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La otra cara del dinero

Los romanos, los romanos… Pero, ¿qué es lo que han hecho por nosotros los romanos?

Roma fue uno de los pináculos de la civilización occidental. ¿Se quedó al borde de una revolución industrial o estaba abocada a ser siempre una economía agraria?

Los romanos, los romanos… Pero, ¿qué es lo que han hecho por nosotros los romanos?

Eric Idle como Stan/Loretta, John Cleese como Reg, Michael Palin como Francis y Sue Jones-Davies como Judith en ‘La vida de Brian’. | TO

Roma ha sido durante siglos el gran referente de Occidente.

Políticos como Carlomagno pugnaron por emular su extensión territorial e intelectuales como Maquiavelo se afanaron en desentrañar las claves de su grandeza. Muchos juristas creían que la mera restauración del Derecho romano conduciría a una nueva edad dorada, que Edward Gibbon situaba en el siglo II, bajo los Antoninos. El esplendor de los monumentos preservados evidenciaba también una etapa de clara prosperidad.

La corroboración de esta última tesis debió aguardar algún tiempo.

No fue hasta el siglo pasado, con la reconstrucción de las series estadísticas que llevó a cabo Angus Maddison, cuando pudo efectivamente afirmarse que la Roma imperial había sido también un éxito económico. El PIB per cápita de tiempos de Augusto constituyó un pico que solo las regiones más avanzadas de Europa, Italia y Flandes, habían recuperado hacia 1400.

La propia Inglaterra no alcanzaría ese nivel hasta el XVIII.

A partir de ese momento, sin embargo, los niveles de vida de Europa se dispararon y, hacia finales del XIX lo que los intelectuales se afanaban por descifrar no era la grandeza de Roma, sino su estancamiento. ¿Qué le había impedido desarrollar una revolución industrial? Conocían la máquina de vapor. El ingeniero griego Herón de Alejandría había inventado una, que llamó eolípila o «esfera de Eolo», en tiempos de la dinastía Julio-Claudia.

¿Por qué se usó únicamente «de juguete o entretenimiento»?

Roma nunca fue capitalista

Bret Devereaux, profesor de la Universidad de North Carolina, ha dedicado al asunto un interesante post en el blog A collection of Unmitigated Pedantry.

Cuenta que los primeros historiadores que, a caballo de los siglos XIX y XX, abordaron el estudio sistemático de la economía romana incurrieron en un comprensible error: proyectaron las inquietudes propias de la época en su objeto de estudio. Cuando tienes un martillo todo te parece que tiene forma de clavo y, del mismo modo que hoy atribuimos a desastres ecológicos la desaparición de cualquier civilización, aquellos eruditos creyeron identificar en la Roma imperial la lucha de clases previa al despegue capitalista.

Pasaron décadas antes de que Moses Finley refutara en 1973 la noción de una Roma «protocapitalista», cuya eclosión habrían frustrado las invasiones bárbaras.

Yo inventé el iPod

En nuestro afán por dotar todo de sentido, los humanos construimos relatos cuyo orden no se corresponde con el caos irremediable en que a menudo consiste la realidad.

Nos gusta que las cosas respondan a una lógica interna y concebimos por ello la Revolución industrial como una progresión ineluctable, en la que los avances tecnológicos se suman gradualmente y cada visionario va encaramándose a hombros del anterior hasta conformar una formidable pirámide de conocimientos.

Pero los visionarios no suelen llegar lejos.

Leonardo da Vinci nos legó un puñado de artefactos extraordinarios que jamás superaron la fase de boceto. Yo mismo (con perdón) inventé el iPod. Mucho antes de que Steve Jobs lo pusiera en el mercado, se me ocurrió que estaría bien almacenar tus canciones favoritas en un lápiz de memoria y conectarle luego unos auriculares para escucharlas.

¿Me faltaron las agallas y el empuje de Jobs?

Eso dice mi mujer, pero no se trata solo de carácter. El descubrimiento de un principio no garantiza su conversión en un producto viable. La eolípila ilustra probablemente mejor que mi fallida intuición del iPod el doble problema que afronta cualquier innovación: por un lado, ha de ser mínimamente eficiente y, por otro, debe tener alguna aplicación inmediata.

La máquina en busca de sentido

El círculo empezó a cuadrarlo Thomas Newcomen.

Este herrero de Darmouth diseñó una máquina de vapor que supuso un avance notable respecto del balón de Eolo, pero aquejada aún de enormes deficiencias. Generaba un movimiento espasmódico y consumía grandes cantidades de combustible, dice Devereaux. Podría haber acabado como una curiosidad más, junto al ortíptero de Da Vinci, pero en la Inglaterra del XVIII encontró un propósito: el achique de agua en las minas de carbón. Y Devereaux insiste en lo «de carbón», porque para otros yacimientos, como los de hierro u oro, no traía cuenta, dados los costes prohibitivos de llevar hasta ellas el carburante.

Naturalmente, aumentar la explotación de carbón es juicioso si existe una demanda que lo absorba.

Eso no ocurría en el resto de Europa. ¿Para qué recurrir al sucio y poco accesible carbón teniendo a mano la barata madera? Pero Gran Bretaña presentaba «una situación casi ideal»: la mayoría de los bosques se habían talado para habilitar tierras de labor y, ante la falta de árboles, a partir del siglo XVI se generalizó el uso del carbón para la cocina y la calefacción.

La máquina sale de la mina

Aquí es donde se pone en marcha esa pirámide de conocimientos de la que hablaba antes.

Porque una vez contrastada la utilidad de la máquina de Newcomen, otros ingenieros se pusieron a perfeccionarla. No habrían traspasado, sin embargo, los límites de la minería de no haber existido otra manufactura emergente: la textil, en la que de nuevo se dio la afortunada circunstancia de que Gran Bretaña era una potencia. La lana de Escocia y Gales se trasladaba a Inglaterra, donde se hilaba y tejía para enviarse a teñir a los Países Bajos y, de ahí, embarcarse a los puertos de todo el mundo.

Tenía todo el sentido mecanizar los telares británicos.

Finalmente, el motor de vapor mejoró lo suficiente como para, además de cargar el carburante que lo mantenía en funcionamiento, acarrear a pasajeros y mercancías, hundiendo los prohibitivos costes de transporte que habían lastrado las economías preindustriales.

¿Podría haberse dado un proceso similar en la Antigüedad?

Apenas una economía agraria…

Los romanos conocían las propiedades caloríficas del carbón mineral, pero preferían el vegetal y la madera como combustibles.

La energía para triturar el trigo la tomaban de molinos de agua o de tracción animal. En cuanto a la actividad textil, sus rudimentarios «telares no habrían podido asimilar todo el hilo que una rueca [mecánica] producía», dice Devereaux. Y aunque les habría venido bien el motor de vapor para desplazarse, ya hemos visto que fue la evolución más tardía y sofisticada y requirió pasar antes por numerosas iteraciones. Por todo ello, Roma estaba condenada a ser una economía agraria.

¿A qué viene, entonces, tanto rollo? ¿Por qué la admiración de Gibbon y Maquiavelo? ¿Qué han hecho por nosotros los romanos?

…pero segura

A la luz de los logros actuales (aviones, automóviles, radio y televisión, ordenadores, internet, smartphone), el universo clásico se nos antoja chato y limitado.

Su historia encierra, sin embargo, valiosas enseñanzas económicas. Los romanos constituyeron un mercado único y lo mantuvieron libre de piratas y bandidos. Esta seguridad hizo fiables los intercambios de una punta a otra del Mediterráneo e incentivó, por un lado, la inversión y la acumulación de capital y, por otro, la especialización, todo lo cual mejoró la productividad y el bienestar.

Puede parecer poca cosa, pero el mantenimiento del orden público es una precondición del progreso.

Como le dice Loretta a Reg en la famosa escena de La vida de Brian: «Ahora puedes caminar tranquila por las calles». «Sí», añade Francis, «estos tipos saben ciertamente cómo imponer la autoridad». Y Jerjes remata: «Nos han traído la paz».

Eso es lo que los romanos han hecho por nosotros.

Además, claro, del acueducto, el alcantarillado, las carreteras, el regadío, la educación, el vino…

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