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La otra cara del dinero

Un nuevo estudio confirma que existe «escasa evidencia» de un agotamiento de los recursos

Las empresas emplean cada vez menos materias primas porque supone un ahorro de costes que, en un mercado competitivo, se traduce en mayores beneficios

Un nuevo estudio confirma que existe «escasa evidencia» de un agotamiento de los recursos

Las alertas sobre el fin inminente del petróleo son habituales desde los años 60 del siglo pasado. En la imagen, una plataforma. | TO

Platón (427-347 a. C.) vivió una era turbulenta.

Amaba Atenas y se sentía orgulloso de haber nacido en ella, pero desde su nacimiento todo se desmoronaba a su alrededor. «Los desastres se encadenaban unos a otros sin tregua», escribe el novelista Vintila Horia en La séptima carta. «La guerra [del Peloponeso], los largos años de peste, las derrotas que sucedían a las poco duraderas victorias, la muerte que se abría paso en todas las familias, la crueldad de griegos contra griegos…»

En sus escasos momentos de paz, tendido sobre la hierba, el filósofo comenzó a concebir cómo sería «una ciudad perfecta, gobernada por leyes sin tacha».

La erección de un régimen que infundiera en sus ciudadanos la virtud y careciera, por ello, de maldad e injusticia ha obsesionado desde entonces a los intelectuales y el resultado han sido, por lo general, distopías autoritarias e igualitaristas. Tomás Moro era partidario de abolir la propiedad privada, a la que achacaba «la pesada e inevitable carga de la pobreza y la miseria». Tommaso Campanella planteó que todos los habitantes de su Ciudad del Sol vistieran la misma ropa. Y la Cristianópolis de Johannes Valentinus Andreae era solo levemente más liberal: contemplaba dos trajes, el de faena y el de bonito, como en la mili.

El elemento común a estas ensoñaciones es que el hombre es un lobo para el hombre y conviene atarlo corto, si no queremos que arrase con todo.

El poder de la libertad

Los hechos han desautorizado a estos visionarios.

La apuesta por la libertad se ha revelado altamente rentable. Salvo los sectarios más rabiosos, pocos niegan a la economía de mercado su contribución a la reducción del hambre y la pobreza, a la prolongación de la esperanza de vida o a la erradicación del analfabetismo.

No obstante, persiste una última reticencia.

Todas estas proezas las ha conseguido el capitalismo a base de crecimiento. ¿Es posible seguir progresando sin someter los recursos a una presión insoportable? «Nuestro modelo económico y nuestro sistema planetario están en guerra», asegura Naomi Klein en Esto lo cambia todo.

El razonamiento sigue siendo el mismo de Robert Malthus.

«Durante siglos», explica Calum Chace, «Inglaterra osciló entre los dos y los seis millones de habitantes. Cuando la paz coincidía con una buena cosecha, la cifra se ampliaba, para contraerse nuevamente cuando la imposibilidad de sustentar a la creciente población la sumía en la hambruna». Malthus arguyó que estos ciclos de abundancia y escasez eran ineludibles, porque «los medios de subsistencia aumentan en una progresión aritmética», mientras la población lo hace «en una geométrica».

Maltusianos después de Malthus

Las revoluciones industrial y verde han terminado con este fatal patrón, pero no con los maltusianos.

Uno de ellos es el entomólogo Paul Ehrlich, que lleva alertando desde los años 60 de la catástrofe que causará la explotación de los recursos. En una famosa apuesta, el economista Julian Simon le propuso lo siguiente: «Escoja los recursos que quiera y cualquier plazo superior a un año. Si su precio sube, usted gana y, si baja, gano yo». Ehrlich eligió cinco (cobre, cromo, níquel, estaño y wolframio) y los cinco bajaron.

A pesar de ello, Ehrlich insiste en contar a sus alumnos de Stanford que el fin se acerca.

Aparte de algo de cabezonería, lo asiste cierta razón. Los precios son un indicio necesario, pero no suficiente. Los mercados de algunas materias distan de ser competitivos y se mueven al compás de perturbaciones geopolíticas que poco tienen que ver con la escasez. Y esta es, a sensu contrario, compatible con precios bajos en el corto plazo.

Escasa evidencia de un agotamiento

Así que los investigadores Felix Pretis, Cameron Hepburn, Alexander Pfeiffer y Alexander Teytelboym han ido un paso más allá.

Además de las cotizaciones, han considerado otras dos variables: la disminución de la producción, que «puede darse si un mineral se vuelve más difícil y caro de extraer», y la relación entre las reservas y la producción, cuya reducción revelaría que el ritmo al que aumentan los hallazgos de nuevos yacimientos es inferior al de la demanda.

¿Y cuáles han sido los resultados?

Tras analizar la tendencia de 48 materias primas entre 1957 y 2015, han encontrado que tanto la ratio reservas/producción como los precios se han mantenido estables, a pesar de que la producción no ha dejado de crecer. «Existe escasa evidencia de un agotamiento de las materias primas a corto plazo», concluyen.

El fuego del ingenio y el combustible del interés

¿Cómo se explica tan feliz evolución?

Una combinación de tecnología y capitalismo, sostiene el investigador principal del MIT Andrew McAfee. La tecnología nos brinda soluciones y el capitalismo proporciona los incentivos para que la gente busque y aplique esas soluciones. Como gráficamente apuntó Abraham Lincoln, se trata de rociar «el fuego del ingenio con el combustible del interés».

En esta ecuación, importa el talento innovador, pero los incentivos desempeñan un papel vital y, cuando no están correctamente alineados, llevan a situaciones indeseables.

Chace recuerda que la URSS formó parte de la Convención Internacional para la Regulación de la Caza de Ballenas desde su nacimiento en 1946, pero en las décadas posteriores incumplió sistemáticamente su cuota. ¿Por qué? Porque el objetivo de su flota no era complacer a los consumidores, sino cumplir con los objetivos quinquenales de captura pesquera, y estos eran más asequibles matando cetáceos que sardinas.

La era de la desmaterialización

Occidente se ha vuelto, entre tanto, más eficiente.

«Las empresas usan cada vez menos insumos», dice McAfee, «porque supone un ahorro de costes que, en un mercado competitivo, se traduce en mayores beneficios». Las latas de aluminio que pesaban 85 gramos cuando se introdujeron en 1959, apenas llegan a los 13 hoy. Y la superficie destinada a tierra de labor no ha dejado de disminuir desde mediados del siglo pasado.

Hemos entrado en la era de la desmaterialización.

«Un ejemplo lo tenemos en el smartphone que muchos llevamos en el bolsillo», escribe el historiador Rainer Zitelmann. «En un único dispositivo reunimos muchas aplicaciones que antaño […] se elaboraban consumiendo más materias primas: teléfono fijo y móvil, reloj, calculadora, cámara de fotos y de vídeo, despertador, grabadora, sistema de navegación, reproductor MP3, brújula, contestador automático, escáner, cinta métrica, radio, linterna, calendario, enciclopedia, diccionario traductor, agenda, etcétera».

Platón en Siracusa

Platón tuvo la oportunidad de poner en práctica sus fantasías políticas cuando, alrededor de 368 a.C., le propusieron asesorar a Dionisio el Joven.

A diferencia de su padre, el nuevo tirano de Siracusa se sentía inclinado por la filosofía y deseaba comportarse de manera justa. Únicamente necesitaba una buena instrucción. ¿Quién mejor que el mismísimo Platón para prestársela?

El experimento se saldó con la desastrosa sucesión de traiciones, venganzas y orgías de sangre propias de una tragedia clásica.

«No tengo más motivos para estar enfadado con Dionisio que los que tengo para estarlo conmigo», recapacitaría posteriormente Platón. Había sido un ingenuo al considerar que podía reconducir a un déspota con ayuda de la filosofía y tenía bien merecido todo lo que le había pasado.

Abrasados por las ideas

Mark Lilla hace una lectura más inquietante.

Platón atribuyó su fracaso a la aversión de los políticos a la filosofía, pero ¿y si el problema hubiera sido el contrario, es decir, la afición a la filosofía? La historia reciente está llena de intelectuales que sirvieron con plena conciencia a modernos Dionisios: Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Michel Foucault, Jacques Derrida…

¿Qué indujo a esas mentes privilegiadas a arrojarse en brazos de los peores autócratas?

Muchos se enamoraron de sus construcciones intelectuales, dice Lilla, y acabaron «abrasados por las ideas». Heidegger aceptó el rectorado de la Universidad de Friburgo para impulsar su proyecto de regeneración de Alemania. Como Platón, pensó sin duda que podría usar al Führer para que atara corto a sus conciudadanos mientras él diseñaba «una ciudad perfecta».

Pero si queda alguna esperanza para la humanidad y el planeta, radica en la libertad, no en la coerción, por bienintencionada que sea.

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