Pedro Sánchez ha llevado la charlatanería a una dimensión superior. ¿Ha agotado ya su crédito?
Al presidente no le preocupa la realidad, porque no busca construir una representación precisa del universo
Cuando Carlos Alsina le preguntó el lunes pasado a Pedro Sánchez: «¿Por qué nos ha mentido tanto?», el presidente contestó: «Dígame usted en qué».
Lo hizo con ese dominio del lenguaje corporal que lo caracteriza: arqueando cándidamente las cejas, abriendo las manos en gesto de transparencia, poniendo morritos como si fuera Carlos Latre imitando a Pedro Sánchez. Pensarán: «Menudo cínico», pero vayamos por partes. Fijémonos primero en la pregunta.
Alsina no dice sin más: «¿Por qué nos ha mentido?», sino precisamente: «¿Por qué nos ha mentido tanto?».
Da correctamente por descontado que los políticos mienten, sin importar credo, raza ni color. Acuérdense de cuando Pablo Iglesias alardeaba de lo mucho que disfrutaba viviendo en Vallecas y despreciaba a los rivales de «la casta» que se aislaban en chalets. Y Cristóbal Montoro también sostenía en el verano de 2011 que bajar impuestos era «el santo y seña» del PP y los subió a la semana de jurar como ministro de Hacienda.
Lo que molesta en Sánchez no es, por tanto, que mienta. Lo que molesta es la insistencia: que mienta tanto.
Los hechos son muy tercos
Pasemos ya a la respuesta.
Sánchez reconoce con su voz aterciopelada que ha «cambiado de posición» en algunos asuntos. Por circunscribirnos al procés, en octubre de 2017, cuando aún estaba en la oposición, apoyó la suspensión de la autonomía como la mejor forma de impedir «la fractura de la convivencia». Luego, una vez en la Moncloa y tras la correspondiente composición de lugar, adoptó la «difícil decisión» de hacer todo lo contrario.
La réplica evoca otra apócrifa de John Maynard Keynes: «Cuando los hechos cambian, yo cambio mi opinión. ¿Usted qué hace?».
Sucede, sin embargo, que en el tema catalán los hechos se han mantenido tercos e inamovibles. Lo único que ha cambiado es el escenario desde el que Sánchez los vive. No es, sin duda, lo mismo ver las cosas desde la caravana electoral que desde el Salón de Columnas.
Lo racional es ser incoherente
Esta inconsistencia es inherente a la democracia.
Ningún candidato, por ejemplo, gana unos comicios prometiendo que rescatará a los bancos que acaban de provocar una profunda recesión. Antes de sentarse en la bancada azul, Montoro se negaba a «socializar las pérdidas», pero igual que pocos planes de batalla resisten el choque con el enemigo, pocas promesas electorales sobreviven al contacto con la realidad.
Asumámoslo: para el político lo racional es ser incoherente.
Por eso, en Occidente llegamos hace tiempo a la conclusión de que la mejor manera de que en política se alcancen determinados objetivos es impedir que los persigan los políticos. Confiamos la gestión monetaria a autoridades independientes, cuya continuidad no depende de que el crédito fluya más o menos. Y sometemos el gasto público a reglas fiscales que limitan que se expanda a capricho.
Charlatanes y mentirosos
No todos los ámbitos de gobierno se prestan, por desgracia, a este planteamiento tecnocrático.
En muchos es inevitable dejar margen de actuación y esa discrecionalidad propicia los comportamientos oportunistas. «Uno de los rasgos más destacados de nuestra cultura es la cantidad de charlatanería que se da en ella, escribe Harry Frankfurt. Y añade que, con lamentable falta de rigor, se confunde a menudo con la mentira, cuando son criaturas diferentes.
¿Qué distingue al charlatán del mentiroso?
«Este último», observa Fernando Savater, «conoce la verdad, pero la oculta y desfigura para obtener algún tipo de ventaja». El charlatán, por el contrario, la ignora. «Simplemente», dice Frankfurt, «no le presta atención», porque, a diferencia del filósofo o el científico, su propósito no es construir una representación precisa del universo, sino una representación preciosa de sí mismo.
El político mantiene esa relación reprochable con la verdad, pero no es tanto por vicio como por exigencia del guion.
El regreso del dóberman
No obstante, por indulgente que uno quiera ser con nuestros gobernantes, hay que reconocer que Sánchez ha llevado la charlatanería a una dimensión superior.
Cabe preguntarse si no habrá agotado ya todo su crédito y, aunque la credulidad de los votantes no es un recurso infinito, los últimos sondeos revelan que las reservas son bastante más abundantes de lo que se sospechaba. Incluso muchos españoles a los que decididamente no les queda ni una gota se debaten entre el recelo del presidente y la desconfianza que les inspiran la derecha, en general, y Alberto Núñez Feijóo, en particular.
Por eso Sánchez ha sacado a pasear el dóberman.
Los límites del miedo
El miedo es un poderoso motivador.
«Infundir ansiedad puede cambiar las intenciones y el comportamiento de las personas», afirma la psicóloga Dolores Albarracín. Lo tiene literalmente medido: los mensajes que suscitan miedo son, en principio, «el doble de efectivos» que los que se circunscriben a informar.
Esta eficacia se diluye, sin embargo, con el tiempo.
Nadie deja ya de fumar pese a las desagradables fotografías que Sanidad obliga a incluir en las cajetillas. Tráfico tiene que intercalar campañas amables entre las desagradables, porque desarrollamos tolerancia a lo gore. Y a Felipe González le funcionó gritar «que viene la derecha» en 1993, pero no en 1996.
¿Y qué prevalecerá el 23-J: el recelo de Sánchez o la aversión a Feijóo?
Es imposible saberlo, pero yo no daría por amortizado al presidente. A muchos votantes del PP puede parecerles ridículo con su cándido arqueo de cejas, su apertura de manos y esos morritos que pone, pero no les vendría mal un poco de ese teatro para su candidato.