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La otra cara del dinero

La política económica del odio: por qué incurrimos en rituales de autoinmolación

Ninguna guerra se justifica por un cálculo económico. ¿De dónde viene esa rabia que nos consume?

La política económica del odio: por qué incurrimos en rituales de autoinmolación

Cuando en noviembre de 1975 Hasán II lanzó la Marcha Verde, el Gobierno pactó rápidamente con Marruecos y Mauritania la retirada del Sáhara. ¿Un acto de cobardía o de sensatez? | TO

El odio es un misterio.

Recuerdo cuando en noviembre de 1975 Hasán II lanzó la Marcha Verde. Franco agonizaba y Juan Carlos de Borbón, entonces jefe de Estado en funciones, pactó rápidamente con Marruecos y Mauritania la retirada del Sáhara. Como muy bien indicó el ministro de la Presidencia, Antonio Carro, ante el Pleno de las Cortes, «las inversiones en los fosfatos [la principal riqueza de la provincia] no cubren ni tres o cuatro días» de campaña militar.

Este argumento tan frío y obvio no siempre se toma en consideración.

Ni la guerra civil española ni, por supuesto, las dos mundiales se justifican con ningún cálculo económico, y no digamos ya humano. ¿Por qué nuestra especie incurre periódicamente en semejantes rituales de autoinmolación?

¿De dónde viene ese odio que nos consume?

El experimento de los capuchinos

Hay un famoso experimento en el que se adiestra a dos capuchinos para que ejecuten una sencilla tarea a cambio de una rodaja de pepino.

En un momento dado, sin embargo, se sustituye la recompensa por una sabrosa uva, pero únicamente para uno de los dos monos. ¿Qué hace el otro cuando ve que le siguen dando pepino? Se lo tira a la cabeza al investigador. No es muy racional, porque un pedazo de pepino es mejor que nada, pero al animal le puede la indignación.

A los humanos nos pasa lo mismo: no nos conformamos con que una decisión sea práctica; necesitamos que sea justa.

El experimento de los humanos

Los psicólogos lo han corroborado reiteradamente en sus laboratorios.

«La mejor prueba se da en el juego del ultimátum —escribe el catedrático de Harvard Edward Glaeser en “The Political Economy of Hatred”—, en el que un participante sugiere el reparto de algún premio (por ejemplo, 10 dólares) a otro, que puede aceptarlo o rechazarlo y quedarse sin nada». Los jugadores no suelen discutir que el oferente se quede hasta con el 60% de la cantidad, pero las propuestas del 30% o inferiores son rechazadas, aunque, como en el caso del capuchino, tres dólares son mejores que ninguno.

«¿Dónde desarrollamos los seres humanos esta capacidad de odiar?», se pregunta Glaeser.

Un mercado del odio

Hay, para empezar, una explicación adaptativa.

La predisposición a la venganza «protege a los individuos contra la expropiación —dice Glaeser—. Si se sabe de alguien que es rencoroso, será menos probable que otros intenten robarle». Diversos experimentos también aportan evidencia de que los comportamientos egoístas proliferan sin una disuasión efectiva, y la disposición a castigar a terceros resulta más convincente si uno empieza por castigarse a sí mismo.

A partir de esta base, Glaeser teoriza la existencia de un mercado del odio.

Chivo expiatorio

Por el lado de la demanda, los ciudadanos consumirán odio cuando satisfaga alguna necesidad psicológica, como «justificar sus propios fracasos».

Las recesiones son, por ello, terreno abonado para los brotes de ira, que serán tanto más intensos cuanto más aislado esté el objeto de la indignación. Si se trata de alguien con el que interaccionamos a diario, el coste emocional (y comercial) de la ruptura será mayor y, por tanto, más improbable.

Si, por el contrario, es un grupo minoritario y aislado (los judíos, los banqueros), el odio fluirá más fácilmente.

La esencia de la política

Y por el lado de la oferta, ¿qué ganan los políticos fomentando el odio?

El profesor de la Universidad de Texas-Río Grande William Sokoloff recuerda cómo, para Maquiavelo, la gestión del odio «era la esencia de la política». El pensador florentino tenía un elevado concepto del miedo. En El Príncipe arguye que para un gobernante es más seguro ser temido que amado, porque inspirar afecto no depende enteramente de él, mientras que el terror sí puede suscitarlo a voluntad.

A pesar de todo, el miedo tiene sus limitaciones.

Puede desencadenar «una respuesta ante algo amenazador —dice Sokoloff—, pero también paralizar y aturdir». El odio, en cambio, empodera siempre y es, de hecho, el motivo por el que muchos líderes caen en desgracia, según Maquiavelo. «La mejor fortaleza que existe —sostiene— es evitar ser odiado por el pueblo».

En busca del enemigo

Y si Maquiavelo enseñó al príncipe a defenderse del odio una vez en el poder, en el siglo XX aprendimos a usarlo para asaltar el Estado.

Carl Schmitt será el gran ideólogo del odio como fábrica de consentimiento y de identidad. Su tesis la expone elocuentemente el personaje de una novela de Michael Dibdin: «No puede haber verdaderos amigos sin verdaderos enemigos. A menos que odiemos lo que no somos, no podemos amar lo que somos».

A lo que el politólogo Samuel Huntington añade en El choque de civilizaciones: «Para los pueblos que buscan su identidad […] los enemigos son esenciales».

Una palabra fea

El odio no es una erupción incontrolada, que se adueña de las sociedades contra su voluntad, sino que responde a una estrategia deliberada.

«La demonización de las minorías —añade Glaeser— suministra [al público] una explicación plausible de su malestar. Los alemanes culpaban de la derrota en la Primera Guerra Mundial a los judíos, del mismo modo que los árabes atribuyen hoy su postración a Estados Unidos e Israel». Nazis e islamistas simplemente explotan este mecanismo emocional.

¿Y no hay nada que podamos hacer para contrarrestar su acción deletérea?

«El arma más eficaz contra el odio —sugiere Glaeser— parece ser la que Emile Zola utilizó en J’Accuse: crear odio contra los que odian». Personalmente encuentro la solución poco recomendable, dado lo que Sokoloff llama la tendencia del odio a «descontrolarse». Más prudente es considerar, como el ministro Carro, si merece la pena la devastación terrible que provoca y, por desgracia, seguirá provocando.

Porque, como filosofa Sokoloff, «nos guste o no, el odio ha venido para quedarse».

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