THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Robert Falkner: «Descarbonizar el planeta va a ser caro, pero no hacer nada lo es mucho más»

«La energía nuclear no es la solución contra el cambio climático, pero debe formar parte de ella»

Robert Falkner: «Descarbonizar el planeta va a ser caro, pero no hacer nada lo es mucho más»

Robert Falkner, director de Investigación del Instituto Grantham sobre el Cambio Climático de la London School of Economics, posa en la Fundación Ramón Areces el pasado 25 de septiembre. | Fundación Ramón Areces

El accidente de Chernóbil en 1986 fue el acontecimiento clave en la vida del director del Instituto Grantham sobre el Cambio Climático de la London School of Economics .

«Me cogió en Alemania —me cuenta Robert Falkner en la Fundación Ramón Areces, donde acto seguido impartirá una clase magistral—. Estudiaba aún en el instituto y recuerdo que, en un primer momento, nos dijeron que nos quedáramos en casa y, luego, que podíamos salir, pero que tuviéramos cuidado con la radiación procedente de la Unión Soviética, no sé cómo pensaban que podíamos hacer tal cosa».

Aquello, en cualquier caso, lo puso abruptamente frente al reverso tenebroso de la tecnología moderna.

«Nos había reportado grandes beneficios en términos de confort material, pero también albergaba un riesgo existencial». Ese dilema suscitó en Falkner un interés simultáneo por la ecología y la economía. ¿Cómo compatibilizar el respeto del planeta con el progreso? Al año siguiente se matriculó en la Universidad Ludwig-Maximilians de Múnich para cursar una doble licenciatura en política y economía y, a continuación, se doctoró en Oxford con una tesis sobre el agujero de la capa de ozono y el Protocolo de Montreal.

Pero ya llegaremos a Montreal. De momento, estábamos en Chernóbil.

PREGUNTA.- Después de aquella catástrofe, todo el mundo quedó convencido de que la energía nuclear era muy peligrosa. ¿Ha cambiado de opinión?

RESPUESTA.- Durante un tiempo compartí ese temor, especialmente en relación con los residuos. Pero es de justicia reconocer que la energía nuclear se ha vuelto más segura. El sector se ciñe a estrictos protocolos, el cambio climático supone una amenaza mucho mayor y, en consecuencia, ya no pienso lo mismo. No digo que las plantas nucleares sean la solución, pero forman parte de ella. Debemos seguir operando mientras podamos las que están en activo, aunque no creo que haya que levantar más, básicamente porque no son rentables. Disponemos de fuentes más baratas.

P.- La industria ha desarrollado reactores nucleares modulares más pequeños y económicos.

R.- Es cierto, pero no he visto pruebas concluyentes de que su electricidad salga más barata en el largo plazo. Lo que los datos dicen es que, en la mayoría de los países, la energía de fisión es hoy por hoy más cara que la solar y la eólica. [Entre 2009 a 2019, la primera se abarató el 89% y la segunda, el 70%].

P.- Pero el cielo se nubla y el viento no sopla siempre.

R.- Es útil disponer de un abastecimiento casi ininterrumpido, como el de la energía nuclear [cuyas plantas funcionan en promedio 330 días al año, frente a los 90 de las eólicas o los 72 de las solares]. Los países que, como Francia, disponen de un parque considerable deben aprovecharlo. Pero insisto en que no es buena idea ampliarlo. En el Reino Unido estamos construyendo una central [Hinkley Point C, en Somerset, al suroeste de Gran Bretaña] y los sobrecostes se han disparado tanto [de 37.000 a 55.000 millones de euros], que el Gobierno ha debido garantizar a los promotores una tarifa muy elevada para que sea comercialmente viable.

«Debemos seguir operando las plantas nucleares que están en activo, aunque no creo que haya que levantar más, porque no son rentables»

P.- El gas parecía la solución hace 20 años. Ahora se ha convertido en un problema.

R.- Aunque es menos contaminante que el carbón y el petróleo, no deja de ser un combustible fósil. Lo necesitamos para hacer la transición, pero no deberíamos seguir quemándolo sine die. En algún momento habrá que apagar esas turbinas.

P.- ¿De dónde sacamos la energía, entonces? La nuclear es cara, el gas es una fuente de transición, no podemos ni pensar en quemar petróleo o carbón, y la solar y la eólica no son estables.

R.- Si llevamos a cabo un gran despliegue de huertos solares y molinos, los interconectamos y reforzamos luego esa malla con baterías y otros sistemas de almacenamiento, podemos obtener un suministro bastante estable. La generación fotovoltaica y la eólica son en cierto modo complementarias. [La primera es diurna y la segunda alcanza sus picos de noche]. La cuestión crítica es la conectividad: crear una red que transporte a los puntos de consumo la electricidad que generan los molinos en el mar del Norte o los paneles solares en el sur de España o el Sáhara.

«Reducir la actividad económica para regenerar el medio ambiente sería un error, porque hay que seguir innovando y eso requiere crecimiento»

P.- ¿Llegará un momento en que toda la energía sea renovable?

R.- Estoy convencido, pero no me refiero solo al sol y el viento. Hay turbinas que aprovechan la fuerza de las mareas o el calor de las profundidades de la Tierra.

P.- He leído que esos pozos geotérmicos no son ninguna ganga.

R.- La mayoría de las nuevas tecnologías empiezan siendo caras y se abaratan a medida que se escala su producción. En cualquier caso, lo interesante del sistema energético del futuro es que estará mucho más descentralizado y será, en consecuencia, más resistente a cualquier perturbación. La generación se repartirá entre miles de pequeños puntos, en lugar de originarse en unas pocas instalaciones. Piense en Ucrania. [Vladimir] Putin puede dejar sin luz a millones de personas inutilizando una única planta.

«Una recesión tiene siempre consecuencias distributivas y deriva en conflictos sociales que harían todo mucho más complicado»

P.- Usted ha escrito sobre el desarrollo de la conciencia medioambiental en Occidente. ¿Dónde empezó todo?

R.- El ecologismo alcanzó su mayoría de edad en la Cumbre de la Tierra de Estocolmo de 1972, pero el movimiento se había ido gestando a lo largo de décadas. La publicación en 1962 de Primavera silenciosa, de Rachel Carson, cambió nuestra percepción de la naturaleza y nos sensibilizó sobre los peligros que entrañaban para el planeta determinadas tecnologías, como los pesticidas. Ese despertar se trasladó luego a la política y revolucionó los sistemas de partidos en Occidente. En Alemania Los Verdes se fundan en 1979 y, en Francia, poco después [en 1982].

P.- Aquí fueron fundamentales las series de Félix Rodríguez de la Fuente: Fauna y El Hombre y la Tierra.

R.- Cada país tiene su propia historia, unos empezaron antes, otros después… No se trata, de todos modos, de una progresión constante. Sufre sus altibajos. En Estados Unidos se está dando un retroceso. Algunos políticos republicanos atacan a los ecologistas para conseguir votos.

«Estoy convencido de que llegará un momento en que toda la electricidad que consumamos proceda de fuentes renovables»

P.- ¿Y cuándo surge la preocupación por el cambio climático?

R.- Eso tardó más en materializarse. La Cumbre de 1972 se ocupó de la contaminación, la gestión de los recursos y la relación entre crecimiento y medio ambiente. El calentamiento global no estaba aún en lo alto de la agenda.

P.- Lo que inquietaba era el enfriamiento global.

R.- Se temía efectivamente que la emisión de gases a la atmósfera dificultara la entrada de radiación solar y enfriara la Tierra, pero fue una conjetura temporal. A finales de los 80 una amplia mayoría de científicos coincidía en que la gran amenaza era el calentamiento. Había pruebas muy claras y, en 1992, durante la Cumbre de Río de Janeiro, se aprueba la Convención sobre el Cambio Climático. Curiosamente, el impulso se lo dieron gobernantes conservadores, como Margaret Thatcher en el Reino Unido, Helmut Kohl en Alemania y, en cierta medida, Ronald Reagan en Estados Unidos.

«El enfriamiento global fue una conjetura temporal. A finales de los 80 una amplia mayoría de científicos coincidía en que la gran amenaza era el calentamiento»

P.- Su tesis doctoral se centró en el agujero de la capa de ozono. Entonces se alcanzó un acuerdo bastante deprisa.

R.- Es un precedente interesante. Le induce a uno a pensar: «Si lo resolvimos entonces, ¿por qué no vamos a poder ahora?». Los clorofluorocarbonos (CFC) eran tan omnipresentes como pueden serlo hoy los combustibles fósiles. Se empleaban en los sistemas de calefacción y refrigeración y en la fabricación de artículos electrónicos. Parecían imprescindibles. Y sin embargo, en unos pocos años nos deshicimos de ellos.

P.- ¿Cómo lo conseguimos?

R.- La producción de CFC estaba concentrada en muy pocos países, cinco o seis. Los principales eran Estados Unidos, Francia, Alemania y Gran Bretaña, y rápidamente se comprometieron a prohibir su uso tan pronto se encontrara un sustituto. La industria no reaccionó bien al principio. Se opuso a cualquier restricción, alegando que los CFC eran irreemplazables, así que se entró en una impasse: por un lado, los Gobiernos no podían prohibirlos mientras la industria no desarrollara alternativas y, por otro, la industria carecía de incentivos para desarrollar alternativas mientras no se prohibieran. El pulso se mantuvo hasta que, en 1986, la química DuPont, responsable de la mitad de los CFC estadounidenses y de una cuarta parte de los mundiales, declaró que la evidencia sobre el daño que estaban causando a la capa de ozono era incontestable y anunció que iba a reemplazarlos. Y una vez que DuPont apoyó la prohibición, los demás fabricantes no tuvieron más remedio que sumarse. Un año después se firmaba el Protocolo de Montreal.

«El acuerdo para proteger la capa de ozono se alcanzó rápidamente porque los actores involucrados eran pocos»

P.- La diferencia con los combustibles fósiles es grande: había poca gente implicada y se encontró un sustituto bastante deprisa.

R.- Ahora tampoco faltan fuentes alternativas, pero la producción de hidrocarburos está muy repartida y, sobre todo, aún se puede hacer mucho dinero con ella. ¿Qué ganan, además, con el cambio muchas petroleras y gasistas? Con los CFC, la industria que los vendía iba a vender también sus sustitutos y podía plantearse una reconversión. Pero ahora el negocio se lo va a quedar otro. Arabia Saudí no fabrica paneles ni molinos. No tiene muchos alicientes para dejar de bombear crudo.

P.- ¿Y qué tal va el agujero de la capa de ozono? Tengo entendido que ahí sigue…

R.- Nunca fue un agujero. Se trata más bien de un adelgazamiento de la capa y, aunque ha recuperado parte de su grosor, repararla del todo llevará tiempo. Lo mismo que revertir el calentamiento global. Harán falta décadas, entre 50 y 80 años, para eliminar el CO2 de la atmósfera.

«Arabia Saudí no fabrica paneles ni molinos y no tiene muchos alicientes para dejar de bombear crudo»

P.- El debate científico sobre el carácter antropogénico del calentamiento global se zanjó hace tiempo.

R.- Nadie discute ya eso. Sabemos perfectamente qué emisiones lo originan, todo eso está claro. Sobre lo que persisten dudas es sobre las consecuencias a largo plazo. La mayor incógnita son los llamados puntos de inflexión. ¿Qué ocurrirá cuando se derritan los casquetes polares? ¿Se producirá una catástrofe o asistiremos más bien a un proceso gradual? ¿Y cómo afectará el calentamiento a la circulación de las aguas? Europa debe sus suaves temperaturas a la Corriente del Golfo. ¿Colapsará esta al alcanzar un determinado punto y entraremos en una edad del hielo? ¿De cuánto tiempo disponemos? Es mucha incertidumbre y por eso la mayoría de los científicos recomiendan reducir ya las emisiones y no esperar a ver cómo se resuelve el experimento.

P.- Algún experto piensa que la solución la aportará al final la tecnología, como ha ocurrido una y otra vez a lo largo de la historia, y abogan por la adaptación, más que por la mitigación [reducción de emisiones].

R.- Es una falsa disyuntiva. No hay que elegir entre una u otra, hay que trabajar en ambas. Debemos adaptarnos, porque la subida de la temperatura ya está aquí y va a seguir con independencia de lo que hagamos. Fíjese en las olas de calor que han experimentado ustedes este verano en España.

P.- Bueno, no se crea, aquí en verano hace mucho calor siempre…

R.- Pero cada vez más. ¿Y las tormentas que han sacudido el sur de Italia? Están formándose huracanes en el Mediterráneo… Vamos a tener que adaptarnos, pero eso no significa que haya que abandonar la mitigación. Al contrario. Cuanto más reduzcamos las emisiones, menor será el daño.

«No hay que elegir entre adaptación y mitigación. Es una falsa disyuntiva. Hay que trabajar en ambas»

P.- Muchos ciudadanos se resisten a renunciar a sus actuales niveles de bienestar para atajar el cambio climático.

R.- Una cosa está clara: si terminamos en un mundo tres o cuatro grados más cálido, nos va a salir muy caro. Millones de personas deberán abandonar la costa, porque la subida del mar la habrá anegado, se perderán infraestructuras… Es lo que tienen los cambios climáticos, que son enormemente gravosos. Descarbonizar el planeta no es barato, pero el coste de no hacer nada es mayor.

P.- En su último libro, el activista Johan Norberg cuenta que durante el confinamiento las emisiones se redujeron un 6%, pero a un precio terrible: aumentó la pobreza extrema, cayó la esperanza de vida, se duplicó el paro… Dice que para cumplir el Acuerdo de París [mantener el aumento de la temperatura media global por debajo de los dos grados] necesitaríamos el equivalente a una pandemia cada año de aquí a 2035.

R.- Es una analogía ingeniosa, pero nadie se plantea volver a encerrar a la gente. Al contrario, necesitamos que se mueva y siga trabajando. Pero debemos al mismo tiempo encontrar otras formas de calentar y acondicionar las casas, de transportar las mercancías, de mejorar la eficiencia de las fábricas. Además y por encima de todo, tenemos que invertir en fuentes renovables. La Agencia Internacional de la Energía elabora un anuario en el que recoge el precio de la energía solar y lo proyecta al futuro y, ¿sabe qué? Durante los últimos 15 ejercicios se ha equivocado sistemáticamente, porque los precios han caído más deprisa de lo previsto. ¿Por qué? Por la inversión. Cuanto más fondos destinemos a fuentes alternativas, más se abaratarán.

«Cada cual tiene su chivo expiatorio: EEUU culpa a China, China a Occidente, los activistas al capitalismo… Es un ejercicio bastante estéril»

P.- Si reducir la emisión de gases de efecto invernadero es tan importante y todos estamos de acuerdo, ¿por qué no se hace? ¿Quién tiene la culpa? ¿China, Estados Unidos, Occidente, el capitalismo?

R.- Aunque no hemos conseguido que a escala mundial se reduzcan las emisiones, sí que se están estabilizando y, en algunos lugares, revirtiendo. En Europa llevan cayendo desde finales de los años 90. Incluso en Estados Unidos han bajado, a pesar de la presidencia de Donald Trump. Por supuesto, en las regiones más pobres siguen aumentando y ese es el gran desafío. Necesitamos acelerar la transferencia de tecnología para que Gobiernos como el indonesio o el indio transicionen a fuentes sostenibles y dejen de invertir en combustibles fósiles… En cuanto a la responsabilidad, cada cual tiene su chivo expiatorio: los estadounidenses culpan a China, China a Occidente, los países del norte a los del sur, los activistas al capitalismo… Es un ejercicio bastante estéril.

P.- ¿Y qué opina de quienes abogan por el decrecimiento? Es un movimiento que ha ganado tracción, sobre todo en Alemania y en España.

R.- El debate me interesa en la medida en que pone sobre la mesa nuestra adicción al crecimiento y nos recuerda que los aumentos del PIB no siempre se traducen en un mayor bienestar, una mejor salud o más felicidad. Pero no creo que haya que tomarse sus planteamientos al pie de la letra. Reducir la actividad para regenerar el medio ambiente sería un error, porque la descarbonización es muy cara. Hay que seguir innovando y eso requiere crecimiento. Una contracción económica, y acabamos de verlo con la Gran Recesión, tiene siempre consecuencias distributivas y deriva en conflictos sociales que harían todo mucho más complicado.

«El Acuerdo de París obliga a cada Gobierno a desvelar qué está haciendo y esa transparencia permite a los demás presionarlo en caso de desviación»

P.- En la lucha contra el cambio climático afrontamos un fallo de mercado conocido como el «dilema del gorrón». [Ante un desafío común, si tú cooperas y los demás se ponen de perfil, haces el canelo, porque pagas y el problema no se resuelve; si en cambio tú te pones de perfil y los demás cooperan, el problema se resuelve y no pagas nada. ¿Conclusión? Mejor no hacer nada].

R.- Es un problema clásico de externalidades. El ejemplo típico es el fabricante irresponsable que vierte sus residuos en un río porque los perjuicios los sufren quienes viven corriente abajo. Los economistas han ideado varias soluciones. Se puede obligar a internalizar el coste de los derrames al fabricante irresponsable imponiéndole una multa o gravándole con un tributo que sufrague la limpieza. Esa es la lógica subyacente a la aplicación de un impuesto sobre el carbono. En Europa hemos creado asimismo un mercado. Se han repartido derechos de emisión entre las compañías y las que no los usan, es decir, las más limpias, los venden y ganan dinero y las más sucias tienen que comprarlos. El inconveniente de todos estos remedios es que deben implementarse a escala planetaria y no existe una autoridad internacional que evalúe cuánto contamina cada cuál y le cobre un gravamen o lo sancione.

«Trump no cree en la ciencia del clima. Ha declarado que es un invento de los chinos para reducir la competitividad de la industria estadounidense»

P.- ¿Qué sugiere, entonces?

R.- No deberíamos abandonar la aproximación multilateral, porque las grandes conferencias ayudan a debatir, a marcar objetivos y a medir el progreso. Con todas sus limitaciones, son la mejor herramienta que tenemos. El Acuerdo de París obliga a cada Gobierno a desvelar qué está haciendo y esa transparencia permite a los demás presionarlo en caso de desviación. Al margen de esa coacción moral, poco más se puede hacer en el plano internacional. A nivel regional, hay más posibilidades. La Unión Europea va a imponer aranceles a los socios extracomunitarios que no reduzcan sus emisiones. Cuando vengan a vendernos sus artículos les dirá: «La descarbonización comporta un coste adicional para nuestra industria y, para nivelar el terreno, va a tener que pagar tanto de más». La mera propuesta ya ha causado ansiedad a potencias exportadoras como China, la India o los propios Estados Unidos, e igual reconsideran sus agendas verdes.

P.- En materia de medio ambiente, ¿quién sería mejor presidente: Trump o Kamala Harris?

R.- Trump no cree en la ciencia del clima. Ha declarado que es un invento de los chinos para reducir la competitividad de la industria estadounidense. Solo con eso queda claro cuál es el peor resultado posible de las presidenciales para el medio ambiente. Ahora bien, conviene recordar que incluso durante su mandato, entre 2016 y 2020, las emisiones disminuyeron y el uso del carbón cayó. Incluso aunque gane las elecciones, Estados Unidos no volverá al carbón, ya no es rentable. Aparte de que las grandes compañías, tanto industriales como tecnológicas o financieras, están dispuestas a respetar el Acuerdo de París. Trump podrá ralentizar la descarbonización, pero no va a revertirla.

P.- Joe Biden y Harris han cambiado de opinión sobre el fracking y ya no piensan prohibirlo.

R.- Están preocupados por la marcha del voto demócrata en estados como Pensilvania, donde el fracking ha experimentado un gran auge. Tampoco olvidemos que, durante la presidencia de Biden, Estados Unidos se ha convertido en el mayor exportador de petróleo. No parece que ni él ni Harris vayan a asumir el tipo de compromiso que el planeta necesita.

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