La mejor receta para desenmascarar a un demagogo es darle alguna responsabilidad
Cuando condenas a los salvapatrias al exilio institucional, no sufren desgaste y pueden dedicarse tranquilamente al toreo de salón y a gritar desde la barrera
Los sistemas electorales tienen poco que ver con el azar y, el español no es ninguna excepción. Su diseño fue objeto de acalorados debates durante la Transición. Manuel Fraga, el fundador de Alianza Popular, defendía uno mayoritario, a imagen y semejanza de su admirado Reino Unido, donde Franco lo había mandado de embajador. El principal inconveniente de este modelo es la falta de representatividad. En cada circunscripción se elige a un único candidato, lo que tiende a concentrar el voto en dos grandes partidos. La principal ventaja es que el ganador disfruta de una amplia mayoría.
El PSOE y el Partido Comunista eran, por el contrario, partidarios de un sistema proporcional. Es más democrático en el sentido de que deja menos fuerzas fuera del Parlamento, pero también propicia su fragmentación y, en los casos extremos, dificulta la formación de gobiernos. En Bélgica han llegado a tardar 541 días en designar al primer ministro.
Al final, se optó por una solución mixta, de inspiración proporcional, pero matizada por la ley d’Hondt y la circunscripción provincial. El motivo de este diseño lo expuso con conmovedora franqueza Óscar Alzaga, miembro de la Comisión Constitucional y activo militante de la Unión de Centro Democrático. Se trataba de un «encargo político» mediante el cual «el Gobierno [de Adolfo Suárez] pudiese obtener mayoría absoluta». Puesto que los sondeos le concedían «un 36%-37% de los votos, se buscó hacer una ley en la que la mayoría absoluta pudiese conseguirse con alrededor del 36%-37%. Y con un mecanismo que en parte favorecía a las zonas rurales, donde en las proyecciones preelectorales UCD era predominante frente a las zonas industriales, en las que era mayor la incidencia del voto favorable al Partido Socialista».
De ahí, el comentario de otro taimado político ucedeo, Pío Cabanillas, en vísperas de unas elecciones: «Todavía no sé quiénes, pero ganaremos».
Lo sorprendente es que, pese a estos sesgados orígenes y a nuestra ejecutoria histórica, que, como escriben los investigadores Ignacio Lago y José Ramón Montero, registra «una mareante sucesión de leyes, reales decretos y decretos electorales; alrededor de 20 desde 1810, con un promedio de un nuevo texto cada seis años»; lo sorprendente es que el sistema vigente haya sobrevivido cuatro décadas, y no porque no carezca de defectos.
El primero es su pecado original: se concibió para impedir que la izquierda accediera al poder. Esta crítica, sin embargo, se acalló tras el triunfo arrollador de Felipe González en 1982. De hecho, desde la aprobación de la Constitución han gobernado más tiempo los socialistas (25 años) que los conservadores (18).
Otro inconveniente es que consagraba el duopolio de PP y PSOE, sofocando en la cuna la emergencia de cualquier alternativa. Rosa Díez lo denunció incansablemente, pero los resultados de Podemos, Ciudadanos y Vox a partir de 2011 han demostrado lo equivocada que estaba.
Finalmente, y esta es una tercera objeción más difícil de desmontar, la combinación de la fragmentación propia del modelo proporcional y la sobrerrepresentación de las formaciones que concentran el voto en determinadas provincias, ha otorgado un peso decisivo a nacionalistas y radicales, que a menudo se han erigido en los árbitros de la estabilidad. Muchos analistas miran, por ello, con envidia a Francia, cuya Constitución de corte gaullista confiere al inquilino del Elíseo generosas facultades que lo hacen inmune al chantaje de los pequeños barones.
Sangre, sudor y lágrimas
La democracia es un gran invento, pero incluso sus más fervientes partidarios debemos reconocer que, desde el punto de vista tecnológico, deja bastante que desear. El voto, por ejemplo, es un instrumento muy burdo. Con una única papeleta hay que manifestar si se está conforme con la gestión económica, la educativa, la territorial, la diplomática… Al final, lo usamos como una garrota: la alzamos en el aire cuando las cosas van bien y, cuando se tuercen, golpeamos con ella al que manda. Esto último es lo que venimos haciendo desde el colapso de Lehman Brothers. Como señalaba hace poco aquí el profesor de Harvard Peter Hall, en los principales países occidentales el apoyo al centroderecha y centroizquierda ha caído del 86% de 1980 al 62% de 2018. En esas tres décadas, las formaciones radicales han pasado del 9% al 24%.
Las crisis dan alas a los demagogos. Los choques de oferta como el que estamos sufriendo dejan escaso margen. Si el petróleo pasa en dos años de 17 dólares a 103 y el gas cuadruplica su precio, los gobernantes apenas pueden amortiguar el impacto en los agentes más débiles. La mayoría deberemos asumir que somos más pobres y adaptarnos a la nueva situación. En eso consiste el pacto de rentas que propugna el Banco de España: hay que repartir los costes de la crisis. «En el caso extremo», argumenta, «de que las empresas pretendieran que sus márgenes unitarios se mantuvieran intactos, la reducción del poder de compra de las rentas de los hogares terminaría por traducirse en una menor demanda de la producción de las empresas. En el otro extremo, el mantenimiento pleno del poder adquisitivo de los trabajadores supondría una amenaza para la capacidad de las empresas de generar recursos suficientes para llevar a cabo sus procesos de inversión y, en último término, para su propia supervivencia».
Por desgracia, cada vez que las autoridades plantean sacrificios, abren la puerta a los líderes providenciales, con su catálogo de remedios milagrosos que alivian el dolor y carecen de efectos secundarios.
Y lo que hay que hacer es dejarlos entrar.
Toreo de salón
A principios de los años 90, en vista de las críticas que suscitaba el modelo electoral español, se invitó a un grupo de expertos internacionales para que valoraran su reforma. Su conclusión fue, sin embargo, que había que dejarlo como estaba. Sobrerrepresentaba a los nacionalistas, pero ¿qué era mejor? ¿Tenerlos dentro meando hacia afuera o fuera meando hacia adentro? Y aunque respetaba una razonable proporcionalidad, tampoco obstaculizaba la construcción de mayorías parlamentarias.
Es verdad que la atomización del espectro político tras la Gran Recesión ha agudizado la inestabilidad. Pedro Sánchez se ha visto obligado a armar lo que Alfredo Pérez Rubalcaba bautizó como «coalición Frankenstein» y se pasa el día haciendo equilibrios en el alambre como un funambulista.
Pero, ¿qué ocurriría si prestara atención a quienes le reclaman que cierre una gran coalición con el PP? Cuando condenas a los demagogos y los salvapatrias al exilio institucional, no sufren desgaste. Pueden dedicarse tranquilamente al toreo de salón, y las sillas se les dan de maravilla. Hay que invitarlos a bajar a la arena, ponerlos delante de un miura de 500 kilos y ver qué tal se manejan con la muleta y el estoque. Es lo que ha sucedido con Pablo Iglesias. Su paso por la vicepresidencia ha sido breve, pero suficiente para poner en evidencia la inanidad del personaje.
Por el contrario, como observaba el sociólogo Narciso Michavila tras el triunfo de Emmanuel Macron, el sistema galo es «bastante perverso», porque «deja a muchísimos votantes sin representación». Y cuando se impide que los candidatos nuevos asuman responsabilidades ejecutivas, acumulan «el voto de los descontentos». Marine Le Pen ya está «en el 41%, mucho más que su padre».
Es cuestión de tiempo que acceda al poder. A ver qué les parece entonces la ley electoral francesa a sus admiradores.