THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

El ‘coaching’ de Cristina Pedroche

El éxito es una bestia insaciable y, lejos de dar la felicidad, puede llegar a amargarle a uno la existencia

El ‘coaching’ de Cristina Pedroche

Una foto "robada" a Cristina Pedroche con su hija Laia y su marido, el chef Dabiz Muñoz. | Raúl Terrel / Europa Press / ContactoPhoto

«Algo se ha quebrado en mí», confiesa la comunicadora Cristina Pedroche en su libro Gracias al miedo.

Todo la asusta. No puede ver las noticias, «llenas de desgracias». Apenas sale. Si hacer las maletas ya le agobiaba antes, ahora no sabe ni por dónde empezar. «Pero si lo tienes todo», le dicen. Reconocimiento, dinero, una niña sana, una familia que la adora y un marido «maravilloso», el chef Dabiz Muñoz. «Paso por el momento más extraordinario de mi vida», reconoce.

«¿Y por qué lloro?», se pregunta perpleja.

Qué pena ser Laia

Al realizar la autopsia de su ansiedad, Pedroche destaca una fecha concreta: «el segundo día que pasé en el hospital después de que Laia naciese el 14 de julio de 2023».

Intentaba amamantar a la pequeña. La movía de un pecho a otro, pero la niña pedía más y Pedroche «estaba hecha un lío y muy angustiada». Por un lado, temía sobrealimentarla, pero, por otro, ¿y si se deshidrataba? Entonces escuchó unas voces. «Había dos mujeres en la puerta de la habitación —recuerda— diciendo cosas horribles sobre mí, sobre mi parto, sobre mi hija… Poniéndonos verdes a mí y a Dabiz porque no nos soportaban, les caíamos mal. […] Dabiz tuvo que salir demostrando la educación que ellas no habían tenido».

Aunque se callaron, el daño estaba hecho. «Me hicieron sentir muy pequeña, muy vulnerable. […] pensé: “Qué pena ser hija de la Pedroche”. Me hundieron.

Odio gratuito

Buena parte del libro intenta desentrañar el odio que le profesan desconocidos a los que no ha hecho nada, como las mujeres del hospital.

«Sé que hay gente buena […], pero también recibo mucho odio, amenazas y acoso. ¿Qué pensarías si cada semana te llegase una imagen manipulada de ti haciendo cosas ofensivas?» Y cuenta que una vez se le ocurrió subir a Twitter un mensaje de ánimo a su abuela, que estaba agonizando, y alguien contestó: «Ojalá se muera la puta de tu abuela».

«¿Cómo no me va a dar miedo criar a mi hija en una sociedad así?», se pregunta con toda razón.

Administración democrática

Pedroche apunta varias teorías sobre la cacería que sufre.

«Les molesta —especula— que una tía de Vallecas haya llegado adonde ha llegado». Y también: «Sea por lo que sea, a una mujer siempre se la cuestiona». O: «Levanto tanto odio porque muchos no saben dónde catalogarme exactamente». Pero basta con mirar lo que se dice de las celebridades de alta cuna, de los varones blancos heterosexuales o de otros que piensan y dicen lo que se espera de ellos y, por tanto, fácilmente catalogables, para comprobar que el rencor se administra en las redes de forma muy democrática.

Las razones del cyberbulling no hay que buscarlas en la víctima, sino en el victimario.

Pedroche acierta cuando escribe que muchas personas que la sacuden lo hacen porque a ellas las han sacudido primero o, simplemente, porque encuentran en el anonimato de las plataformas el lugar idóneo para dar rienda suelta a su frustración. «Qué falta de amor debe de estar sintiendo para decir una burrada así —escribe sobre el autor del tuit de su abuela—. Necesita cariño. Necesita un abrazo».

Evidentemente, no vamos a matar a besos a semejante gentuza, pero limitar la libertad de expresión tampoco es una alternativa y, a falta de otro remedio, lo mejor que podemos hacer es ignorarlos con estoicismo. Literalmente.

El consejo del sabio

«No nos atormenta lo que nos sucede —enseña el filósofo Epicteto—, sino lo que pensamos de lo que nos sucede».

Imaginen que van por la calle, notan un golpecito en la cabeza y levantan la vista para averiguar el motivo. Si un trozo de yeso se ha desprendido de un edificio, concluirán que son unos afortunados, porque no se les ha caído encima la cornisa entera. Pero si hay alguien burlándose, quizás se enfaden. El daño objetivo es idéntico en ambos casos, pero el malestar es mayor en el segundo y depende por completo de nosotros.

«La actitud es decisivame decía hace unos años la psicóloga María Jesús Álava—, nos deberían enseñar a manejarla en el colegio».

Sé lo que hicisteis

Y es que, por cansinos que sean los troles, el peor enemigo lo llevamos dentro.

«Asumo que mi gran problema han sido las expectativas —admite Pedroche—. De siempre. Me marco unas expectativas superaltas con todo el mundo: en cuanto a la amistad, en cuanto al amor, en cuanto a lo que me debería decir la gente, en cuanto al trabajo, en cuanto a todo. Al ser así puede parecer que nunca me siento satisfecha».

La cosa se complica cuando el éxito es temprano y avasallador.

«Yo no entré en la tele poco a poco y me fui haciendo un nombre —recuerda—. Yo entré por la puerta grande en Sé lo que hicisteis, un programa de humor y actualidad con unas audiencias brutales. […] Pasé de ser una persona anónima y corriente, una chica de 21 años que vivía en un barrio normal con un entorno normal, a ser superconocida».

La presión que eso supone es tremenda, porque ante cada nuevo reto surge la misma duda: «¿Estaré a la altura?»

Control

La solución también la facilita Epicteto.

«Hay cosas —empieza el Enquiridión— que están bajo nuestro control y otras que no lo están». Como el rencor de los desconocidos, la bendición del público viene y va sin que entendamos muy bien por qué. Es una de esas cosas que no están bajo nuestro control y, si depositas en ella tu felicidad, dice Epicteto, «te lamentarás, te confundirás y terminarás culpando a los dioses y a los hombres de tu desgracia».

Es posible que Pedroche haya incurrido en esta debilidad.

«Nadie me ha regalado nada —afirma—, me lo he ganado». Comprendo que se sienta legítimamente orgullosa de lo que ha conseguido, pero es demasiado severa consigo misma al minimizar el papel que la fortuna ha desempeñado en su éxito. Ni el mercado ni mucho menos la audiencia televisiva son máquinas de impartir justicia. Por mucho que te esfuerces y por inteligente que seas, el espectador es caprichoso, tiene el mando y solo necesita pulsar un botón para aniquilarte.

Ocurre continuamente (que le pregunten a Carlos Latre) y, para cuando te toque, viene bien haberse mentalizado de que igual que el mérito no ha sido todo tuyo, tampoco lo es la culpa.

El reloj parado a las siete

Es inútil pretender que «todo sea perfecto» ni puedes «ser feliz todo el día», concluye al fin Pedroche.

Como el reloj parado a las siete de Giovanni Papini, que una vez por la mañana y otra por la tarde está «en completa armonía con el resto del mundo», a lo más que podemos aspirar es a esos fugaces instantes en que, misteriosamente, suena nuestra hora y nos sentimos vivos y plenos. El resto del tiempo experimentamos a menudo emociones no tan gratas, pero que cumplen un cometido y nos ayudan, como el miedo, a eludir el peligro, corregir el rumbo y apreciar mejor lo que tenemos.

Por todo ello, hace bien Pedroche en darle las gracias.

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