercios no encuentran empleados. Y si la variante delta nos enclaustra de nuevo, como estamos viendo en Austria, ¿qué vamos a hacer? «El mundo», escribe The Economist, «no puede repetir el truco de sostener el crecimiento con unos estímulos que desvían el gasto de los servicios hacia los bienes». Si la normalidad no regresa por su pie, se impondrá «un doloroso ajuste».
Es un escenario inquietante, pero resulta improbable que vivamos otro episodio de sobreconsumo como el de 2020. La COVID-19 pudo cogernos desprevenidos una vez, pero ya tenemos la bicicleta estática y la perrita para salir a pasear y no vamos a volver a comprárnoslas. Y aunque a los fabricantes les cuesta responder a un tirón brusco de la demanda, cuando este persiste, adaptan su producción. Dicho en términos más técnicos, la oferta es inelástica en el corto plazo y elástica en el largo.
No nos dejemos intimidar por el corto plazo. Ponernos a relocalizar y desmantelar una cadena logística que ha costado décadas poner en pie sería un dislate. No carece de inconvenientes, pero son preferibles a las delicias de aquella España de Fernández Flórez en donde la gran suerte era que nada funcionaba.