La crisis de la migración no es que haya mucha, sino poca, dicen los Nobel Banerjee y Duflo
La carestía del suelo, la nostalgia del hogar y la incertidumbre inmovilizan a millones de personas en lugares donde llevan una existencia improductiva
Uno de los 101 dilemas éticos que el filósofo Martin Cohen plantea en su libro homónimo es el naufragio del acorazado Espíritu del Norte. Un torpedo ha alcanzado su sala de máquinas y se hunde sin remedio en las grises y gélidas aguas del Atlántico. Apenas ha dado tiempo de arriar unos pocos botes salvavidas y, alrededor de uno de ellos, resuenan desesperadas las peticiones de ayuda. El capitán Pedernal da, sin embargo, instrucciones de ignorarlas. Van hasta arriba, razona, y cuando el joven grumete Tomás logra acercarse a nado y aferrarse con sus manos yertas a la regala, Pedernal ordena a Pepe, el cocinero:
—¡Devuélvelo al océano!
¿Debe Pepe obedecerle?
Etnonacionalismo cuasifascista
La analogía de Cohen está tomada de un artículo de Garrett Hardin. Este ecologista la empleó en 1974 para rebatir a quienes defendían una política migratoria de puertas abiertas. «Metafóricamente hablando», escribió, «cada nación desarrollada puede considerarse un bote salvavidas lleno de gente relativamente próspera. A los pobres del planeta que bracean a su alrededor les encantaría subirse», pero «el espacio es limitado». Reconoce que es una situación dura y, para quienes se sienten culpables de su buena suerte, tiene una sencilla recomendación: «Salten al agua y dejen su sitio a otro».
La entrada que la Wikipedia dedica a Hardin aclara que el Centro Legal sobre la Pobreza Sureña lo ha incluido en una lista de supremacistas cuyas publicaciones eran «francas en su racismo y su etnonacionalismo cuasifascista», pero no pocos occidentales comparten su visión de que estamos lo suficientemente apretados como para admitir a nadie más a bordo. La sensación de acoso es particularmente intensa en Estados Unidos, donde han llegado a investir presidente a un candidato que, entre otras cosas, se comprometió a levantar un muro en la frontera con México.
«El análisis económico de la inmigración a menudo se reduce a un silogismo atractivo», argumentan los premios Nobel Abhijit Banerjee y Esther Duflo. «El mundo está lleno de pobres que como es lógico ganarían mucho más si encontraran la manera de llegar hasta aquí […], donde es evidente que está todo mucho mejor. Por lo tanto, en cuanto pueden, abandonan el país donde se encuentran y se vienen al nuestro, lo que hace que los salarios disminuyan y la mayoría de nosotros vivamos peor».
«La lógica», añaden, «es simple, seductora y errónea».
Lo que dice la evidencia empírica
Para empezar, la mera diferencia de rentas no incita por sí sola a emigrar. «Los lugares de donde la gente parece más desesperada por salir, como Irak, Siria, Guatemala e incluso Yemen, no son ni mucho menos los más pobres», observan Banerjee y Duflo. A menos que «se dé un desastre que las expulse de sus casas, las personas prefieren quedarse en ellas», porque el éxodo es una aventura erizada de peligros y de incógnitas.
Tampoco es verdad que la entrada de forasteros degrade el bienestar en las regiones de destino. «La investigación empírica sugiere que […] cuando se mide durante un periodo superior a los 10 años, el impacto de la inmigración en los salarios de los nativos es, en general, muy modesto», sostiene la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. La explicación es que las naciones no son botes salvavidas con una cantidad fija de puestos. Estos aumentan o disminuyen en función de la demanda y los recién llegados necesitan comida, ropa y vivienda, lo que abre nuevas oportunidades de negocio.
Los emprendedores locales aprovechan asimismo la abundancia de mano de obra barata para acometer otros proyectos. Y no se produce una mera sustitución. Los inmigrantes se ocupan de las tareas que nadie quiere o provocan un desplazamiento de los nativos a puestos de mayor cualificación. En España, mujeres que antes de la gran ola migratoria de la década de 1990 trabajaban como empleadas del hogar se hicieron cajeras, y muchos peones de albañil pasaron a dirigir cuadrillas.
Finalmente, la inmigración es una carrera de obstáculos tan exigente, que no es sorprendente que quienes la superen sean superdotados. Un informe del Centro Americano para el Emprendimiento desveló en 2017 que el 43% de las 500 compañías de la lista de Fortune las fundó o cofundó un expatriado o un descendiente suyo. «Henry Ford», recuerdan Banerjee y Duflo, «era hijo de un inmigrante irlandés. El padre biológico de Steve Jobs era de Siria. Sergey Brin nació en Rusia. Jeff Bezos lleva el apellido de su padrastro […] cubano».
La solución al dilema
«La auténtica crisis de la migración no es que haya mucha», concluyen Banerjee y Duflo. «En la mayoría de los casos, no comporta un coste económico para la población nativa y proporciona algunos beneficios obvios a los migrantes. El verdadero problema es que a menudo la gente no quiere o no puede desplazarse, dentro o fuera de su país natal, para aprovechar las oportunidades».
La carestía del suelo en las zonas más dinámicas, el temor a perder la red de seguridad de la familia y la incertidumbre inmovilizan a millones de personas en aldeas atrasadas, donde están condenadas a llevar una existencia improductiva e insatisfactoria.
Así que no, Pepe el cocinero no debe obedecer al capitán Pedernal, ni lanzarse al agua, como sugiere Hardin. «Hay otra forma de rescatar a Tomás y de salvar a la vez el bote», dice Cohen: «tirar al capitán por la borda».
Metafóricamente hablando, claro. Basta con no votarle en las próximas elecciones.