Mi cliente hace el mal (pero paga bien)
En plena polémica por la gestión del embargo económico a Rusia por los diferentes países de la UE, y con la tendencia de la inversión ESG de fondo, se publica un libro sobre el pasado nazi de las grandes compañías alemana
Pongamos que Putin es un criminal de guerra (cuestión peliaguda, pero establezcamos la hipótesis, sin entrar en el fondo). ¿Podemos dejar de comprarle el gas si la alternativa consiste en que nuestra población se muera de frío? ¿Y si no se va a morir de frío, pero sus facturas e impuestos van a subir más que notablemente? La política es el arte de lo posible. Cita celebérrima atribuida, entre otros, a Otto von Bismarck, artífice de la unificación alemana. Ya saben por dónde voy… ¿Y la moral? El alemán por antonomasia, Immanuel Kant, decía que no, que ahí lidiamos con un valor absoluto, frente a utilitarismos de jaez más bien anglosajona.
Justo en esta tesitura, David de Jong, ex reportero de ‘Bloomberg’, ha tenido la muy oportuna (según para quién, claro) ocurrencia de publicar el libro Nazi Billionaires: The Dark History of Germany’s Wealthiest Dynasties. The New York Times se ha apresurado a pedirle una colaboración en forma de largo artículo que ha caído como una bomba, nunca peor dicho, en ciertos círculos actualmente un poco… digamos que estresados por lo que está ocurriendo en Ucrania.
Sostiene De Jong que «la columna vertebral de la economía alemana actual es la industria automovilística», y matiza que no se trata solo de que aporte el 10% del PIB nacional, sino que, sobre todo, marcas como Porsche, Mercedes, BMW y Volkswagen «son reconocidas en todo el mundo como símbolos del ingenio y la excelencia industrial alemana». Aunque sus méritos se antojan evidentes, De Jong recuerda que «estas compañías gastan millones en imagen de marca y publicidad para asegurarse que se las considera de esa manera». Sin embargo, añade irónicamente, «gastan menos dinero y energía en discutir sus raíces», cuando, y aquí llega el golpe, «pueden rastrear el origen de su éxito hasta llegar directamente a los nazis». El remate llega con ejemplos tan reales y documentados como bochornosos: «Ferdinand Porsche persuadió a Hitler para que pusiera en marcha Volkswagen. Su hijo, Ferry Porsche, que creó la compañía, fue oficial voluntario de las SS». Y siguen recuerdos en ominosa sepia de Herbert Quandt, creador de la actual BMW, Friedrich Flick, mandamás de Daimler-Benz…
De Jong concluye con la verdadera chicha del asunto: «En un país al que se alaba tan a menudo por su cultura del recuerdo y la contrición», echa de menos «un reconocimiento honesto y transparente de las actividades durante la guerra de algunas de las familias más ricas de Alemania». Y propone una explicación: «¿Merecen estos hombres que se les defienda porque por su condición de potentes símbolos del resurgir de Alemania y su poder económico? ¿En Alemania todavía importa más celebrar el éxito en los negocios que reconocer los crímenes contra la humanidad? O la verdadera respuesta es algo más simple: quizás el país está en deuda con unos pocos multimillonarios y sus multinacionales que están más atentos a proteger sus reputaciones que a asumir su pasado».
Alemania afronta actualmente un dilema moral complejo. Su ingente consumo de gas (allí hace bastante frío) depende en muy buena parte de la producción rusa. La Unión Europea se ha significado sin ambages (retóricos, al menos) a favor de Ucrania y, por lo tanto, en contra de Rusia. Como la escalada militar se antoja una barbaridad, se plantearon sanciones económicas, incluso un bloqueo. Y aquí comenzaron las divergencias entre los países miembros. A nadie le sorprendió que la Hungría de Orban, por ejemplo, desafinara, pero las reticencias del gobierno alemán, siempre tan sensible (por ese sentimiento de contrición del que hablaba De Jong) a cualquier violencia contra la soberanía nacional ajena sí que llamaron la atención de una forma bastante incómoda para muchos. El problema de fondo estribaba en que Putin tenía de rehenes a las calefacciones (y/o monederos) de sus ciudadanos.
El paralelismo con el caso nazi podría plantearse de la siguiente forma: si en vez de perdonarle a los pioneros de la industria automovilística sus flirteos con determinados monstruos a cambio de prosperidad se les hubiera aplicado un castigo ejemplar, borrándolos (cancelándolos, se diría ahora) de la vida social alemana, quizá otros alemanes posteriores se lo hubieran pensado dos veces antes de flirtear con otros, digamos, protomonstruos. Repito que trabajamos con la hipótesis de que Putin es un criminal de guerra; el lector puede cambiar las piezas y desarrollar el experimento mental con las hipótesis de un Putin heroico defensor de la verdad frente a un ‘mainstream’ manipulador, un Putin agresivo pero como todo líder en una guerra y un etcétera tan largo como su imaginación y opinión al respecto le permta. Pero la cuestión es que, en lo que hoy conforma de hecho la opinión pública de lo que podríamos llamar Occidente, Putin aparece como un monstruo. Y quienes no están contra él…
Por ejemplo, un tipo con un currículum que incluye el ejercicio de uno de los cargos políticos más cargados de legitimidad moral (de nuevo, según el consenso generalizado de nuestra opinión pública) del mundo: el de canciller de Alemania. Durante su época al frente del gobierno de la locomotora de Europa, entre 1998 y 2005, el socialdemócrata Gerhard Schröder impulsó la creación de un enorme gaseoducto, el NordStream, que hacía su país dependiente energéticamente de Rusia. No pasó ni un año entre que abandonó su oficina en la cancillería oficial y ocupó un puesto en el consejo de NordStream. Según The New York Times, fue el mismo Putin el que lo llamó para ofrecérselo advirtiéndole: «¿Tienes miedo de trabajar con nosotros?» El «no» de Schroeder encaja en el paralelismo antes mencionado con los magnates del nazismo.
Los últimos datos conocidos sobre su sueldo en NordStream hablan de 250.000 euros anuales, pero se sospecha que han aumentado considerablemente. En cualquier caso, diez años después, el «premio» aumentó al añadirles Putin y cia otro cargo en la petrolera rusa Rosneft a razón de unos 600.000 euros al año. A todo esto se añade, por supuesto, el dinero público del otro extremo del gaseoducto, el alemán, a través de las pensiones por los cargos que desempeñó a lo largo de su carrera política. Cuando estalló la guerra de Ucrania y la figura de Putin se hizo insostenible, Schroeder no solo no renunció al (lucrativo) abrazo del oso ruso, sino que se mostró orgulloso de su conexión, e incluso amistad, con Putin en varias entrevistas. La opinión pública lo destrozó. Hasta su alma mater, la Universidad de Göttingen, le retiró el doctorado honoris causa que le concedió en los tiempos en que su imagen estaba asociada a una modernidad alemana progresista, especialmente sensible a conceptos como… los derechos humanos. Como algún tocayo suyo que también alterna otra profesión con la de conseguidor, Gerhard alega no haber hecho nada ilegal… y a finales de junio culmina (o no) el proceso de selección al puesto en el consejo de la petrolera Gazprom (el premio gordo de verdad en Rusia) al que había aplicado. Ya a la vista la cima del Olimpo de los oligarcas, a Gerhard no le convenía renunciar a Zeus mismo.
Recapitulemos. Estábamos jugando con la hipótesis de que Putin es un monstruo, pero también, y aquí viene un paso importante, que hacer negocios con monstruos es… ¿monstruoso? Hay quien puede opinar que se trata de cosas distintas. Moral y economía. Otra opción, prudente, consiste en alegar al concepto de prescripción: en algún momento hay que cerrar heridas y mirar hacia adelante, porque las regresiones pueden prolongarse hasta el infinito en una mente demasiado escrupulosa (¿puedo comprarle un chicle a un tipo cuyo tatarabuelo segundo le dio la mano a un tirano bangladesí?)
En esta segunda posibilidad hay, claro, mucho margen entre el extremo del (un poco estúpido, la verdad) ejemplo y comprarte por capricho un diamante de sangre, extraído y comercializado gracias a la explotación demostrada y actual de miles de seres humanos. Además, en su favor operan dos circunstancias. Por un lado, la superabundancia de información que consumimos impide que pasen desapercibidas tantas relaciones causa-efecto entre la actividad económica y el sufrimiento como pasaban antes de internet, por ejemplo. Por otro lado, se percibe algo así como un afinamiento de los instintos morales (algunos podrán congratularse de ello como una correcta dirección del proceso evolutivo, otros quizás recelen de una posible hiperestesia paralizante). En el ámbito económico, su máxima expresión es la inversión ESG, cifras de moda que responden a los conceptos enviromental, social y governance. La consultora Deloitte explica que «hacen referencia a los factores que convierten a una compañía en sostenible a través de su compromiso social, ambiental y de buen gobierno, sin descuidar nunca los aspectos financieros». Su origen «se remonta a los inicios de la década de los 2000 y ha sido el resultado de la evolución de lo que se conocía como Inversión Socialmente Responsable (ISR)» hasta llegar a «un enfoque holístico de todos los procesos de una compañía que le permite ver el alcance del impacto que trasciende al negocio».
Llámese progreso moral, llámese márketing (de hecho, han surgido términos como «greenwashing» o ecoblanqueo, para denunciar el uso falseado, meramente publicitario de la vertiente medioambiental), el hecho es que hay incluso índices bursátiles selectivos que agrupan y clasifican a las empresas según esos criterios. Y los fondos de inversión, por ejemplo, compiten por premios ad hoc. La cuestión es que la inversión ESG funciona … también en términos de rentabilidad. La sociedad tiene cada vez más conciencia y, además, especialmente en tiempos convulsos como estos, prefiere relajarse pensando que ha dejado su dinero en manos fiables. En general: en principio, un malvado tiene más papeletas para estafarte. Sandra Crowl, stewardship director de Carmignac, asegura que los fondos ESG «han registrado una rentabilidad superior a la de sus índices de referencia no solo este año, sino a lo largo de los últimos años. Desde el prisma de la gestión del riesgo, respaldar estas empresas constituye lógicamente la decisión adecuada».
La inversión en Hitler no le salió muy bien a Alemania en su momento. Eso está claro. Veremos cómo termina la que hizo medio siglo después en Putin.