THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

El ‘management’ de Emilio Romero: qué lección encierra la fascinante historia del diario ‘Pueblo’

Emilio Romero fue un gigante del periodismo que enseñó a una generación de periodistas a plantar cara al poder

El ‘management’ de Emilio Romero: qué lección encierra la fascinante historia del diario ‘Pueblo’

Los escritores Jesús Fernández Úbeda y Arturo Pérez-Reverte durante un encuentro para presentar ‘Nido de Piratas’, la historia del diario 'Pueblo' entre 1964 y 1984. | Alejandro Martínez Vélez / Europa Press / ContactoPhoto

He disfrutado mucho leyendo Nido de piratas, la crónica del diario Pueblo que ha escrito Jesús Fernández Úbeda.

«Ya no quedan lugares como aquel, ni periodistas como quienes lo habitaban», se lamenta Arturo Pérez-Reverte en el prólogo. El académico hizo sus primeras armas en aquella redacción y echa hoy de menos el tableteo de los teletipos, el humo, las voces. Era la apoteosis de la incorrección política. Se fumaba, se jugaba al póker, se bebía. Había que encadenar las máquinas de escribir a las mesas porque si no se las llevaban.

Pero el trabajo de aquellos «golfos, puteros, tahúres, escépticos, resabiados y sin escrúpulos» era ávidamente devorado por el público cada tarde.

«El abulense [Emilio Romero] —cuenta Fernández Úbeda— se puso [en 1952] al frente de un periódico feo que, entonces, no vendía más de 10.000 ejemplares; cuando dejó la dirección definitivamente, en 1975, Pueblo había rebasado ya los 220.000 y era el diario más influyente en España». En la reseña que ha publicado del libro, Juan Luis Cebrián califica a Romero como «el periodista más famoso del franquismo» y recuerda cómo «marquesas, toreros, futbolistas, bailaoras, actrices, poetas y ministros disputaban por su amistad».

¿Cuál fue su secreto y en qué resulta modélico su management?

Una gestión económica mejorable…

Como organización, Pueblo fue siempre, en palabras del editorialista Luis Romasanta, «una puta mierda. Así como suena».

La doctora Ana Naseiro Ramudo estableció hace años en un artículo académico que «el diario nunca consiguió un superávit en sus ganancias», pero, como vivía enchufado a los Presupuestos Generales, jamás tuvo problemas financieros. Luis Ángel de la Viuda recuerda que, cuando sucedió a Romero, «Pueblo perdía 3.000 millones de pesetas al año [el equivalente a 250 millones de euros de 2020]».

Y no se piensen que esta liberalidad redundaba en beneficio de la plantilla.

Rosa Villacastín señala que ella trabajaba en la universidad y, «claro, con un sueldo por la mañana y uno por la tarde, vivía como Dios, pero la gente que vivía con un solo sueldo lo pasaba mal». La mayoría de los redactores de Pueblo carecían de contrato. Integraban la llamada «Pelagra». «En el mejor de los casos —detalla Andrés Aberasturi— , teníamos un sueldo de cinco o seis mil pesetas al mes [entre 1.100 y 1.400 euros]. No teníamos Seguridad Social. Éramos como los becarios de ahora. Yo vivía en una pensión cerca del periódico y, prácticamente, el sueldo se me iba en ella».

Escaso celo periodístico y comercial

El tratamiento informativo no era el más riguroso.

«Emilio Romero nos enseñó a todos a titular —explica el padre Antonio Aradillas—. Nos decía: la gente solo lee el título, si además lee el texto, ya lo lee bajo el sartenazo del título». Y Villacastín aporta un ejemplo de estos sartenazos. «Ponía: “GUERRA”, a cuatro columnas, y luego, abajo, más pequeño: “del tomate”». Para que ahora nos quejemos del clickbait.

Las murallas chinas entre el departamento comercial y la redacción distaban de ser insalvables.

El responsable de la sección de toros tenía fama de «sobrecogedor», es decir, de coger sobres de toreros y apoderados: unas 10.000 pesetas [1.650 euros] por tarde. La cartelera de cine también era pura publicidad: aparecían exclusivamente los cines que pagaban. Y si además querías una reseña, se facturaba aparte.

Un hombre muy familiar

Aunque se ha acusado a Romero de innumerables tropelías (justificadamente, por lo que se lee en Nido de piratas), nadie le podrá reprochar nunca que no tuviera sentido de la familia.

«En Pueblo —escribe Fernández Úbeda— trabajaban su hijo Emilito […] como subdirector general; su hija, Mariví Romero Montalvo, como crítica taurina; su yerno, Juan Martínez Yllescas, como jefe de Publicidad; su otro yerno, Francisco Torralba, como inspector general de Ventas; su cuñado, don Balbino Luengo Pérez, como secretario particular del director; su primo, José García Nieto, como oficial mayor y jefe de Compras y Mantenimiento, y su cuñada, María Teresa Montalvo, como secretaria particular».

A Romero le gustaba tanto la familia, que tenía dos.

Fue un notorio bígamo (su segunda mujer estaba, por supuesto, en plantilla), pero, dado que ni siquiera así colmaba su insaciable voracidad sexual, no dudaba en usar el periódico para obtener favores. «Un reportaje en Pueblo —relata Romasanta— significaba mucho dinero y muchas contrataciones y algunas artistas en ciernes estaban dispuestas a lo que fuera con tal de aparecer en uno».

El propio Romasanta tuvo ocasión de comprobarlo cuando, al poco de incorporarse, le encargaron «una entrevista a Fulana de Tal».

Se fue «sabiendo que se iba a acostar con Emilio Romero a condición de que le sacáramos al día siguiente en una página. […] Una página entera eran cuatro folios. Tuve que sacar cuatro folios a una tía que no sabía ni hablar. Lo único que me decía era que había estado en París. Y yo, aunque era muy jovencito entonces, pensaba: “Joder, que tenga que estar escribiendo esto a las tres de la madrugada, ¡y por lo que lo tengo que escribir!”».

Los tres montones de don Emilio

Finalmente, Romero nunca fue de uno de esos directores que se arremangan y zambullen en el barro.

«Sobre la una o las dos de la madrugada, o cuando él quería —explica Julio Merino, uno de sus subdirectores—, venía don Emilio al periódico. Lo primero que hacía era despachar con el subdirector de turno. Con nadie más». No había consejos de redacción ni reuniones de portada ni zarandajas. Romero analizaba «el menú noticiero del día elaborado por sus cocineros informativos» y hacía «tres montones: en el de la derecha ponía lo que no saldría, al menos en esa jornada; a la izquierda, lo dudoso; en el centro, lo que tenía que salir por huevos».

A continuación, bajaba a La Whiskería, un pub que había montado en el propio edificio de Huertas 73, y allí se dejaba agasajar hasta altas horas de la madrugada por esa tropilla de «marquesas, toreros, futbolistas, bailaoras, actrices, poetas y ministros» que se disputaban su amistad.

Un subordinado ingobernable…

Llegados a estas alturas, muchos se preguntarán por qué rescatar del olvido a semejante personaje.

Hay dos motivos principales. En primer lugar, está el modo en que plantó cara al poder. Como reconoce Cebrián, «convirtió [el diario] en una auténtica cantera de inmensos periodistas y les animó, hasta donde la autoridad competente lo permitía, a intentar algunas disidencias con el orden establecido».

Romero era «ingobernable» y Nido de piratas recoge abundantes testimonios de ello.

Villacastín: «Ya le podía decir algo el ministro, que no hacía caso a nadie. Él estaba bien visto por Franco, tenía su apoyo».

Merino: «Fraga se lo quiso cargar y no pudo, porque cuando llegaba el tema a Franco, Franco le paraba los pies».

Raúl Cancio (fotógrafo): «Romero tenía más fuerza que el ministro».

Julia Navarro (periodista y escritora). «Un día, [el vicepresidente Luis] Carrero Blanco lo citó y le dijo: “Esta es la lista de la gente a la que tienes que echar”. Entonces, Emilio cogió la lista, la miró, sacó su pluma y añadió: “Emilio Romero”. Y nadie fue despedido».

…y un jefe leal

«Yo presencié —afirma la abogada del diario Cristina Peña— cómo quisieron cesar a un tal Pedro Orive [jefe de la sección de educación]. Orive había puesto al sindicato de enseñanza a bajar de un burro por no sé qué. Llamaron a Emilio Romero y, por supuesto, me llamaron a mí, que iba a defender al personal, para pedir que lo cesaran. Y Emilio Romero […] dijo: “Si tengo que cesar a este periodista, me voy”. Pero así, ¿eh? Eso lo he presenciado yo».

Podría pensarse que, al proteger a su gente, Romero simplemente cumplía con su obligación, pero no era en absoluto la norma.

Pocos responsables de medios se jugaron el cuello durante el franquismo por sus periodistas. Hay una anécdota muy reveladora del padre Aradillas. Antes de recalar en Pueblo, había pasado por el Arriba, donde un día contó algo que no gustó al régimen. Jaime Campmany, que era el director, lo llamó y le explicó: «Tengo aquí un telegrama de Fraga que dice que se te expulse porque esta noticia no ha tenido que publicarse». Dicho lo cual, lo echó sin más.

Sorprender al lector, desazonar a la competencia

El segundo rasgo que hace a Romero memorable es cómo puso su poder al servicio del periodismo.

Su divisa era que un diario debía «sorprender al lector y desazonar a la competencia» y obligaba a sus reporteros a llevar cada día una exclusiva. Lo rememora Javier Ors (mi hermano) en el libro y lo corrobora Manu Marlasca: «Una cosa que viví allí por primera vez, o que percibí allí por primera vez, y que yo, durante mi carrera, he seguido practicando [es] el hambre. El matar por una noticia».

Los redactores de Pueblo libraban una constante y feroz batalla por ver quién firmaba en portada.

Romero ejercía de juez, y era un juez sagaz y ecuánime. Se limitaba, como dice Merino, a hacer tres montoncitos, pero eran unos montoncitos muy bien hechos, que (con las limitaciones propias de la época) atendían a criterios fundamentalmente periodísticos: el interés, el alcance, la novedad, la humanidad… En otros medios, estaban menos pendientes de los lectores y más de complacer a los santones del régimen. Miguel Ángel Gozalo me recordaba hace años cómo oyó una vez aullar en el Arriba: «Ha llegado un artículo de don José María Pemán. ¡Que levanten una publicidad!»

Ya no quedan directores así

Uno de los nombres citados en Nido de piratas es el de mi padre, Miguel Ors.

Llegó a ser subdirector de deportes de Pueblo y recuerdo acompañarlo al edificio de Huertas 73 y montarme aterrado en aquel diabólico engendro que era el paternóster, un ascensor que nunca se detenía y a cuyas cabinas, encadenadas como los cangilones de una noria, había que saltar sobre la marcha. Fernández Úbeda cuenta que Raúl Cancio y Raúl del Pozo ataron una vez al conserje de la séptima planta a un silla, lo subieron al paternóster y lo dejaron dando vueltas y gritos un buen rato.

Tiene razón Pérez-Reverte cuando dice que esas cosas ya no pasan en los periódicos actuales.

Pero no comparto su opinión de que los redactores actuales son «robots de minga fría conectados a un ordenador». Miro a mi alrededor y veo a muchos de ellos afanándose por levantar una noticia que sorprenda al lector y desazone a la competencia. Lo que no abundan (nunca lo han hecho) son directores como Emilio Romero, capaces de levantar y preservar a su alrededor un ecosistema en el que pueda desplegarse esa «hambre» que Marlasca sintió por primera vez en Pueblo.

Nido de piratas: La fascinante historia del diario Pueblo
Jesús Fernández Úbeda Comprar
Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D