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Ciencia

¿Qué tienen los israelíes que no tengamos los españoles?

La epopeya de la sonda Bereshit pone de relieve el dinamismo de un modelo económico basado en la ciencia

¿Qué tienen los israelíes que no tengamos los españoles?

Zuma Press

Todos los años, las fuerzas de seguridad israelíes organizan un campamento para emprendedores llamado Majanet. El lema es «Inteligente y absurdo» y en él se plantean todo tipo de proyectos disparatados: un cohete que funciona con agua, un avión dirigido por ondas cerebrales, la primera astronave judía. Esta última propuesta se le ocurrió en 2010 a Yariv Bash, un ingeniero de 30 años. Inicialmente pretendía llegar con un cohete de plástico a la línea de Karman, que es el límite entre la atmósfera terrestre y el espacio exterior, pero luego debió de parecerle poca cosa y decidió que lo que había que hacer era llegar a la Luna, qué narices.

«¿Y qué hacen los israelíes cuando tienen una idea?», se preguntan Dan Ravir y Lenor Bar-El en Start Up Babies. «Corren a contárselo a su mejor amigo». A la mañana siguiente, Yariv se puso en contacto con Yonatán Weintraub, un biofísico al que había conocido en el Majanet, y colgó en Facebook un anuncio pidiendo socios. Rápidamente se apuntó Kfir Damari, otro joven emprendedor. Los tres quedaron en un bar de Jolón y, sin más preámbulos, «con una cerveza bien fría en la mano y unos cacahuetes», sacaron una hoja cuadriculada, dibujaron un esbozo de la sonda y concluyeron que aquello se podía hacer por unos cinco millones de dólares.

Así arranca la odisea de Bereshit (Génesis, en hebreo), la única expedición a la Luna dirigida por una organización privada. Start Up Babies es la crónica de esta hazaña improbable y, al leerla, uno no puede por menos de pensar si algo semejante podría haber tenido lugar en España. 

El origen de la riqueza

Para empezar, ¿cuáles son las probabilidades de que tres jóvenes españoles se reúnan en un bar y decidan ir a la Luna?

Yo no lo veo. 

Sí veo, por ejemplo, a uno de ellos diciendo a las seis de la madrugada: «¿A que no hay huevos de irnos a Valencia y tomarnos una paella en la playa de la Malvarrosa?» Y naturalmente que hay huevos de irnos a Valencia.

Pero a la Luna…

¿Y qué tal si les digo que se puede ganar un buen dinero? Adam Smith decía que «no es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses». Lo mismo reza con un israelí: no se crean que es de su benevolencia de donde obtendremos un viaje a la Luna. El israelí emprende generalmente porque piensa que así puede forrarse, a diferencia del español, que piensa que puede forrarse sin emprender generalmente. ¿Y dónde está el negocio de lanzar un cohete? Muy fácil. Otro amigo le avisó a Yariv de que existía un concurso, el Google Lunar X Prize, que ofrecía 20 millones de dólares al primer particular que colocara una nave en el satélite antes del 31 de diciembre de 2012.

Ya está, ¿no? Ellos habían calculado que aquello podía hacerse por cinco millones y el premio eran 20 millones, de modo que les quedaban 15 millones de beneficio bruto. Cinco para cada uno. Como el bote de la Primitiva del pasado fin de semana.

Ocurre, sin embargo, que muy pocos planes de negocio sobreviven al contacto con la realidad y la entrevista que en seguida mantuvieron con el presidente de la Agencia Espacial de Israel no fue alentadora. A los tres minutos de empezar a pasar diapositivas, les interrumpió y les dijo: «No alunizaréis en 2012, costará más de ocho millones y la nave será más grande».

Un país poco serio

Volvamos de nuevo a España.

Omitamos el hecho de que aquí no hay una Agencia Espacial Española operativa, aunque el Gobierno está por lo visto en ello. Pero, bueno, supongamos que tenemos esa Agencia Espacial Española. ¿Se imaginan a su presidente recibiendo a tres jóvenes a los que se les ha ocurrido mandar un cohete a la Luna en una noche de jarana?

Por favor. Este es un país serio.

Y quizás ese sea el problema, porque una de las conclusiones que se desprende de Start Up Babies es que para emprender hay que estar un poco loco. El libro recoge una cita muy reveladora de David Ben-Gurión, el jefe de Gobierno que proclamó en mayo de 1948 la independencia de Israel. «Quien no cree en los milagros», decía Ben-Gurión, «no es realista».

Esta fe maciza en que vas a salir de cualquier atolladero es el legado de siglos de lucha y adversidades, que todavía hoy persisten. Recuerdo una de las últimas veces que viajé a Israel. Había programada una visita a una fábrica y se suspendió porque Hezbolá estaba bombardeando la zona. Y no hace tanto el Gobierno repartió entre la población máscaras antigás por temor a un ataque químico de Siria. 

¿Paralizó eso su economía? En absoluto. Están habituados a desenvolverse en medio del caos. El director de una aseguradora británica que tenía contratado el software con una ingeniería israelí llamó un día a su proveedor y esto es lo que cuenta que le pasó:

«Marco el teléfono y cuando descuelgan del otro lado oigo explosiones. Al principio pensé que me había equivocado de número, pero segundos después reconocí su voz que me decía que […] se encontraba en medio de una emboscada, y estaban en pleno tiroteo. Pensé que estaba bromeando, pero iba completamente en serio. Con todo, se las arregló para decirme que mañana estaría en la oficina y que me llamaría».

Y efectivamente, cumplió su palabra. Al día siguiente le telefoneó, como si no hubiera pasado nada, y le solucionó el problema.

Quién dijo miedo

Otra característica que adorna el temperamento de los israelíes es su entereza en el fracaso. Lejos de ocultar sus patinazos, los exhiben con el orgullo con que el veterano de guerra habla de sus heridas o de los trozos de metralla que lleva incrustados en la pierna. Han creado las Fuckup Nights (literalmente, noches de cagada), un movimiento con delegaciones en todo el planeta cuyos miembros comparten sus pifias profesionales. «Historias de negocios que quiebran, acuerdos de socios que se pelean, productos que deben retirarse del mercado, contamos todo», dice su web. 

Este desprecio del fracaso alcanza extremos enfermizos. Eli Reifman, fundador de Emblaze, le puso a su hijo Jedi, como los caballeros de La Guerra de las Galaxias. Así justifica la canallada: «El significado básico de la paternidad es dificultar las cosas al niño». Tendemos a protegerlos en exceso y lo que hay que hacer es plantearles desafíos. «Cuando le das un nombre problemático, que puede hacer que se rían de él, le brindas la oportunidad de que lidie con esa burla».

Nunca puede descartarse una base biológica, pero en mi modesta opinión esta resistencia a los contratiempos es adquirida y teóricamente emulable. Basta con que los proyectos se financien con lo que en Silicon Valley llaman OPM: other’s people money, o sea, dinero de otro. Piensen en Elon Musk. Lo despidieron de Zip2 y PayPal y en SpaceX reventó varios cohetes antes de lograr poner uno en órbita. ¿Se arredró por ello? En absoluto. ¿Está hecho de una pasta especial? Tampoco. Simplemente ha seguido la sabia regla del OPM. Perder, lo que se dice perder, ha perdido poco. De Zip2 se fue con 22 millones de dólares y de PayPal, con 180 millones. En esas condiciones, ¿quién tiene miedo al fracaso? Si Musk ha llegado (literalmente) a la estratosfera es porque ha aprendido a poner no la otra mejilla, sino la mejilla de otro. 

En España, por el contrario, muchas compañías se financian con crédito y, cuando fallan, dejan mucha deuda y poca satisfacción. Por eso no abunda el emprendedor serial. Pruebas una vez y a la siguiente dices: pasa tú delante, que a mí me da la risa.

Viva la ciencia

Al final, la aventura de Bereshit no costó ni cinco millones ni ocho millones, sino casi 100 millones. Hay pocos sitios donde semejante error de previsión pueda subsanarse. Israel lo logró porque, además de acceso a capital abundante, dispone de una urdimbre de profesionales densamente interconectados. Si se te ocurre una idea, hay decenas de foros como el Majanet donde exponerla y reclutar socios que complementen aquellas facetas en las que tú flojeas: la programación, las finanzas, la publicidad, el diseño, lo que sea. 

Este ecosistema no se improvisa de un día para otro, pero al éxito de la sonda lunar contribuyó además la condición de pueblo asediado de los judíos. Ninguna otra nación es más consciente de la importancia de la ciencia. Durante un debate celebrado en los años 90, un árabe preguntó al profesor Moshé Lissak cómo 600.000 personas sin formación militar habían conseguido imponerse a siete ejércitos en 1948. «Mi erudito amigo», contestó Lissak, «pensar que los derrotamos entonces es precisamente el mayor error que cometen ustedes. Los derrotamos mucho antes de la guerra de independencia. Sucedió en 1925, el día en que fundamos la Universidad Hebrea de Jerusalén».

Los promotores de Bereshit no se fijaron un objetivo científico concreto aquella noche en el bar de Jolón. Ese fue de hecho el reproche que le hicieron a Damari durante una charla de presentación: ¿qué sentido tenía invertir en una nave espacial habiendo tantos asuntos mucho más urgentes, como el desarrollo de medicamentos? «Un proyecto como el lanzamiento de una nave espacial», contestó Damari, «tiene el potencial de dar lugar a más científicos que cualquier campaña para fomentar la ingeniería, la física o las matemáticas, y estos científicos pueden dar una mejor respuesta a esas otras necesidades». 

La sala guardó silencio un instante y luego prorrumpió en una cerrada ovación.

El final

El 11 de abril de 2019, la fecha prevista para el alunizaje, Israel entero estaba pendiente de la maniobra. La expectación era enorme. En el panel de llegadas del aeropuerto internacional Ben-Gurión le habilitaron un slot. «Vuelo: Bereshit. Destino: La Luna. Hora estimada de llegada: pendiente de confirmación».

No voy a reventarles el desenlace, pero, ¿saben qué? Tampoco es relevante. Como en el poema de Kavafis, lo que importa es el camino. Esa es la moraleja de esta aventura. Tres jóvenes que deciden ir a la Luna no porque haya nada que hacer allí ni porque den una paella buenísima, sino porque ello te brinda un hermoso viaje del que vas a volver más sabio y más experto.

Y si encima te las arreglas para que te lo paguen otros, puede que hasta más rico.

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