THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Cómo saber si una idea de negocio es buena

El éxito, como el matrimonio, es cosa de dos. Importa el talento del autor, pero el público debe estar asimismo a la altura

Cómo saber si una idea de negocio es buena

Si Amancio Ortega hubiera ido a una escuela de negocios, nunca hubiera creado Inditex.

En 1982 Chuck Ross trataba de abrirse paso como guionista en Los Ángeles y estaba harto de los comentarios entre condescendientes e insultantes con que le devolvían sus manuscritos. Del último había realizado un envío masivo: más de 200 ejemplares a otros tantos agentes. «La línea argumental —le decía uno— es débil y, en general, no captó mi atención». «Demasiado diálogo para tan poca acción», añadía otro. «Lo único que necesita es rehacerlo», sugería un tercero.

Lo habitual, ya les digo.

Lo llamativo es que Ross les había despachado una copia literal de Casablanca con un título distinto, aunque perfectamente reconocible: Todo el mundo va a Rick’s. «No es que Hollywood no sepa ya rodar películas como las de antes —se lamentaría posteriormente Ross en la revista American Film—. Es que la mayoría de sus profesionales no identificarían un éxito ni aunque entrara volando por la ventana».

¿Es fácil identificar un éxito antes de que se materialice?

La primera regla básica…

«Si Amancio Ortega hubiera ido a una escuela de negocios, jamás habría creado Inditex —me dijo una vez un consultor—. Le habrían enseñado que el textil era un sector maduro, con márgenes estrechos y enormes barreras de entrada, donde era imposible hacer dinero».

¿Se habría orientado quizás hacia la informática? Es dudoso. En 1977, un par de años después de que Ortega inaugurara su primera tienda Zara, Ken Olsen, el fundador de DEC, proclamaba: «No veo por qué motivo iba nadie a querer tener un ordenador en casa».

La relación de profecías desafortunadas es larga e incluye perlas como: «Dentro de seis meses la gente se habrá hartado de la televisión» (Darryl Zanuck, 20th Century Fox, 1946). O: «Los automóviles son una moda pasajera» (Horace Rackham, Michigan Savings Bank, 1903).

«Nadie sabe nada —escribe el guionista William Goldman en sus memorias—. Si hay una primera regla básica [en la industria del cine] es esta».

Y recuerda que George Lucas y Steven Spielberg ofrecieron En busca del arca perdida «a todos los estudios y todos la rechazaron, salvo Paramount. ¿Por qué Paramount la aceptó? Porque nadie sabe nada. ¿Y por qué Universal, el estudio más poderoso de todos, no aceptó La guerra de las galaxias […]? Porque nadie, nadie (ni ahora ni nunca) tiene la más mínima noción de qué funcionará y qué no».

…y la segunda regla básica

Se habrán fijado en que Goldman no habla meramente de una «regla básica», sino que especifica precisamente que es «una primera regla básica», porque existe una segunda, algo más abstrusa: «Los guiones son estructura».

Tal y como yo lo entiendo, hace falta una columna vertebral que dé consistencia al conjunto y no obligue a los espectadores a preguntarse a cada paso: «¿Qué es lo que hacen estos tíos?». Cuando vemos El Señor de los Anillos sabemos que Frodo tiene que llegar a Mordor y, cuando vemos Alien, que a la teniente Ripley se la quiere comer un alienígena. Las buenas historias se concentran en el enunciado inicial y contarlas consiste en desenrollarlo cuidadosamente. Todo el universo de Cien años de soledad palpita en la frase con que arranca: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».

Goldman utiliza varias escenas de Dos hombres y un destino para ilustrar cómo protegió «hasta la muerte» su estructura. ¿Y por eso tuvo éxito? Bueno, aparte de la estructura, «el punto más fuerte del guion» es… la suerte. La película arrolló porque «cada cosa tiene su momento» y dio la casualidad de que 1969 era el de Dos hombres y un destino.

¿Qué se lleva ahora?

El público, sostiene Goldman, está gobernado por «fiebres del oro».

De repente, y sin que entendamos muy bien por qué, se apodera de él la pasión por un género. En los años 60 fue el western (Los siete magníficos, El hombre que mató a Liberty Valance, Por un puñado de dólares); en los 70, las catástrofes (Aeropuerto, El coloso en llamas, Terremoto), y en los 80, las aventuras (En busca del Arca Perdida, Tras el corazón verde, Las minas del rey Salomón)

Dicho así, suena sencillo. Te sientas delante del teclado y te preguntas: «¿Qué se lleva ahora? ¿La novela negra? Pues nada». Y empiezas a teclear: «McGee hizo una pausa para beber otro trago de whisky y echar un vistazo al cadáver».

El éxito es cosa de dos

Sucede, sin embargo, que no es tan fácil captar el espíritu de cada era.

La lista de películas ordenadas por décadas que he enumerado más arriba es un burdo truco. En los años 60 también reventaron la taquilla Mary Poppins, La dolce vita y Una odisea en el espacio. En los 70, El Padrino, Grease y La vida de Brian. Y en los 80, El club de los poetas muertos, Big y Top Gun. Si fuera usted guionista en los 60, ¿estaría seguro de que debía escribir algo del Oeste y no de ciencia ficción? ¿Y no eran en los 70 los mafiosos una apuesta más segura (y barata) que los cataclismos?

En realidad, no basta con que uno acierte con la moda; hace falta que además la moda acierte con uno.

El éxito, como el matrimonio, es cosa de dos. Importa el talento del artista, pero el público debe estar asimismo a la altura. A menudo el problema no es que falten autores competentes, sino espectadores sagaces. Piensen en Van Gogh, en Kafka, en Melville. El propio Goldman pudo comprobarlo cuando, después de Un puente lejano (1977), los estudios comenzaron a rechazar sus guiones y, finalmente, dejaron de llamarlo.

Por eso escribió sus memorias. Por eso escribió que nadie sabe nada.

Eso nunca funcionará

En el libro en el que relata los orígenes de Netflix, Marc Randolph titula uno de sus capítulos justamente «Nadie sabe nada».

Su padre le enseñó que, para amasar un patrimonio, debía montar su propio negocio e iba a todos lados con una libretita en la que anotaba cualquier posible ocurrencia: tablas de surf personalizadas, comida para mascotas, bates de béisbol personalizados… Ninguna soportó el menor escrutinio hasta que dio con la que pensó que era una auténtica mina: un videoclub virtual. Corrió entusiasmado a contársela a su esposa, que le dijo dos cosas: «Primero, tienes la camiseta toda manchada de salsa», lo cual era verdad.

«Y segundo, eso nunca funcionará», lo cual asimismo lo fue… durante un tiempo.

A los estadounidenses no les sedujo, efectivamente, alquilar DVD por correo y, en el otoño de 2000, la compañía se desangraba. Entonces introdujeron una tarifa plana que daba derecho a ver todo lo que se quisiera y no penalizaba el retraso en la devolución. Fue una decisión desesperada, rompedora y sorprendentemente acertada. Los ingresos despegaron y la mujer de Randolph se retractó. «Parece que estaba equivocada». «No te sientas mal —la consoló Randolph—. No era tan buena idea hace un año». Y recuerda cómo en Silicon Valley es tradicional comenzar las reuniones creativas recordando a los participantes que no hay ideas malas.

Randolph nunca ha estado de acuerdo. Por supuesto que hay ideas malas. Lo que ocurre es que no hay modo de distinguirlas de las buenas cuando entran volando por la ventana.

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