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La otra cara del dinero

¿En qué momento se jodió la globalización?

A los ricos no nos afectará la caída del comercio, pero para los pobres supone la diferencia entre la vida digna y la miseria

¿En qué momento se jodió la globalización?

A Donald Trump se le hace muy cuesta arriba pensar que administrar un país no es como gestionar una empresa. | Zuma Press

«En los últimos años —observa el periodista Paul Wiseman—, Estados Unidos ha abjurado gradualmente de su papel de campeón mundial del libre comercio». La razón es «la pérdida de empleo industrial», que muchos atribuyen a los «intercambios irrestrictos con una China cada vez más agresiva».

Esa es, poco más o menos, la tesis de Donald Trump. Como muchos empresarios metidos a políticos, el presidente electo establece una analogía entre la balanza comercial de un país y la cuenta de resultados de una compañía, y el déficit recurrente lo pone lógicamente de los nervios. «Estamos perdiendo una enorme cantidad de dinero —declaraba en 2016 al New York Times—. De acuerdo con muchas estadísticas, 800.000 millones de dólares. No me parece inteligente». De ahí su opinión de que los aranceles son «el mejor invento de la humanidad».

El problema es que los demócratas no le van a la zaga en proteccionismo. Joe Biden no solo mantuvo las barreras al comercio levantadas por su predecesor, sino que envidó más con una tarifa del 100% sobre los vehículos eléctricos chinos. ¿En qué momento se jodió la globalización?

Lo que dicen los expertos

«El comercio parece una competición —escribe el economista Russell Roberts en La elección, pero es una forma de cooperación. Los japoneses fabrican televisores para los americanos y, a cambio, los americanos les hacen las medicinas a los japoneses». Sale mucho más caro que cada país produzca de todo. En España tuvimos ocasión de experimentarlo en carne propia cuando Franco y «su visionario Juan Antonio Suanzes» intentaron tras la Guerra Civil alcanzar la autarquía y, como recuerda Fabián Estapé en sus memorias, nos regalaron 20 años de hambre y miseria.

A contrario sensu, la globalización ha supuesto una considerable mejora de los niveles de vida. «Desde 1990 —recuerda Luis Esteban González Manrique en un reciente Informe Semanal de Política Exterior— el libre comercio ha contribuido a aumentar un 24% los ingresos globales, incluido un 50% el del 40% más pobre».

Probablemente, no hay asunto sobre el que exista mayor consenso entre los expertos. «Cuando preguntas a los economistas si el libre comercio arroja un beneficio neto —dice David R. Henderson—, una gran mayoría, que supera en ocasiones al 90%, responde que sí». Observen que Henderson no habla simplemente de beneficio, sino de «beneficio neto», es decir, de un saldo entre debe y haber. Porque, como todo en la vida, el comercio entraña inconvenientes.

Muertes por desesperación

«Los trabajadores sin titulación universitaria —sostiene el Nobel Paul Romer— fallecen cada vez más jóvenes. Es un indicador subyacente que nos dice que la vida está empeorando para muchos estadounidenses». Romer se refiere en concreto a ese proletariado que se ha visto despojado de medios y de propósito por la contracción del tejido industrial. Se ha acuñado incluso una expresión para referirse al mal que los aflige: «muertes por desesperación».

«¿Qué fuerzas económicas y sociales han hecho que la clase obrera blanca ya no pueda acceder a los trabajos buenos y recurra a los opioides para calmar su sufrimiento?», se preguntan Anne Case y Angus Deaton, otro galardonado por la Academia de Suecia.

La respuesta la aportan los investigadores Michael Hicks y Srikant Devaraj, cuyo análisis sobre el empleo en el sector manufacturero concluye que el mayor impacto se lo ha asestado con diferencia la tecnología. «Casi el 88% de la destrucción de puestos industriales [entre 1990 y 2015] se debió a las ganancias de productividad». Por su parte, el comercio sería responsable del 13% de las pérdidas. En lugar de imponer aranceles, Hicks y Devaraj sugieren a los gobernantes impulsar «reformas educativas» que pongan a la mano de obra a la altura de las cada vez más sofisticadas exigencias de la empresa moderna.

¿Servirá eso también para cerrar el déficit exterior que tanto inquieta a Trump?

El déficit comercial

En realidad, la posición de la balanza comercial no es un indicador fiable de la marcha de una economía.

El superávit puede deberse a que los ciudadanos ahorran y las empresas producen artículos competitivos, lo que a su vez promueve las exportaciones, como sucede con Corea del Sur o Alemania. Pero puede ser asimismo consecuencia de un desplome del consumo interno. «Si los superávits comerciales fuesen tan buenos —escribe Don Boudreaux, catedrático de la Universidad George Mason—, la década de 1930 habría sido una era dorada en Estados Unidos».

Por su parte, un déficit puede revelar una expansión insostenible del gasto, como la que los españoles protagonizamos tras el ingreso en el euro, pero también puede tener su origen en la inversión en maquinaria que requiere la modernización de un país. Todo el milagro de los tigres asiáticos fue acompañado de aparatosos déficits por cuenta corriente. Los propios Estados Unidos los han registrado la mayor parte de su historia «desde 1790 », subraya Walter E. Williams, otro profesor de la George Mason, sin que ello impidiera que pasasen «de ser una nación pobre y relativamente débil a la más próspera y poderosa».

Un magnífico negocio

¿Y de qué naturaleza es el actual déficit estadounidense? De una muy especial.

A Washington le resulta complicado cuadrar su balanza comercial porque su banco central emite la principal divisa de reserva y comercial del planeta. La pujante demanda de dólares eleva su cotización y hace menos competitivos los artículos de los estadounidenses, pero también les permite endeudarse a tipos bajos y les proporciona más de dos billones al año en concepto de señoreaje. Es un magnífico negocio, porque, como explica el catedrático de la Universidad de California Barry Eichengreen, «cuesta unos pocos centavos […] imprimir un billete de 100 dólares, pero para comprarlo hay que aportar el equivalente a 100 dólares de verdad en bienes y servicios».

Y no hemos hablado de la gran ventaja geopolítica.

«La centralidad del dólar en las finanzas mundiales le proporciona [a la Casa Blanca] un poder del que nadie más disfruta», observa Neil Irwin. ¡Y de qué manera! Como señala The Economist, el número de sanciones que impone Estados Unidos se ha disparado desde 2000. La víctima más reciente ha sido Moscú. Washington ha congelado 282.000 millones de dólares de activos rusos en el extranjero, ha desconectado su banca de SWIFT (la red a través de la cual los bancos se comunican) y ha llamado de vuelta a casa a Visa y Mastercard.

Si Trump quiere que América siga siendo grande, le conviene preservar este resorte, aunque uno de sus efectos secundarios sea el déficit comercial.

En qué momento se jodió la globalización

«Si desde la Revolución Industrial los países ricos crecieron más deprisa que los pobres —editorializaba The Economist hace unas semanas—, las dos décadas posteriores a 1995 constituyeron una asombrosa excepción. Durante ese periodo, las diferencias en el PIB se redujeron, la pobreza extrema se desplomó y la sanidad y la educación públicas mundiales mejoraron enormemente, con un gran descenso de la malaria y de la mortalidad infantil y un aumento de la escolarización».

Entonces estalló la crisis de 2008 y la izquierda culpó a los excesos del capitalismo: en ese momento se jodió la globalización.

El efecto ya es apreciable. Los indicadores de salud pública mundial todavía mejoraron modestamente en los años previos a la pandemia, pero a partir de entonces han caído en picado. «La malaria mata cada año a más de 600.000 personas, lo que nos ha devuelto a los niveles de 2012 —señalaba en el mismo artículo The Economist—. Y desde mediados de la década de 2010, se ha terminado la convergencia entre los países pobres y los ricos».

Los aranceles no son un gran invento

Es posible que no podamos regresar sin más a la era dorada del comercio internacional. Como advierte Noah Smith, China se ha convertido en un problema y «su agresividad geopolítica no puede ignorarse». Además, en el imaginario colectivo se ha instalado firmemente la convicción de que un poco de proteccionismo no va a hacer daño a nadie y que, como dice Trump, los aranceles son un gran invento.

Nada más lejos de la verdad.

Un estudio de Carlos Góes y Eddy Beckers calcula que solo el cese de intercambio tecnológico entre Oriente y Occidente provocará pérdidas de bienestar de hasta el 12% en algunas regiones. Y como siempre, quienes más sufrirán las consecuencias serán aquellos a los que la progresía pretende defender con su retórica anticapitalista. Porque «los países ricos nos las arreglaremos —concluía The Economist—. Pero para los pobres, un poco de crecimiento puede suponer la diferencia entre una vida digna y la miseria».

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