El misterio de la Inmaculada Transición
Cómo esta España nuestra tan cainita coronó su travesía hasta una democracia que no está nada mal
Existe una leyenda rosa de la Transición que el historiador José Álvarez Junco atribuye al sociólogo Juan José Linz, quien hace años impulsó «en los medios académicos internacionales la imagen del proceso español como un ‘modelo’ exitoso y pacífico» de restauración democrática.
En realidad, el proceso estuvo bastante lejos de ser pacífico. «De 1975 a 1982 —señala Álvarez Junco—, se produjeron entre 600 y 700 muertes violentas de carácter político; un centenar al año, dos por semana».
Cierta izquierda incluso cuestiona que fuera modélico y no digamos ya exitoso. Juan Carlos Monedero ha denunciado el mito de «la Inmaculada Transición», una «patraña piadosa» que habría dado lugar a «una democracia de mentira».
Entre ambos extremos (aunque claramente escorado hacia el primero) se sitúa el último libro de Juan Fernández-Miranda, Objetivo: Democracia. El adjunto al director de Abc ha puesto el foco en las maniobras de los políticos protagonistas (Juan Carlos I, Adolfo Suárez y su propio tío abuelo, Torcuato Fernández-Miranda), pero sin ignorar la tumultuosa agitación social que lo acompañó y condicionó. «En la década de los años 70 —recuerda Juan Fernández-Miranda—, la conflictividad laboral en España aumenta sin cesar: los 616 conflictos de 1971 se multiplican por cinco hasta los 3.159 de 1975. […] El punto álgido […] se alcanza en enero de 1976, cuando se paralizan importantes servicios públicos: el Metro de Madrid, los taxis, Renfe, Correos o Telefónica».
A ese trasfondo de terrorismo y huelgas se unía el ominoso legado de la idiosincrasia nacional. Ortega y Gasset escribe que «bajo la aparente camaradería de los españoles» se oculta «un terrible resorte de acero que los mantiene separados y prestos […] a arrojarse unos sobre otros». Cada conversación es un combate, cada palabra una lanzada, cada gesto un navajazo.
El filósofo consignó estas lindezas hacia 1910. Si alguien pudo discrepar entonces, no tuvo más remedio que enmudecer tras la carnicería de la Guerra Civil. Y cuando en 1975 murió el dictador, la mayoría anticipaba otro gran duelo a garrotazos.
¿Cómo fue posible la Transición?
De la ley a la ley
Cuenta Juan Fernández-Miranda que al principio nadie entiende qué pretende el Rey. Por un lado, durante su proclamación ha prometido un futuro basado en «un efectivo consenso de concordia nacional», lo que puede interpretarse como una voluntad de apertura. Pero, por otro, mantiene como presidente a Carlos Arias Navarro, que gimotea desconsolado cada vez que le mientan al caudillo.
La contradicción obedece a que Franco lo ha dejado todo «atado y bien atado», como manifestó en su discurso de Navidad de 1969. De conformidad con las Leyes Fundamentales, el jefe del Estado no puede colocar a quien le dé la gana al frente del Gobierno o de las Cortes. Debe elegir al candidato de entre una terna que elabora el Consejo del Reino, una institución trufada de leales al Movimiento.
Don Juan Carlos puede saltarse la legalidad y optar por la ruptura, como le reclama la izquierda, pero Torcuato Fernández-Miranda lo ha alertado contra esa tentación. La tragedia de España, le explica, es que los sucesivos regímenes se han levantado sobre un pronunciamiento o una revolución, sin respetar las opiniones discrepantes. Semejante vicio de origen había alentado el resentimiento y la inestabilidad.
Era esencial conjurar esa maldición y concitar el máximo consenso yendo «de la ley a la ley», lo que requería templar gaitas, contentar a tirios y troyanos y, en suma, obrar con una cautela que se confunde fácilmente con la falta de determinación.
Del gradualismo a la terapia de choque
Cuando se afronta una gran transformación, existen dos grandes estrategias: el cambio gradual y la terapia de choque. El Rey pondrá inicialmente en práctica la primera. Su idea es ir elevando la temperatura democrática mediante pequeños cambios legislativos para que, como las ranas de la fábula, los franquistas se vayan cociendo sin darse cuenta.
Todavía con Arias Navarro al frente del Gobierno, su vicepresidente Manuel Fraga impulsa un proyecto de ley de manifestación y reunión y otro de asociaciones que superan el trámite parlamentario, pero cuando en mayo de 1976 intenta modificar los artículos del Código Penal que despenalizan los partidos, los inmovilistas reclaman que conste expresamente la prohibición de cualquier formación comunista.
Se trata de una exigencia que la calle, convenientemente instigada por el PCE y su sindicato CCOO, jamás asumiría. El propio Rey, escribe Juan Fernández-Miranda, «había hecho llegar un mensaje a Santiago Carrillo [secretario general del PCE] pidiéndole paciencia, pero comprometiéndose a incorporarlo al juego democrático».
El fracaso de la despenalización de los partidos deja claro que «un tránsito […] votación a votación, paso a paso, es dar demasiadas oportunidades al búnker», así que don Juan Carlos encarga a Torcuato Fernández-Miranda que pase a la terapia de choque. El entonces presidente de las Cortes se encierra un fin de semana en Navacerrada y elabora el borrador de la Ley para la Reforma Política, un pequeño texto que es básicamente la octava Ley Fundamental del franquismo: la que deroga las siete anteriores y convoca elecciones libres.
El problema es convencer a continuación a dos tercios de los procuradores para que se hagan el harakiri, pero para ello el jefe del Estado ha sustituido un mes antes a Arias Navarro por Adolfo Suárez, un ambicioso político que se encargará de explicar a sus señorías, «uno por uno», las «razones de la reforma, los deseos del Rey y su futuro político».
Uno de varios equilibrios
«Aunque el acuerdo que apuntaló la Transición —observan los historiadores Tamar Groves, Nigel Townson, Inbal Ofer y Antonio Herrera— se ha presentado como un plan premeditado y ejecutado por los líderes políticos a puerta cerrada, con el tiempo ha quedado claro que en realidad consistió en una secuencia caótica en la que todos los actores tuvieron que adaptar sus posturas para defender sus intereses».
El régimen resultante fue uno de entre varios equilibrios posibles. Fraga, por ejemplo, defendía un modelo bipartidista similar al británico, del que habría quedado excluido el PCE. En general, se da por sentado el superior pedigrí democrático de nuestro actual arreglo multipartidista y de representación proporcional, pero ¿lo es de verdad?
Tanto en los Estados Unidos como en la República Federal de Alemania de los años 70 el comunismo era ilegal y, aunque en Francia o Italia no lo era, existían pactos para mantenerlo fuera del poder. Hoy el PCE está sumido en la irrelevancia. Podemos, por consiguiente, mostrarnos generosos con sus herederos e incluso pretender educadamente que han sido unos campeones de la libertad, pero no existe ningún régimen comunista donde se respeten las libertades más elementales.
En cuanto a la representación proporcional, otorga a los partidos pequeños un peso decisivo a la hora de definir políticas e incluso de hacer y deshacer Gobiernos, lo cual va, como argumenta Karl Popper, contra la misma esencia de la proporcionalidad: «la idea de que la influencia de un partido debe corresponderse con el número de sus electores». ¿Cómo podemos considerar que el Reino Unido o Estados Unidos son menos democráticos que España, cuando aquí la Moncloa es rehén de un prófugo de la justicia que no ha recibido ni el 2% de los votos?
¡Viva el régimen del 78!
La Transición no fue inmaculada, pero eso no le resta mérito ni mucho menos la convierte en una «patraña piadosa».
Comparada con la Arcadia de dicha y abundancia que siempre promete y nunca cumple la extrema izquierda (y la izquierda no tan extrema), nuestra Constitución deja bastante que desear. Pero de todos los equilibrios posibles, no fue en absoluto el peor. Aquello pudo acabar como el rosario de la aurora, activándose ese terrible resorte que nos mantiene a los españoles prestos a arrojarnos unos sobre otros. Por el contrario, hemos disfrutado de cuatro décadas largas de libertad y prosperidad, algo insólito para cualquiera familiarizado con la historia de España.
Incluso aunque fuera una patraña, ¿saben qué? Que tampoco está tan mal una cierta mitificación de la Transición. Después de todo, nos ha devuelto la confianza en nosotros mismos, nos ha cohesionado en torno a un proyecto ilusionante y contribuye, como señala Álvarez Junco, a «realzar los valores fundamentales de nuestro sistema».
Ese es el mensaje último del espléndido libro de Juan Fernández-Miranda y no puedo estar más de acuerdo.