Bjorn Lomborg: «Si quieres hacer el bien, debes asegurarte de que persista el libre comercio»
«El cambio climático es importante, pero para la inmensa mayoría del planeta hay problemas más acuciantes»
Cuando Bjorn Lomborg (Frederiksberg, Dinamarca, 1965) publicó a finales de los años 90 El ecologista escéptico, un libro en el que rechazaba el alarmismo sobre el medio ambiente y demostraba que su conservación había mejorado con el aumento de la prosperidad, se convirtió en la bestia negra de los verdes. Lomborg había sido, después de todo, uno de los suyos. Convencido de que el planeta agonizaba y era urgente hacer algo, a los 18 años se había afiliado a Greenpeace.
Su furor militante se enfrió bruscamente en febrero de 1997, cuando cayó en sus manos una entrevista del economista Julian Simon (Pinchen en el enlace para saber más de él. Si ponen su nombre en Google, sale un motorista).
«[Simon] denunciaba que gran parte de nuestra percepción sobre el estado del planeta se basa en estadísticas poco fiables —explica Lomborg en el prólogo a la edición española de El ecologista escéptico—. Contrariamente a lo que muchas teorías catastrofistas intentan hacernos creer, afirmaba que el verdadero estado del mundo está mejorando, no empeorando».
Lo primero que Lomborg pensó fue que era burda propaganda capitalista y, como profesor de estadística, también creyó que sería sencillo probar lo equivocado que estaba Simon. «Pero, en general, el equivocado era yo».
Las ideas tremendistas carecían, en efecto, de respaldo empírico. «No es cierto que estemos agotando los recursos naturales —sigue en el prólogo—. El hambre y la pobreza disminuyen continuamente. Disfrutamos de una existencia cada vez más larga y saludable, y tanto el agua como la atmósfera están menos contaminadas, y no al revés». Lomborg se hizo eco de la buena nueva, primero, en una serie de artículos y, luego, en el libro, y cuenta muy educadamente que provocó «uno de los mayores debates medioambientales jamás planteados en Dinamarca».
En realidad, lo pusieron a escurrir.
Scientific American calificó El ecologista escéptico de «amenaza para la ciencia». Nature se preguntó cómo un sello tan prestigioso como Cambridge University Press se avenía a editar semejante basura. Y el entonces presidente del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, Rajendra Pachauri, lo comparó con Adolf Hitler por perpetrar el crimen estadístico de tratar a los seres humanos como números.
Ahora, Lomborg vuelve a la carga con Lo que sí funciona, un ensayo que The Economist ha incluido entre los mejores libros de 2023.
Se trata, dice la revista, de «una exhortación contundente» para sustituir los dispersos y vagos Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas por medidas que ayuden de verdad a los pobres del planeta. «Hay determinadas cuestiones que sabemos cómo solucionar, y a un precio razonable —me explica Lomborg en la Fundación Rafael del Pino, donde a continuación pronunciará una conferencia—. Para otras, por el contrario, solo disponemos de remedios increíblemente caros, así que lo inteligente es centrarse en las primeras».
Para discriminar unas y otras, Lomborg ha incurrido nuevamente en el delito de lesa matemática.
«A partir de las consultas realizadas durante dos décadas a un centenar largo de economistas y expertos internacionales, mis colaboradores [Finn Kydland, Tom Schelling y Nancy Sotkey] y yo analizamos diferentes iniciativas en términos de coste-beneficio y, en función de ello, les hemos asignado una prioridad mayor o menor». El resultado son «las 12 políticas más eficientes», que van desde la erradicación de la tuberculosis, la malaria o las enfermedades crónicas y neonatales, hasta la mejora de la educación y la lucha contra la corrupción, pasando por el impulso del libre comercio y la migración cualificada.
«Nuestra mente siente fascinación por lo horrible y lo negativo. Ese sesgo cognitivo ha provocado una pandemia de malas noticias»
Todas y cada una de ellas están «basadas en exhaustivos artículos académicos», que pueden consultarse en la web del Consenso de Copenhague, el laboratorio de ideas de Lomborg.
«Los Objetivos de Desarrollo Sostenible —argumenta— pretenden básicamente acabar con todo lo malo que hay bajo el sol: el hambre, la pobreza, la guerra, el calentamiento global… Cualquier cosa que se le ocurra. Es una agenda inabarcable y, si ofreces solucionar todo para todos y en todos lados, es inevitable que mucha gente acabe frustrada, porque ni hay tiempo ni hay fondos. El propio secretario general de Naciones Unidas [António Guterres] ha debido reconocer que la consecución de muchas metas está «moderada o severamente» comprometida. ¿Por qué no empezamos por lo factible? Por muy poco dinero podríamos obtener un beneficio increíble. ¿No es eso lo razonable?»
PREGUNTA.- Hans Rosling dedicó justamente su último libro Factfulness a tratar de explicar lo poco razonables que somos los humanos.
RESPUESTA.- Todos nosotros, empezando por mí, ignoramos cómo funcionan un montón de cosas, y es maravilloso que haya expertos que se encarguen de gestionarlas, pero eso significa también que somos vulnerables a la manipulación. A esto se añade que nuestra mente siente fascinación por lo horrible y lo negativo. Si un periódico se hace eco de una historia maravillosa, el público no reacciona igual que si titula: «Esto podría matarlo». Ese sesgo cognitivo ha provocado una pandemia de malas noticias. Por eso importa reconocer, y ese fue el propósito de Rosling, que hemos progresado espectacularmente. La esperanza de vida alcanzará en 2024 los 73 años. En 1900 era de 32 años, la hemos más que duplicado, es como si a cada uno de nosotros nos hubieran regalado otra existencia entera, y de calidad superior, porque disfrutamos de una educación y una sanidad mejores, disponemos de más ingresos y, en general, estamos como nunca. Si se pudiera escoger cuándo nacer, la mayoría se inclinaría por el momento actual.
P.- Eso no significa que no haya problemas…
R.- Por supuesto, pero disponemos de una fórmula económica [el capitalismo] que ha arrancado de la miseria a millones de personas y, si pretendemos que el progreso siga, debemos consensuar el paso siguiente. De ahí mi propuesta de seleccionar los objetivos correctos.
P.- Pero toda esa mejora de la que Rosling habla ha sido posible gracias al crecimiento. ¿Por qué habría que hacer nada? La ayuda oficial al desarrollo ha servido para que cleptócratas como Teodorín Obiang Nguema lleven un estilo de vida extravagante y dilapiden nuestro dinero en cochazos, mansiones y yates.
R.- No voy a negarle que muchos recursos se desperdician, pero no todos. Volviendo a la esperanza de vida, ¿queremos pasar a la historia como los tipos que dejaron que se estancara? Porque con unos 35.000 millones de dólares se podrían salvar 4,2 millones de personas cada año. Por supuesto, seguiría habiendo corrupción y ese señor, ¿cómo ha dicho que se llama?
P.- Teodorín Obiang Nguema. Es el hijo del dictador de Guinea Ecuatorial.
R.- Ese señor de nombre impronunciable seguirá robando, pero incluso los niños de Guinea Ecuatorial se beneficiarán si actuamos con inteligencia. Merece la pena intentarlo.
«Si tu hijo corre el riesgo de morir esta noche de malaria, estás más inquieto por ello que por la temperatura media del planeta»
P.- A los occidentales nos preocupa mucho el cambio climático, pero de acuerdo con sus cálculos solucionarlo no es lo que más conviene a los pobres.
R.- No digo que no sea importante y soy partidario de dedicarle fondos, pero ahora mismo no lo estamos haciendo bien. Hemos invertido fundamentalmente en deshacernos de los carburantes fósiles, algo endiabladamente difícil, porque a la gente le encantan las ventajas que depara su combustión. Pero es que, además, para la inmensa mayoría hay cuestiones más acuciantes. Si tu hijo corre el riesgo de morir esta noche de una enfermedad curable, como la malaria, estás más inquieto por ello que por la temperatura media del planeta, y tiene todo el sentido. Usted y yo sentiríamos lo mismo si estuviéramos en su pellejo, pero como en Europa hemos erradicado la malaria, podemos permitirnos el lujo de ocuparnos del calentamiento global. Y me parece perfecto, pero no debe acaparar nuestra atención. Del mismo modo que podemos caminar y mascar chicle, reduzcamos las emisiones, pero dediquemos a la vez una fracción de nuestros esfuerzos a hacer que el planeta sea increíblemente mejor.
P.- ¿Cree sinceramente que va a tener éxito?
R.- La respuesta corta es que no. Me encantaría que el Gobierno español adoptara todas las propuestas que detallo en el libro, pero eso no va a ocurrir. Me conformo con que su Ministerio de Asuntos Exteriores o algún multimillonario [como Amancio Ortega] aporten financiación para una sola de ellas o empleen su influencia para convencer a Bangladés, Namibia o Guinea Ecuatorial de que asignen sus presupuestos a los destinos más inteligentes.
P.- Uno de los aspectos controvertidas de su planteamiento es el cálculo de la eficiencia, la ratio coste-beneficio. El coste no es complicado de averiguar: tienes, por ejemplo, tantos niños que vacunar, multiplicas su cifra por el precio de la vacuna y ya está. Pero el beneficio no está tan claro, porque hay que ponerle un precio a la vida humana, y eso es algo que muchos discuten que pueda hacerse.
R.- Debo puntualizar que ni siquiera el coste es fácil de determinar. No basta con tener en cuenta la vacuna. También hay que pagar a los médicos y enviarlos a lugares difícilmente accesibles, lo que no sale gratis… Pero es verdad que lo segundo es más polémico. ¿Cuánto vale una vida? Para cualquiera de nosotros el precio es infinito, porque si pesara sobre ella una amenaza de muerte no dudaríamos en gastar todo lo que tuviéramos, y algo más que pudiéramos robar. Pero cuando abandonas esta hipótesis tan concreta y dramática y pasas a considerar el asunto en abstracto, te das cuenta de que estamos implícitamente poniendo precio a la vida todo el rato. Separamos con una barrera de cemento las dos direcciones de algunas carreteras, pero no de todas. En las que tienen menos capacidad no ponemos nada, pese a que en ellas se invade en ocasiones el carril contrario y se producen siniestros letales. Al obrar así, asumimos que esas pocas vidas no valen infinito. De hecho, podríamos evitar las 20.000 muertes en accidentes de tráfico que hay cada año en la Unión Europea estableciendo en cinco kilómetros por hora la velocidad máxima. ¿Por qué no lo hacemos? Porque no compensa. Y si su empleo es peligroso, le pagan un poco más, no infinitas veces más. Incluso cuando cruzamos la calle para comprar unas zapatillas, el riesgo de ser atropellado es superior a cero… En la práctica, nadie se comporta como si su vida no tuviera precio.
P.- ¿Y a cuánto le sale cada vida?
R.- Todos los cálculos arrojan una cifra similar, que en el caso de los países pobres ronda los 130.000 euros.
«Cuando cruzamos la calle para comprar unas zapatillas, el riesgo de ser atropellado es superior a cero… En la práctica, nadie se comporta como si su vida no tuviera precio»
P.- De todo lo que propone en su libro, ¿qué es lo más urgente?
R.- Es como pedir a un padre que elija entre sus hijos… Todas las propuestas devuelven al menos 15 euros por cada euro gastado. Dicho esto, le confesaré que antes de meterme en este proyecto ignoraba que la situación de la salud materna y neonatal fuera tan alarmante. El momento más peligroso para la mayoría de las mujeres es el parto. Cientos de miles fallecen cada año al dar a luz.
P.- ¿Cómo podría remediarse?
R.- En la mitad más pobre del mundo, en torno al 66% de los nacimientos tienen lugar en hospitales, donde pueden recibir atención experta en caso de complicación. Si eleváramos esa proporción al 90%, nos ahorraríamos 166.000 muertes. Otro problema perinatal es la asfixia del bebé. Incluso en los países de rentas altas, el 5% necesita ventilación asistida. Hay que introducir aire en sus pulmones y eso se hace con una bomba de 75 dólares. Garantizar una cobertura del 90% costaría 10 millones y salvaría a 1,2 millones de niños.
P.- ¿Por qué no lo hacemos?
R.- A los médicos no les parece sexy. No les gusta la humilde bomba de oxígeno, prefieren la gran máquina de resonancia magnética, con la que escriben artículos científicos que les dan notoriedad. Pero en términos de coste-beneficio no hay color. Por cada euro gastado en una bomba, recuperas 87 en bienestar social. Es una rentabilidad fantástica. En el libro hay muchas iniciativas similares, como combatir la tuberculosis, la malaria o las enfermedades cardiacas.
P.- Aparte de en salud, ¿en qué más habría que invertir?
R.- La mayoría de la población se dedica a la agricultura, así que cualquier iniciativa que mejore la productividad de sus cultivos ayudaría. También habría que erradicar la corrupción, pero querría destacar la medida que es, con mucho, la que mayor impacto monetario tendría: la educación. Si un país de ingresos bajos elevara la calidad de su enseñanza a la del Reino Unido, se volvería un 40% más rico. Las autoridades son conscientes de su importancia y de ahí que en las últimas décadas se haya llevado a cabo un esfuerzo considerable. El gasto público por estudiante de primaria casi se ha duplicado desde 1990, pero los resultados del aprendizaje apenas han mejorado.
P.- ¿Por qué?
R.- Tal vez la característica principal de la escolarización es que los alumnos se agrupan conforme a su edad: los niños de ocho años en una clase, los de nueve en otra y así sucesivamente. Se da por sentado que la capacidad es similar, pero esta varía enormemente en las regiones pobres. Y cuando los maestros se encuentran con tanta disparidad, lo que hacen es adaptar su ritmo al del alumno medio, lo que significa renunciar al talento de los más brillantes y perder a los menos aplicados.
P.- ¿Cómo puede solucionarse?
R.- Lo ideal sería reducir el número de estudiantes. Hablo de dejarlo en prácticamente uno por aula. Esto era antes implanteable, pero ahora es posible gracias a la tecnología. Facilitas a cada niño una tableta con un software especial que determina sus conocimientos reales y, a partir de ellos, empieza a enseñar. Cuando un año después evalúas de nuevo al niño, ha aprendido tanto como en tres cursos. Y el coste no es inabordable: 31 dólares por alumno y año.
P.- Parte de ese dinero se perderá por la corrupción…
R.- No somos ingenuos y sabemos que el mundo es un lugar grande y horrible. Por eso los ensayos se llevaron a cabo con cientos de miles de niños de países diferentes, cada uno con su cuota inevitable de funcionarios deshonestos e incompetentes. Los 31 dólares incluyen ese coste.
P.- Y a cambio de esa inversión, ¿qué rentabilidad se obtiene?
R.- Depende del país, pero las habilidades adicionales adquiridas por el alumno mejorarán su productividad futura y, por tanto, sus ingresos en unos 2.000 dólares anuales. Es decir, gastando 31 dólares vas a generar un beneficio social de 2.000. El importe total del programa es de 10.000 millones por ejercicio, que no discuto que es mucho, pero que en el gran esquema de las cosas tampoco supone tanto y que, sobre todo, va a aumentar en más de 600.000 millones anuales la masa salarial de esos niños cuando crezcan.
«Antes de meterme en este proyecto ignoraba que la situación de la salud materna y neonatal fuera tan alarmante. Cientos de miles de mujeres fallecen cada año al dar a luz»
P.- Las campañas a favor de la vacunación o la educación son habituales entre las ONG, pero en su libro incluye una defensa del comercio muy poco convencional.
R.- El comercio es un instrumento de desarrollo muy poderoso. Si cada uno hacemos lo que se nos da bien y lo intercambiamos luego con los demás, todos salimos ganando. Los economistas llevan 200 años repitiéndolo, pero no han puesto el mismo énfasis en las pérdidas que el proceso genera, que no son despreciables. El llamado Cinturón del Óxido de Estados Unidos se especializó en industrias que han desaparecido por la competencia internacional. Y parte del negocio de los astilleros europeos se ha deslocalizado a Asia. El malestar que esto crea ha dado alas al movimiento antiglobalización. Los obreros de los sectores más expuestos a las importaciones baratas han visto cómo sus salario caían o han acabado directamente en el paro. En el libro hemos cuantificado este coste y, en los países ricos, supera el billón de dólares. Pero a cambio, el libre comercio les proporciona un beneficio de 8,4 billones, es decir, siete veces más.
P.- La solución es compensar a los perdedores de la globalización.
R.- Correcto. Un beneficio de 8,4 billones da para ser generoso. Y hablamos solo de economías desarrolladas, porque el cálculo para la mitad pobre del planeta es todavía más favorable. Allí, por cada dólar perdido, se ganan 95. Está claro que, si queremos dedicarnos a hacer el bien a los pobres del mundo, debemos asegurarnos de que el comercio libre persista.
«La medida que mayor impacto monetario tendría sería mejorar la educación. Si un país de ingresos bajos elevara la calidad de su enseñanza a la del Reino Unido, se volvería un 40% más rico»
P.- ¿Y qué pasa con la circulación de personas?
R.- El mero traslado de un trabajador de un país pobre a otro rico dispara su productividad. La explicación es sencilla. El obrero de una fábrica africana es poco eficiente porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: hay cortes de luz, las piezas de recambio no llegan, los gerentes están ocupados sobornando a burócratas corruptos… Abrir las puertas de Occidente a la inmigración ayudaría a millones de personas, que verían aumentar sus ingresos en unos 10.000 dólares al año. Soy, sin embargo, consciente de que se trata de un tema políticamente delicado y por eso defiendo limitarla al personal más cualificado: médicos, ingenieros, programadores… Eso no debería ocasionar tensiones en los lugares de destino. A nadie le desagrada que haya más médicos, agilizas la atención sanitaria.
P.- ¿Y no se fomenta la fuga de cerebros de unas sociedades que ya carecen de todo?
R.- En primer lugar, esos cerebros van a enviar remesas. Y luego la perspectiva de emigrar altera la estructura de incentivos local. Millones de nigerianos se hacen médicos con la esperanza de emplearse algún día en Estados Unidos o Europa, pero no todos lo logran. El resultado es que Nigeria acaba con más médicos de los que habría en ausencia de emigración. Es lo que ha pasado en Bangladés con las enfermeras.