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Economía

Super Bowl: el arponazo de 4,5 millones de dólares al Gran Negocio Americano

El truco publicitario de un personaje como Jim el Rey de los Colchones subraya el carácter simbólico del partido, termómetro del pulso económico del país

Super Bowl: el arponazo de 4,5 millones de dólares al Gran Negocio Americano

AFP

Los americanos adoran la épica. Y el dinero. La síntesis de ambas pasiones se encarna todos los años en una historia que desciende a la Tierra Prometida con el nombre de Super Bowl. El domingo que viene se disputa la LVI edición del partido que decide el campeonato nacional de fútbol americano. Detalles como los números romanos con el que suelen referirse los medios del país a la edición del evento revelan una escala semántica ascendente desde el deporte hasta cotas simbólicas estratosféricas. En la cima se pueden contemplar escenas como la de un tipo capaz de apostar 4,5 millones de dólares a que los Bengals de Cincinnati (el Medio Oeste, Heartland de vaqueros y granjeros a la antigua usanza) les ganarán a los favoritos, los Rams de Los Angeles (la California de Hollywood y Sillicon Valley). Una osadía con truco, como veremos más adelante.

Porque tampoco nos engañemos: el simbolismo americano está alicatado hasta el techo de dólares contantes y sonantes. Las cifras más características del poderío de la Super Bowl son, probablemente, las relacionadas con la publicidad, con anuncios de medio minuto para el descanso a 6,5 millones de dólares. Pese a lo prohibitivo del precio, la NBC tuvo que bloquear a finales de verano las compras para guardarse ases en la manga hasta última hora, mientras que en la edición anterior la CBS todavía tenía inquietantes huecos en el mes de diciembre. Los expertos consideran el cambio de inercia como un síntoma de la superación de la crisis pandémica. 

Y aquí entramos de lleno en la convergencia entre dinero y símbolo que tan fructífera puede ser en la búsqueda del sentido de los fenómenos (si lo que busca son acumulaciones de cifras sobre la Super Bowl, no se preocupe, las encontrará por todos lados estos días). El evento por antonomasia de la industria del ocio en EEUU acumula estadísticas que apasionan a los americanos. El año pasado se batió un récord nefasto: el de menor asistencia público en directo de la historia. Debido a la pandemia, el acceso al James Stadium, en Tampa Bay (Florida), se limitó a 22.000 asistentes. El partido lo ganaron los Buccaneers, que jugaban en casa (una coincidencia: el estadio se decide mucho antes de conocerse los finalistas) dirigidos por el quarterback Tom Brady… ¡de 43 años! Ídolo absoluto del deporte en EEUU, Brady representó a la vieja escuela en su lucha contra el extraño virus que vino (al menos ese es el discurso nacionalista en EEUU) de China, el gran rival en el horizonte imperial. 

Para mayor gloria de la narrativa, Brady anunció la semana pasada que se retira. Tras su último servicio, cede el testigo a las nuevas generaciones justo a las puertas de la Nueva Era poscovid. El negocio del fútbol americano la afronta en su mejor momento. Paradójicamente. O no, que diría Shumpeter y su inevitable teoría de la destrucción creativa. Dando por sentado que el negocio se sustenta en al soporte televisivo, buceamos en la historia de la Super Bowl y descubrimos que el gran salto adelante en este sentido llegó por una circunstancia no muy distinta del coronavirus. Hace justo 40 años, un terrible temporal encerró en sus casas a los televidentes de toda la Costa Este el día de la Super Bowl. Un evento ya por entonces muy popular llegó al 49% de los hogares de EEUU, con una cuota de pantalla del 73%. La economía estadounidense, cada vez más enamorada de la industria del ocio, recibió el gran flechazo del Cupido capitalista. Las audiencias del partido fueron subiendo año tras año hasta que en 2010 destrozaron al gran mito de la TV nacional al superar en cuota al último capítulo de la serie MASH emitido en 1983. Dos años después se llegó al gran pico, con 115 millones de espectadores. En paralelo, el dinero cobrado por la publicidad fue creciendo hasta llegar a los 485 millones de dólares en la última edición. El pastel es tan grande, que los derechos de emisión lo comparten tres grandes cadenas históricas, CBS, NBC y FOX (la ABC no pudo aguantar el ritmo y renunció), que se turnan su explotación. Este año le toca a la NBC.

El coronavirus no ha podido parar el negocio, a diferencia de la crisis financiera: los anuncios solo bajaron de precio en las ediciones de 2009 y 2010. Y las perspectivas son optimistas hasta el vértigo. Roger Goodell, comisionado de la liga de fútbol americano (NFL) les vendió en marzo del año pasado los derechos audiovisuales del campeonato (exceptuando el último partido, la Super Bowl, que va aparte) a CBS, NBC, Fox, ESPN y Amazon por 100.000 millones de dólares en 11 años, el doble de lo que sacaban hasta ahora. Nótese que hablamos de derechos «audiovisuales», no televisivos. Y que, además de cuatro canales convencionales, en el pool comprador aparece Amazon. Moraleja: los grandes agentes del pasado, presente y futuro siguen viendo en la NFL un valor seguro.  

Todo apunta a que el negocio irá desplazándose a la «zona Amazon», por así decir, la explotación en Internet (con el ineludible metaverso en lontananza, por supuesto), a la que CBS, NBC, Fox y ESPN intentan adaptarse con todas sus fuerzas. Pero eso solo es una cuestión instrumental, contingente: el Negocio sabe que solo el Contenido es necesario. Y la NFL, con el mascarón de proa de la Super Bowl, sigue siendo caballo ganador en las apuestas.

Nunca mejor dicho. Volvamos al apostador superlativo que mencionamos en el primer párrafo. Su nombre es Jim McIngvale, pero es más (muy) conocido como «Mattress Mack», algo así como el Rey de los Colchones. Propietario de una empresa de muebles en Houston. Protagonista de una de esas típicas historias americanas de hombre hecho a sí mismo (la suya arranca con un camión lleno de muebles y culmina en un patrimonio de 300 millones de dólares), se ha ganado una reputación de celebridad nacional con sus espectaculares apuestas deportivas. La última, 4,5 millones a que el domingo los Bengals de Cincinnati ganarán los Super Bowls, pese a que están claramente por detrás en los pronósticos y su rival, los Rams de Los Ángeles, juegan en casa (ha vuelto a dar la casualidad este año…)

Con el fin del coronavirus, la apuesta adquiere una intensidad simbólica extra. Pese al aumento de casos por la variante ómicron, los dueños del estadio dicen que la Super Bowl será el vigésimo partido que se juegue esta temporada sin límite de aforo. No hay marcha atrás. Y el fútbol americano es la perfecta metáfora del riesgo. De una violencia inusitada, los jugadores sufren serias lesiones, por lo que la liga regular solo tiene 18 partidos. Los playoffs por el título son a partido único, con muchos millones y mucha fama en juego en apenas unos segundos de acción. Y, al final de la escalada, un solo partido, la gran final. El producto premium por excelencia. El éxtasis. Las familias americanas, por supuesto, se reúnen alrededor del televisor para comulgar con la experiencia.

EEUU está hecho de una épica que se encarna en el dinero como representación máxima del éxito, pero solo tras entrar en combustión gracias al movimiento, o sea, la narrativa. Por eso, en realidad, los americanos aman por encima de todo las historias. Hasta el punto de acuñar un término literario asociado íntimamente a su nación: la Gran Novela Americana es el intento con el que todo gran novelista (pero Todo, aunque algunos, pocos, no lo reconozcan) del país intenta captar la forma en que la esencia de éste, sus valores estructurales, se reflejan en la época que le ha tocado narrar. Aunque hay un constante debate sobre qué novelas han alcanzado tal logro, un puñado de ellas han alcanzado una sorprendente (o no, si comparamos intensidades/autoestimas identitarias: ¿se imagina un intento de debate sobre una Gran Novela Española?) unanimidad en la sociedad norteamericana. La que más sobresale en este sentido quizá sea ‘Moby Dick’, de Melville, la historia de un marino que persigue compulsivamente una ballena blanca. La Ballena. Siempre esquiva, siempre más allá, no queda claro (ni debe quedar, ahí la mejor vibración narrativa) hasta qué punto el Capitán Ahab está obsesionado con el éxito de su captura o la experiencia de la persecución. La Ballena. ¿El éxito? ¿La épica?    

Pero, de nuevo, no olvidemos que la narrativa estadounidense termina alicatando la épica con dólares contantes y sonantes. La apuesta de Jim, el Rey de los Colchones, tiene truco. En realidad, se trata de una inteligente maniobra de marketing. Si ganan los Bengals, le caerán 7,7 millones de dólares, pero tendrá que cumplir con la promesa que le ha hecho a sus clientes de reembolsarles el montante de las compras de más de 3.000 dólares en muebles… si ganan los Bengals. En realidad, se trata de algo así como un seguro con más adrenalina y mucho marketing. Lleva tiempo haciéndolo en diferentes deportes, pero su arpón favorito siempre apunta a la gran ballena blanca de la Super Bowl. El año pasado, por ejemplo, apostó 3,46 millones por los Tampa Bay Buccaneers del legendario Tom Brady. Este año serán 4,5 millones a un equipo con mucho menos glamour, poco que perder y mucho que ganar. Jim y su contable (y la Hacienda de EEUU) sabrán si le salen los números, pero no hay duda de la huella que está dejando entre sus compatriotas, vía revuelo en unos medios de comunicación siempre dispuestos a contar las historias que realmente remueven a su audiencia, ávidos de historias de épica y dinero. Sube la apuesta de Jim el Rey de los Colchones. Sube la apuesta por el Gran Negocio Americano.

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