¿Estamos consumiendo en las sociedades ricas más de lo que es éticamente aceptable?
Es típico de estos tiempos defender la vuelta a la naturaleza, pero sin renunciar a las ventajas de la odiosa posmodernidad
Hace unos años estuve en Panamá. El taxista del aeropuerto me preguntó el ritual «¿De dónde viene?» y, cuando respondí «Madrid», me contó entusiasmado que era un gran seguidor del Real Madrid y que se había comprado todas sus equipaciones, «salvo la negra que ha salido esta temporada».
Me imagino que no les descubro nada si les digo que la venta de camisetas constituye un importante negocio para los equipos de fútbol, particularmente los españoles. En 2023 y solo por este concepto, «el Barcelona […] ingresó 193 millones de dólares […], 26 millones más que [los 167 del] Real Madrid», escribe Martina Alcheva. A continuación se situaron el Bayern de Múnich (159 millones), el Liverpool (143) y el Manchester United (141).
Lo que resulta más llamativo es que un taxista panameño que ganaba 400 dólares al mes, según me confesó, tuviera todas las equipaciones del Madrid «salvo la negra», a razón de 100 dólares la pieza.
Para muchos, esto es un escándalo por partida doble.
¿Y si pasamos de fútbol?
En primer lugar, ¿cómo es posible que se cobre semejante obscenidad por una humilde camiseta?
Desde luego, no para remunerar a los empleados de la fábrica asiática donde seguramente se ha elaborado. Algo similar ocurre con otros artículos. El activista de comercio justo y exdirector de IntermonOxfam, Ignasi Carreras, señala en Consumo… luego existo, que de la taza de café «que tomamos cada mañana […] el productor del Sur solo recibe el 7% de lo que estamos pagando».
La mayor parte del coste es marketing y va en buena parte a engrosarlas cuentas nada corrientes de Mbappé o George Clooney, y esta es la segunda piedra de escándalo. ¿Tiene sentido que los taxistas panameños sufraguen el lujoso tren de vida de las superestrellas del deporte y el cine? «Los cristianos —se lee también en Consumo… luego existo— deberíamos pensar muy seriamente si es moral que colaboremos con esa tremenda injusticia que, aunque se vista de juego, injusticia se queda».
Y propone: «¿Y si pasamos de fútbol?».
Tanta tontería
Cuando en 2003 publicó Por una ética del consumo, Adela Cortina se lamentaba de que los filósofos estuvieran engolfados en «discusiones sobre las infinitas versiones del liberalismo, las virtualidades del comunitarismo o el republicanismo» y no se hubieran «dignado ocuparse de un fenómeno» como el consumo.
Estábamos a principios del siglo XXI, España vivía los días de dispendio y exuberancia de la burbuja inmobiliaria y, en una entrevista que le hice en la Universidad de Valencia, Cortina me manifestó que en Occidente no consumíamos «ni de una manera libre ni de una manera justa ni de una manera sostenible».
Sus tesis están bien recogidas en el resumen que ella misma preparó para Consumo… luego existo.
«La gente —argumenta Cortina—cree que su personalidad se muestra en el coche que lleva, en el atuendo que viste […]. Cuando llega Navidad […] no regalar nada a la familia, al que te hizo un favor, al vecino […] queda absolutamente mal y te convierte en un proscrito desde el punto de vista social». Otro paradigma de despilfarro son las bodas, bautizos y comuniones. La gente se vuelve loca y tira la casa por la ventana.
¿Qué provoca tanta tontería?
Los tres motores
«La emulación es la principal fuente de consumo —sostiene Cortina—. Esta cuestión está perfectamente estudiada desde la teoría de [Thorstein] Veblen sobre ‘la clase ociosa‘. Queremos tener lo que tiene el vecino [y] lo que aparece en televisión», para sentirnos parte «de una clase social ideal».
Otro motor es el afán de compensación. «Cuando alguien se ha llevado un disgusto dice: ‘Pues mira, voy a comprarme una joya’».
Finalmente, muchos triunfadores buscan hacer alarde de su poderío. Christoph von Schewk, el aristócrata que en la inmobiliaria de lujo Ernst&Völckers llevaba la división de palacios, contaba en Bloomberg que el comprador de castillos suele ser un empresario en la cincuentena que quiere visibilizar su éxito.
¿Somos esclavos de nuestros más bajos instintos?
El hombre unidimensional
El filósofo Herbert Marcuse decía que el capitalismo provoca falsas necesidades en los ciudadanos para narcotizarlos y poderlos manipular más fácilmente. La sociedad comunista que él consideraba más razonable no se había instaurado porque, mediante hábiles campañas de mercadotecnia, los fabricantes nos hacían bailar como a dóciles marionetas.
Cualquier experto en comunicación sabe, sin embargo, lo complicado que es sintonizar con los gustos del público. «Ha habido películas en cuya promoción se han invertido fortunas y han fracasado —me decía Cortina en aquella entrevista—. Acertar con lo que la gente desea o sueña no es sencillo. Unos tienen éxito y otros no».
Por mucho que se empeñe Marcuse, la última palabra la tiene el individuo y, aunque puede haber interferencias, «una cosa es estar condicionado y otra muy distinta es afirmar que no tenemos más remedio que hacer lo que nos mandan», dice Cortina.
«Consumir o no y cómo hacerlo es, en principio, un asunto libre».
El consumidor soberano
¿Y cómo propone Cortina emplear nuestra autonomía?
Para empezar, «tenemos que ir tomando conciencia de por qué consumimos; […] concienciarnos de cuáles son las motivaciones del consumo. […] ¿Se da usted cuenta de que en realidad lo que quiere es estar como el de al lado? Por lo menos sépalo. ¿Consume para que se le pase el disgusto porque le ha dejado el novio o la novia? Pues por lo menos sépalo».
El consumo debe ser, además, felicitante.
«Todos los seres humanos tendemos a la felicidad. Eso es lo que al fin cuentas queremos», pero las mayores satisfacciones no nos las reportan los artículos caros. Antes vimos que el comprador de castillos suele ser un empresario en la cincuentena que quiere visibilizar su éxito y ahora convendría añadir que el perfil del vendedor es ese mismo empresario 20 años después. «Las actividades felicitantes —dice Cortina— tienen mucho que ver con las relaciones humanas».
Finalmente, el consumo «tiene que ser justo».
Un vínculo inexistente
Suscribo por completo los dos primeros puntos, pero el tercero me parece más cuestionable.
Cortina dice que no puede ser que «en una quinta parte del planeta la gente consume mucho más de lo que necesita y que nunca está satisfecha; y que en otra quinta parte la gente no tiene ni lo más necesario». Establece así un vínculo entre ricos y pobres, dando a entender que cuanto más gastan los primeros, menos queda para los segundos, algo fácilmente rebatible: la explosión de consumo de las últimas décadas en Occidente ha ido acompañada de una reducción de la pobreza mundial.
Pero, así y todo, ¿no es insostenible que, para darnos el capricho de tomar fruta fuera de temporada, haya que traerla desde la otra punta del planeta?
Romper las cadenas
Acortar la distancia que separa la granja de la mesa parece «un remedio obvio de limitar el uso de combustibles fósiles», escribe la abogada Lauren Kaplin en un artículo para la Revista de derecho medioambiental de la Universidad de Fordham. Sucede, sin embargo, que «el transporte constituye una proporción relativamente pequeña del consumo total de energía del sistema alimentario».
Un documento del Ministerio de Agricultura de Estados Unidos descompuso el proceso de producción en siete puntos (cultivo, procesado, transporte, etcétera) y comprobó que el más intensivo en energía es el hogar de los granjeros, seguido por las instalaciones de procesado. El transporte es la etapa que menos combustible precisa. Aunque algunos alimentos recorren distancias enormes, genera el 11% de las emisiones de CO2.
Eso explica, como demostró un estudio sobre los tomates consumidos en Suecia, que era más ecológico traerlos de España, porque en Almería no hay que calefactar los invernaderos. Y si los británicos desean minimizar su huella ambiental, otro artículo les sugiere importar la leche, las manzanas, las cebollas y, sobre todo, el cordero de Nueva Zelanda.
En suma, «si las cadenas de suministro de alimentos fuesen iguales en el resto de los aspectos (producción, almacenamiento, etc.)», los investigadores del Banco Asiático de Desarrollo Els Wyen y David Vanzetti concluyen que tendría todo el sentido promover el consumo local.
Lo que pasa, añaden, es que «el resto de los aspectos rara vez son iguales».
‘El bus de la vida’
«Necesitamos ahorrar energía», coincide el economista Tyler Cowen, pero por disparatado que nos parezca el actual sistema alimentario garantiza comida barata y abundante, y tampoco es tan sucio. Lo que ocurre es que los costes de transporte son muy visibles, mientras que es más difícil apreciar cómo «sitúa la producción allí donde es más barata, ahorrando […] costes de mano de obra, irrigación y fertilización».
Esta mayor eficiencia no es un aspecto menor, aunque generalmente se pase por alto.
Un ejemplo reciente es El bus de la vida, una película por lo demás magnífica y que les animo encarecidamente a ver. En ella Ibon Cormenzana lleva a cabo un menosprecio de corte y alabanza de aldea poco realista. Una de las protagonistas es una arquitecta que se dedica a la agricultura orgánica. «Estas espinacas no las coméis en Madrid», alardea en un momento dado. Unas escenas antes hemos visto, sin embargo, cómo sometían a otro protagonista a una tomografïa axial computerizada (TAC). No nos chirría en absoluto, porque ambas realidades conviven sin problemas en nuestras sociedades avanzadas: las espinacas orgánicas y los grandes avances técnicos.
Pero no nos equivoquemos. Son los grandes avances técnicos los que nos permiten jugar al agricultor autosuficiente, y no al revés. En una agricultura autosuficiente no hay TAC, porque no es lo bastante productiva.
Cultivando mi jardín
Es muy propio de estos tiempos defender el retorno a la naturaleza, pero sin renunciar a las ventajas de la odiosa posmodernidad.
En Second Nature: A Gardener’s Education, el catedrático de Berkeley Michael Pollan promueve el ideal del hombre como jardinero, que come lo que cultiva con sus manos desnudas y vive en armonía con el entorno, pero el jardín y el jardinero son inventos recientes. «La agricultura tradicional, tanto la de 5000 a. C. como la de 1500, no era un asunto divertido —recuerda Cowen—. Exigía esfuerzos agotadores, y la lluvia y las heladas podían suponer la muerte. El jardín, como fuente de placer y no de subsistencia, únicamente se generaliza con la aparición del capitalismo y el ocio».
Nadie discute que el mercado libre tiene sus imperfecciones e inconvenientes.
Como señala Adela Cortina, promueve mucha tontería, no nos hace particularmente felices y es injusto, pero ¿cuál es la alternativa? Por supuesto que hay que combatir las inequidades con políticas redistributivas, pero, en la medida de lo posible, no nos carguemos la delicada maquinaria que genera la riqueza que luego pretendemos repartir.
De momento, lo moral en materia de consumo es dejar que cada cual decida, incluido el taxista panameño.