¿Podría «la mano invisible» de Adam Smith protegernos de la colisión de un meteorito?
Con todos los líos que tenemos en este planeta (la inflación, Ucrania, Taiwán), es curioso que la NASA se ocupe de un asteroide que flota a millones de kilómetros.
Hace unos días, la NASA estrelló una sonda contra el asteroide Dimorphos para desviar su trayectoria. Acertarle a un blanco de apenas 160 metros de diámetro que flota en el vacío a casi 11 millones de kilómetros de la Tierra es, sin duda, un alarde de balística, «algo sacado de los libros de ciencia ficción y de los episodios de Star Trek», como ha señalado el científico jefe de la misión. Pero con todos los líos que tenemos ahora mismo encima de la mesa (el gas, la inflación, la subida de los tipos, Ucrania, Taiwán), ¿era eso de verdad una prioridad? Wenceslao Fernández Flórez diría que es un excelente ejemplo de cómo los políticos inventan problemas para sus soluciones.
Sin embargo, como explican en este vídeo los economistas Tyler Cowen y Alex Tabarrok, la probabilidad de morir como consecuencia de la colisión de un cuerpo celeste es similar a la de fallecer en un accidente de aviación. Y se preguntan: «¿Podría la mano invisible protegernos de los asteroides?»
Por qué los países tienen el tamaño que tienen
Hace unos años entrevisté en la Fundación Rafael del Pino a David Friedman. El apellido seguro que les suena. Es hijo del Nobel Milton Friedman y, justamente para alejarse de su alargada sombra, optó por doctorarse en física. No tardó en descubrir, para su desgracia, que era «un físico del montón». Como científico social, por el contrario, el instrumental matemático adquirido durante la carrera le proporcionaba una clara ventaja. Decidió aprovecharlo en algún área alejada del ámbito de influencia de su hiperactivo padre y su primer artículo versó sobre una cuestión política: por qué los países tienen el tamaño que tiene.
Su tesis, según me contó, «es que los Estados son como empresas cuyo objetivo no es maximizar el bienestar de los ciudadanos, sino extraerles toda la riqueza posible sin que mueran de inanición. Naturalmente, los ciudadanos no se dejan, así que los Gobiernos deben urdir algún modo de retenerlos. Los principales son tres: tener una superficie muy grande, levantar un muro o, el más inteligente, crear barreras lingüísticas y culturales». O sea, fomentar el nacionalismo.
Como pueden deducir de su respuesta, Friedman considera meras pamplinas toda la retórica progresista sobre la vocación de servicio de los gobernantes y su bondad intrínseca, y esta aversión a lo público se materializaría años después en La maquinaria de la libertad, un libro en el que intenta demostrar que no necesitamos al Estado para nada.
La solución es el comercio
Igual que Jean Jacques Rousseau muchos siglos atrás, Friedman intenta responder al dilema que plantea, por un lado, nuestro deseo de hacer lo que queremos en todo momento y, por otro, las ventajas indudables que entraña someterse a la disciplina de la cooperación. La respuesta del filósofo ginebrino era elegante en su formulación, pero terrible en sus consecuencias. Sostenía que todas las personas razonables alcanzarán necesariamente la misma conclusión y que los discrepantes lo son por ignorancia o maldad, lo que abriría las puertas a todos los justificadores de gulags que vendrían después.
Friedman entiende, por el contrario, que la cuestión moral de qué debo hacer tiene «más de una respuesta honesta» y que nadie está legitimado para imponer la suya a los demás. Descartada, por tanto, la fuerza, los otros dos medios de recabar la colaboración ajena son el amor y el comercio.
El primero funciona muy bien, pero únicamente en grupos pequeños o para propósitos limitados. Para objetivos complejos («como publicar este libro, por ejemplo», me decía señalando La maquinaria de la libertad), el amor no sirve.
Pero si te las arreglas para que alguien te dé lo que deseas a cambio de proporcionarle tú a él algo que quiere, se puede lograr una convivencia armónica y libre. En eso consiste el comercio y no existe absolutamente nada que no pueda suministrar.
El no tan Salvaje Oeste
Hasta Adam Smith admitía que ciertos servicios no pueden confiarse al mercado. Básicamente, la defensa nacional, la administración de justicia y la financiación de algunas grandes obras. Pero la esclerosis que puso de manifiesto la crisis del petróleo en la década de 1970 llevó a muchos economistas a fantasear si no ejecutaría también esas funciones más eficientemente un entramado de agencias privadas operando en régimen de competencia.
Terry Anderson y P. J. Hill, de la Universidad de Montana, incluso encontraron un precedente. En un artículo titulado An American Experiment in Anarcho-Capitalism, desmintieron que el Salvaje Oeste hubiera sido tan salvaje como Hollywood lo había pintado. Los colonos se dotaron rápidamente de instituciones privadas que garantizaban el orden: patrullas de vigilantes, asociaciones de ganaderos e incluso tribunales de mineros con sus instancias de apelación y revisión. Y pese a que no hubo presencia estatal durante décadas, las estadísticas de criminalidad no fueron significativamente distintas de las del resto del país.
Un grave fallo
Cuando terminó La maquinaria de la libertad, Friedman envió un ejemplar a su querido profesor de la Universidad de Pennsylvania, James Buchanan. A este Nobel de Economía se le encuadra generalmente dentro la escuela austriaca, cuyos miembros se cuentan entre los más firmes detractores del Estado, pero su reacción no fue la anticipada por Friedman. Encontró en el libro «un grave fallo». El mercado de leyes, decía, funciona razonablemente cuando se parte de un consenso previo, como sucedía con los colonos occidentales, cuyas ideas de lo que era justo no variaban demasiado. Pero cuando ese sustrato común falta, la coerción e incluso la aniquilación del otro resultan inevitables. Esa fue la suerte que corrieron los indios.
Como admiten Anderson y Hill: «No todo fue paz».
Propiedades inusuales
Podemos (y debemos) debatir sobre el tamaño ideal del Estado, pero hay ámbitos en los que es superior a la iniciativa privada. Uno de ellos, como Buchanan le hizo ver a Friedman, es la justicia. Otro es la protección de los asteroides. Como sostienen en su vídeo Cowen y Tabarrok, se trata de un bien que ofrece «algunas propiedades inusuales».
Un par de pantalones, argumentan, únicamente puedes ponértelos después de pagar por ellos, pero los beneficios de un escudo contra meteoritos los disfrutarás tanto si pagas como si no. Por consiguiente, nos gastamos el dinero en pantalones y confiamos en que otros más aprensivos se encarguen de los cuerpos celestes. El resultado es que nadie lo hace.
La libertad es un don que debemos preservar celosamente, pero hasta Friedman me reconocía que en determinadas circunstancias debe sacrificarse en aras de un bien superior. Y recurría curiosamente al ejemplo de un bólido extraterrestre: «Si un asteroide se dirigiera contra la Tierra y el único modo de evitar la catástrofe fuera robarle a alguien una máquina, yo desde luego se la robaría».
Por fortuna, no haría falta. Para eso está la NASA.