No vuelva usted mañana
El ministro Escrivá quiere modernizar la Administración para que nadie tenga que volver a la ventanilla
Mariano José de Larra, chaleco de fantasía y muñeca torera para la escritura, publicó el artículo «Vuelva usted mañana» en la revista El pobrecito hablador (1833). El tema de dichas letras nerviosas, ya históricas o famosas en el acervo popular, no era otro que una crítica feroz a la burocracia e ineficiencia del sistema administrativo español. Iba dirigido a esa recua de vagos, coronados por la molicie y la galbana, que son nuestros funcionarios, en su mayor parte presa del inmovilismo y la ignorancia (la pluma de Larra azotaba a Fernando VII y los carlistas, caciques absolutistas, presa del peor fanatismo cerril).
El ministro Escrivá quiere modernizar la Administración para que nadie tenga que volver mañana a la ventanilla donde una sombra fuma, duerme y lee la prensa en el móvil sin la menor prisa. Al ministro Escrivá le pone eso de que lo consideren el titular del cambio, el poeta de la reforma, y tras sus obras en la Seguridad Social (sistema de pensiones y derivados) ahora quiere una Función Pública grande, hermosa, presidida por su rótulo ministerial de Transformación Digital. Se acabaron las horas estériles y llega la fuerza del trabajo por el trabajo, sin vuelta atrás, donde los estímulos al funcionario serán constantes y la productividad no se verá ralentizada como llevamos desde Larra, y más atrás. Escrivá regala ganas, ganas, ganas. Viene bajo el brazo con diversos planes de reestructuración, al carboncillo y con las esquinas plegadas como pestañas: flexibilidad laboral, hoguera tecnológica, evaluación permanente de los diferentes desempeños, ascensos ligados a los propios méritos del currelas, sueldos vinculados a objetivos y ningún paréntesis ni objeción en los mismos. No vuelva usted mañana, caballero, señorita, hoy se lo arreglamos todo y del tirón.
Escrivá meterá la mano hasta el codo en la colmena para sacar a los zánganos por la cola y echarlos de la fábrica. Amenaza, por lo bajo, como suceden estas cositas, con nuevos perfiles competenciales, y siempre con la prestación eficaz del servicio en el teleobjetivo, en el visor único del arma laboral. Escrivá está abierto a negociaciones colectivas, directrices de la política de personal, criterios de las diversas plantillas, rectificaciones de los recursos humanos, limitaciones o incentivos de la propia movilidad laboral. Escrivá no es un tirano, como Fernando VII, y buscará a los Larras que le curren y le escriban artículos y suban como las burbujas, con nuevos retos en su horizonte, sin estancamientos, ajenos a las siestas faunas y a los eventos consuetudinarios del lugar, que diría Machado. Escrivá, subiéndose las gafas, ya echa la cuenta del número de efectivos necesarios, de las disponibilidades y necesidades de ese personal, de la cualificación de estos, de la modificación de puestos para que esa misma tropa no deje de moverse más que la compresa de una coja, nuevas uvas y mieles en formación, otra Buena Nueva de futuras incorporaciones e ingresos. La Función Pública será una discoteca: no la conocerá ni la madre que la parió, dijo el clásico, y nadie se explica cómo resolverá la mayor ecuación sobre el tapete y bajo los cubalibres: si más botones y más tecnología, en definitiva, no son menos sueldos.
Para todos los empleos, modificaciones. Para todos los funcionarios, movilidad. Para la temperatura general compartida, reparto equilibrado. Escrivá habla como Larra antes de pegarse el tiro: «Adecuaremos el capital humano a las necesidades de la organización». Al parecer, en unos departamentos hay demasiada gente y en otros sequía. Una vez todos distribuidos, organizados y cada cual en su pupitre, llega lo mejor: la evaluación de sus desempeños. Se vigilará y evaluará a los tres millones de tíos que son funcionarios en España, y factores como el sueldo o posibles ascensos dependerán de esa nota. Quiere Escrivá –aquí estamos a punto de llorar- una Función Pública personalizada. Una plantilla dispuesta a la progresión en su propia carrera profesional. Y unas actitudes, aptitudes y apetitos que conformen, a nivel general, la propia continuidad en el puesto laboral. Dos documentos baraja Escrivá en el mazo de cartas peligrosas: «Ley de Función Pública» y «Consenso para una administración abierta» (con posteriores miramientos y adendas del propio Ministerio de Economía y Airef). Escrivá no se achanta.
Llega el final de la novela: quiere el ministro un sabroso «mapa de rendición de cuentas». El ciudadano evaluará al funcionario, nadie se irá de rositas, se acabó el absentismo y los desayunos con porras. La selección de directivos discurrirá según carácter meritocrático. Las retribuciones estarán vinculadas a objetivos alcanzados. Los plazos de incorporación a la Administración no superarán el año. Se acabó el crecimiento vegetativo de las plantillas, con la supresión de la tasa de reposición. Escrivá se prueba ya la seda entera de Larra mientras abrillanta el pistolón para vagos y maleantes. Lo escribía Carmen de Burgos tras sus polvos imaginarios con Larra: «No se hace notar por la riqueza sino por la distinción». Lo pintó Umbral: «Su dandismo es una respuesta a una sociedad mal ventilada y a una juventud en plena orgía romántica. Sus chalecos de seda valen tanto como sus crónicas». Escrivá quiere europeizar la chapuza española y vestir a la mona de obrera nata. Despertará, como Larra, con el peor fogonazo antes del sueño definitivo. Seguro.