Su inflación, gracias
La inflación se ha instalado en la cotidianeidad hasta adquirir la densidad de un arquetipo
Y llegó. Vaya si llegó. No descarte que lo que veía venir Fernando Arrabal en aquel famoso programa-delirio de su tocayo Sánchez-Dragó era la inflación. Concepto de moda, ineludible tema de conversación, incluso pesadilla recurrente si nos ponemos estupendos, la inflación se ha instalado en la cotidianeidad hasta adquirir la densidad de un arquetipo. Los especialistas (y los no tanto) lo han analizado, discutido y cuñadeado ad nauseam, hasta el interesante punto actual en el que el ciudadano común empieza a reclamar para sí la esencia del fenómeno, más allá (o más acá) de las teorías abstractas y el redoble de tambores de los institutos de estadística. ¿En qué me afecta a MÍ la inflación?
El año pasado, tras percibir el creciente hartazgo de la población con el mareo teórico, el Banco Central Europeo (BCE) diseñó un software para que el consumidor individual mida cómo le afectan personalmente los datos de la inflación. Después de ilustrar al europeo medio (medio-bajo, es muy divulgativo) sobre el concepto, dispone una «Calculadora» (sic) en la que podemos introducir nuestro gasto mensual en 12 conceptos, cada uno con diferentes subsecciones, desplegables o no a gusto del (más o menos tiquismiquis) consumidor. Desde «Alimentos y bebidas no alcohólicas», al amplio cajón desastre de «Otros bienes y servicios» (seguros, servicios financieros, protección social, cuidado personal…), pasando por el vergonzante «Bebidas alcohólicas, tabaco» o el temible (tal y como está la cosa) «Vivienda, agua, electricidad, gas y otros combustibles», la parte del león,
El BCE denomina al resultante «estimación de la tasa de inflación personal», es decir, «una media «ponderada» de las tasas de inflación de todos los bienes y servicios que una persona consume»: si adquiere más bienes y servicios que registran subidas de precios más altas, su tasa de inflación personal será superior a la de alguien que compra más bienes y servicios con subidas de precios menores. La calculadora descarga en cuanto se actualizan, mensualmente, los datos sobre la evolución de los precios del Statistical Data Warehouse del BCE. Se puede elegir toda la zona euro o un país específico. Al rellenarla, en cada casilla aparecen unas barras que comparan el impacto de la inflación en el bolsillo del usuario en ese apartado concrete con el de la media del país seleccionado. Más abajo, se despliega una batería de gráficos con el porcentaje total personal y nacional, los bienes y servicios con mayores y menores variaciones en el mes actual, y una fiebre (nunca el léxico infográfico fue tan tristemente adecuado) llamada Su historia de inflación personal, en el que podemos comprobar cómo se ha ido ensanchando a lo largo del tiempo el agujero en nuestro bolsillo.
En otro apartado, previo al link estrella del sitio, la calculadora, el BCE hace un modesto pero loable esfuerzo fenomenológico. Con el título de Inflación medida oficialmente e inflación percibida, reconoce la zozobra del ciudadano: «Con bastante frecuencia nuestras percepciones no coinciden con las cifras oficiales de inflación. ¿Cómo es posible que la inflación medida se mantenga baja a pesar de que los precios de las verduras frescas aumentan vertiginosamente y los medios de comunicación informan de grandes subidas de los alquileres en las grandes ciudades?» Compensa leer el texto completo, fácil y no muy largo, pero básicamente, da estas razones: «Las subidas de precios reciben mayor atención que los precios estables o descendentes [que, al parecer, haberlos, haylos…] y se recuerdan durante más tiempo». «Los hábitos de consumo influyen en su tasa de inflación «personal»», y aquí entra la polémica de la elección de la famosa «cesta» de bienes y servicios elegida por los estadísticos para la inflación oficial. «Las tasas de inflación reflejan variaciones de los precios en comparación con su nivel del año anterior, pero nuestra memoria va más atrás», claro, normalmente, hasta aquel tiempo mítico en que te subían el sueldo, aunque fueran unos eurillos. «Las variaciones de los precios medidos también pueden deberse a cambios en la calidad o la cantidad de los productos», con mucho listillo que combate la inflación quitando unos gramitos al paquete de arroz que mando a los supermercados.
En Estados Unidos, este tipo de cosas se deja al arbitrio del americano individual (valga la redundancia) mismo, al que no suele interesarle demasiado que un señor del Gobierno le diga dónde le duele. Aunque hay iniciativas privadas al respecto para quien la quiera consumir. The New York Times, por ejemplo, publicó la semana su propia calculadora, con un despliegue interesante de gráficos comparativos y análisis de cada uno de los criterios elegidos… muy a la americana. La primera pregunta es: «¿Te compraste un coche el año pasado?». Y así todo. Merece la pena echarle un vistazo, aunque solo sea por el valor sociológico. Todavía conviene conocer al amigo americano, por mucho que digan. También, en esa línea, se deja escuchar el podcast del mismo diario unos días después en el que Ben Casselman intenta explicar «por qué la inflación no nos afectas a todos de la misma manera».
Mientras, las más sesudas meninges de la investigación académica intentan desentrañar las causas y, sobre todo, los posibles efectos de la percepción de la inflación por el común de los mortales. Pertrechadas de rigurosas encuestas a núcleos familiares, surgen cosas como el Revisiting the inflation perception conundrum, publicada por Kim Abildgren y Andreas Kuchler en Journal of Macroeconomics. O el Households’ Perceived Inflation and CPI Inflation: the Case of Japan que Yusuke Takahashi y Yoichiro Tamanyu acaban de sacar en el Bank of Japan Working Paper Series. Todos, desde diferentes puntos del mercado global, insisten en la necesidad de conectar la percepción real del ser humano con cara y ojos (y productividad peligrosamente oscilante) con las políticas económicas de los gobiernos y las instituciones financieras.
No me resisto, sin embargo, a mencionar un caso específico. Quizás útil como aviso. En Una inflación de tipo ‘cultural’, Ernesto O’Connor, de la Pontificia Universidad Católica Argentina, explica que el problema nacional con el concepto «data de largas décadas, y el país es conocido en el mundo como un caso de estudio específico, tanto a partir de la persistente inflación registrada desde la década de 1840 hasta la actualidad, como por el proceso hiperinflacionario de 1989». Su conclusión: «Los errores del pasado no han servido como aprendizaje, y se repiten una y otra vez». A mí, personalmente, me llama la atención el adjetivo «cultural», matizado con unas comillas en el que creo escuchar los ecos de la ironía porteña, capaz de colarse hasta en el más sesudo análisis académico. Ojo a acostumbrarnos a la inflación. Si pasan los años y sigue desplazando al tiempo como conversación de ascensor, sí que tendremos un problema gordo.