THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Nunca han estado mejor distribuidos que en la actualidad los bienes y servicios fundamentales

Nuestra vida no es muy distinta de la de Gates, y es mucho mejor que la del presidente de Estados Unidos de hace un siglo

Nunca han estado mejor distribuidos que en la actualidad los bienes y servicios fundamentales

Bill Gates, el fundador de Microsoft, posee una fortuna de unos 140.000 millones de dólares, el PIB de Marruecos o de Eslovaquia. | Vincent Isore (Zuma Press)

En el verano de 1924, a Calvin Coolidge Jr., el hijo menor del presidente de los Estados Unidos, se le infectó una ampolla del pie. Le había salido jugando al tenis con su hermano sobre el césped de la Casa Blanca. «Se consultó a algunos de los mejores médicos del momento —cuenta la directora de la web Human Progress, Chelsea Follett—. Lo sometieron a múltiples pruebas y lo ingresaron en uno de los principales hospitales del país».

Todo en vano. A la semana había fallecido. Tenía 16 años.

Poco después, Alexander Fleming descubría la penicilina y, desde entonces, las muertes provocadas por pequeñas heridas, de las que no se libraba antes ni el hijo del presidente de Estados Unidos, se han vuelto irrelevantes en Occidente. «La historia de Calvin Jr. —observan Marian L. Tupey y Gale L. Pooley en Superabundancia— nos recuerda que las personas […] tienden a resentir lo que les falta, en lugar de mostrarse agradecidos por todo lo bueno que tienen a su alcance».

El poco fiable PIB

Existen varias formas de evaluar los cambios en la calidad de vida.

La más obvia son los precios. Si una vez ajustados por la inflación son más altos que en el pasado, estamos peor, y viceversa. Esta comparación puede, sin embargo, inducir a error. En tiempos de Franco la vivienda era más barata, pero porque su importe estaba limitado. Conseguir un piso era igual de difícil (o más) que ahora. Acuérdense de la película de Luis García Berlanga cuyo protagonista se hace verdugo porque el cargo lleva aparejado un apartamento. En la memorable escena final se ve cómo los guardias arrastran al infeliz camino del garrote, vomitando y semiinconsciente, mientras el condenado lo precede sereno y silencioso.

Otra forma de medir el bienestar consiste en contar cosas. Es lo que hace el Instituto Nacional de Estadística con el producto interior bruto (PIB). ¿Hasta qué punto es fiable?

«El PIB está a punto de cumplir 100 años —me dice Javier Díaz-Giménez—. Se concibió para una economía analógica e industrial, pero vivimos en un mundo digital y de servicios. —Y se pregunta—: ¿Cuántas canciones escuchamos al día? Muchas más que antes y, sin embargo, el peso de la música en el PIB ha caído». Lo mismo ocurre con todos esos aparatos que antes se vendían por separado y ahora nos bajamos gratis de la appstore. «Nunca había habido tantas brújulas, tantas cámaras, tantas linternas… Nada de eso se ha incorporado al PIB».

Y la luz se hizo

El premio Nobel William Nordhaus ya denunció estas deficiencias en un famoso artículo de 1996.

«Las estimaciones cuantitativas del crecimiento real —argumentaba— tienen un talón de Aquiles», y es que «la mayoría de los bienes que consumimos no existían hace un siglo. Viajamos en automóviles que aún no se habían inventado, impulsados por carburantes que no se destilaban; nos comunicamos mediante dispositivos que no se habían fabricado […] y recibimos tratamientos médicos inauditos». El resultado es que los índices tradicionales «subestiman enormemente la mejora de los niveles de vida».

¿Y cómo plantea Nordhaus sortear este inconveniente?

Introduciendo una nueva magnitud: el tiempo liberado. Hace un millón de años, para generar una hora de luz, nuestros antepasados debían trabajar 58 horas, que era lo que les llevaba reunir la madera, dejarla secar, apilarla y frotar pacientemente dos palitos (o chocar dos piedras) para que prendiera una llama. La lámpara de aceite rebajó el coste a 41 horas y la vela de cera a 5,3, pero el verdadero salto lo dimos a partir del siglo XIX, cuando sucesivas innovaciones (queroseno, bombilla, fluorescente, led) lo dejaron reducido a unos miserables 0,02 segundos.

«Calificar de espectacular la mejora en la eficiencia experimentada es quedarse corto», concluye Nordhaus.

La verdadera medida del valor

«Tiempo —coincide Matt Ridley en El optimista racional—, esa es la clave».

La verdadera medida del valor de las cosas son las horas necesarias para obtenerlas. En 1850 un viaje en carroza de París a Burdeos costaba un mes de salario; hoy basta un día y es 50 veces más rápido. En 1910 el asalariado medio debía trabajar 90 horas para permitirse una llamada telefónica de Nueva York a Los Ángeles; hoy necesita dos minutos. En los años 50 había que pagar media hora de sueldo por la cheeseburger de McDonald’s; hoy vale tres minutos.

Tenían razón Marx y Engels cuando afirmaban que la burguesía había «creado energías productivas más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas».

Pero, como dicen Tupey y Pooley, algunos ignoran todo lo bueno que tenemos a nuestro alcance y prefieren fijarse en cómo semejante abundancia se ha repartido. «Si los pobres de hoy disponen del 8,5% del ingreso global, en 1820 poseían el 14% —denuncia Víctor M. Toledo en la web de Attac España. Y sentencia—: Vivimos la máxima desigualdad social de la historia».

¿Se están quedando los superricos con la parte del león, dejándonos a la plebe las migajas?

Un experimento mental

Un pequeño grupo de privilegiados «ganan tanto por segundo —ironiza Johan Norberg en su Manifiesto capitalista— que perderían dinero si pararan a recoger un billete de 100 dólares que se les hubiera caído».

Estas cosas «son difíciles de digerir —reconoce—. Pero tal vez deberíamos hacer un esfuerzo —y propone el siguiente experimento mental—: Imaginemos, como nos pide en uno de sus libros el economista estadounidense Donald Boudreaux, que nuestra tatarabuela fuera transportada por una máquina del tiempo de 1800 a 2023 y terminara en el hogar de uno de nuestros superricos, Bill Gates, pongamos».

¿Qué encontraría más asombroso y envidiable?

Le sorprendería, seguramente, la variedad de la dieta, consistente en alimentos frescos de todo el mundo, «en lugar de patatas y gachas». O que se obtuviera agua potable accionando un grifo, sin necesidad de bombearla. Le llamaría igualmente la atención que, a sus casi 70 años, Gates conservase su dentadura intacta, o que se deshiciera de las jaquecas tomando una pastilla. ¿Y qué pensaría de que iluminara las habitaciones presionando un botón de la pared o de que disfrutara de la música de Beethoven y Mozart cuando le apeteciera o, no digamos ya, de que surcara los aires en un misterioso tubo de acero?

Mejor que el hijo del presidente

«Esta es la increíble vida que llevan los superricos —dice Norberg—. Pero usted también», y eso es lo más notable del experimento mental.

«Lo que marca la diferencia entre nuestros antepasados y los megamillonarios actuales son en su mayoría objetos a los que todos tenemos acceso. Por supuesto, hay matices. Gates vuela en su propio tubo de acero, mientras usted debe compartirlo con otras personas, y su casa […] es mucho más grande. Pero […] la oferta de los bienes, servicios y comodidades fundamentales está ahora más equitativamente distribuida que en cualquier otro momento de la historia».

«Mi vida —concluye Norberg— no es sustancialmente distinta de la que lleva Bill Gates», y bastante mejor que la del hijo del presidente de los Estados Unidos de hace un siglo.

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