Si queremos que España tenga futuro, debemos volver a tomarnos la realidad en serio
Los hechos no pueden ser blanda plastilina que el gobernante moldee a su antojo para justificar lo injustificable
Mientras Valencia se anegaba, el presidente Carlos Mazón mantenía una larga sobremesa con la periodista Maribel Vilaplana para ver si le aceptaba la dirección de la cadena autonómica À Punt. Al día siguiente, con Valencia ya anegada y decenas de cadáveres en las calles, el Congreso de los Diputados convalidaba el decreto que cambia las mayorías en el consejo de administración de RTVE y habilita un nuevo reparto de cargos generosamente retribuidos. Como argumentó con claridad cristalina la portavoz de Sumar, Aina Vidal: «Los diputados no estamos para achicar agua».
Así están las prioridades en nuestra clase política: primero, la televisión y, luego, los ahogados.
Como teorizó Antonio Gramsci, en las sociedades avanzadas la autoridad no se ejerce mediante la opresión descarnada, sino con una mezcla de coacción y consentimiento. El ahora caído en desgracia Íñigo Errejón ilustraba la tesis gramsciana con una elocuente metáfora: el Estado ya no es un castillo aislado, sino una fortaleza rodeada por «una red de medios de comunicación, escuelas, iglesias, publicaciones y cultura popular que tiende a naturalizar y a hacer invisible el dominio de unos pocos». No sirve de nada asaltar el Palacio de Invierno. Ahora la prioridad estratégica son RTVE y À Punt.
Dar la batalla de las ideas
Hubo un tiempo en que lo importante era lo que se hacía, no lo que se contaba. José María Aznar se abonó a esta «teoría de la lluvia fina». Pensaba que una gestión templada y competente acaba calando en los votantes y se traduce a la larga en una abundante cosecha electoral. Y sin duda en muchos ámbitos los hechos hablan por sí solos, pero la política no es uno de ellos.
En Yo no me callo Esperanza Aguirre se lamentaba de cómo la derecha había descuidado la confrontación intelectual tras la caída del muro de Berlín, confiada en que «ya era indiscutible el triunfo […] de la economía de mercado, la democracia liberal y la sociedad abierta».
Y con Rajoy todavía en la Moncloa, la militante y hoy eurodiputada popular Isabel Benjumea alertaba de que la acción de gobierno no podía reducirse a la mera administración de la cosa pública. «La batalla de las ideas hay que darla todos los días —me decía en un reportaje para Actualidad Económica—. Si no construimos un discurso fuerte e ilusionante, estamos dando oxígeno a las soluciones mágicas que ofrecen los populismos y los nacionalismos».
Gigafactorías virtuales
El problema de este país es que hemos pasado de no dar la batalla de las ideas a no hacer otra cosa. Si antes nuestros gobernantes apenas contaban lo que hacían, ahora apenas hacen lo que cuentan.
Su discurso está lleno de plantas de coches eléctricos, de fábricas de microprocesadores, de minas de litio y de gigafactorías de baterías que únicamente existen en los informes de los consultores, pero cuyos anticipos electorales ya nos han empezado a cobrar. Y no seré yo quien se oponga a semejante explosión de riqueza, pero ¿va a controlar alguien que todo se lleve efectivamente a término? Y de llegar a inaugurarse, ¿se comprobará su rentabilidad? Y en el caso de que esta no sea la esperada, ¿cabe esperar alguna consecuencia?
Mucho me temo que las respuestas son no, no y no.
A ver si me he levantado en México
Si el relato es, como Gramsci intuyó, un arma eficaz para la toma del poder, tiene el inconveniente (a menudo subestimado por los marxistas) de que la realidad no siempre encaja en él.
Por más que Pedro Sánchez insista en que estamos «a la cabeza de Europa», lo que reflejaban las imágenes de los afectados por la riada era un desvalimiento impropio del Primer Mundo. Y cuando unos días después escuché en la radio mientras me afeitaba que al jefe de Delitos Económicos de la Policía lo habían cogido con 20 millones de euros emparedados en su chalé de Alcalá de Henares, no pude por menos que pensar: «A ver si me he levantado en México sin darme cuenta».
El entusiasmo por el relato nos ha llevado a desentendernos de la realidad y, poco a poco, el país se desliza hacia la irrelevancia.
Las décadas perdidas
La evolución relativa de nuestro PIB per cápita es especialmente reveladora.
Como escribe el historiador de la economía Leandro Prados de la Escosura, España empezó a recuperar terreno con la Unión Europea a partir de 1955 y, en una primera fase que llega hasta 1975, lo hizo muy deprisa. Luego la convergencia se fue ralentizando hasta que en 1992 se detuvo y, desde entonces, no hemos hecho más que retroceder. «En 2020, España había vuelto a su posición de 1975».
Desde que arrancó el siglo, el debate se ha centrado en la memoria histórica, el lenguaje inclusivo y el heteropatriarcado, con olvido de la liberalización de los servicios, de la flexibilización de las relaciones laborales y, sobre todo, de la educación.
«O formamos mejor a las nuevas generaciones o las condenamos a vivir miserablemente —alerta el profesor del IESE Javier Díaz Giménez—. Y es importante que la gente entienda que esto no se resuelve a golpe de decreto. Puedes poner el salario mínimo donde te dé la gana, pero en un mercado libre las empresas únicamente van a contratar a aquellos candidatos cuya productividad valga por lo menos tanto como el sueldo que reciben».
Si alguien la hace, que la pague
España habrá de afrontar en los próximos años hercúleas tareas: las pensiones y el envejecimiento, las listas de espera de la sanidad y la lentitud de la justicia, la vivienda y la inteligencia artificial. ¿Cómo vamos a acometer nada de esto cuando ni siquiera somos capaces de algo tan elemental como mantener limpios los barrancos, impedir que se construya en zonas inundables o colocar rápidamente una dotación de bomberos en una población que está a cinco kilómetros del centro de Valencia?
Errejón cree que lo que llamamos «realidad» es un constructo ideológico, que lo único que existen son discursos antagónicos y que la política consiste en imponer el tuyo. Pero, ¿y después? Después hay que gobernar y, cuando el constructo ideológico es una riada que se te lleva la casa por delante, lo que distingue al Estado funcional del fallido es que la UME llega antes que la prensa.
Justo al contrario de lo que hemos visto estos días.
Si queremos que España tenga futuro, debemos volver a tomarnos la realidad en serio. Los hechos no pueden ser blanda plastilina que el gobernante moldee a su antojo para justificar lo injustificable. Los hechos deben tener consecuencias y eso significa rendición de cuentas y, donde corresponda, dimisiones. Que el que la haga, la pague.
Así, el próximo presidente valenciano seguro que no se entretiene en la sobremesa mientras su comunidad se anega.