THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

¿Qué probabilidades hay de que Shakespeare sea el mejor escritor de todos los tiempos?

La lista de literatos, músicos y pintores que han pasado a la posteridad no es fruto solo de criterios estéticos

¿Qué probabilidades hay de que Shakespeare sea el mejor escritor de todos los tiempos?

Todos los años, se celebra en Stratford-upon-Avon un desfile en conmemoración de William Shakespeare. En la imagen, un hombre caracterizado como el Bardo. | Isabel Infantes (Zuma Press)

La pieza más famosa de Tomasso Albinoni (1671-1751) es el Adagio en Sol menor, pero si entran en el artículo de la Wikipedia verán que «en realidad fue compuesta en 1945 por el musicólogo Remo Giazotto».

Giazotto explicó que había rescatado aquel fragmento de sonata de entre las ruinas de la Biblioteca Estatal de Dresde y, dado que era un reputado experto en el barroco y en Albinoni, se aceptó sin problemas la atribución. La igualmente reputada casa Ricordi editó la partitura y, en el curso de los años siguientes, la grabarían Herbert Von Karajan y St. Martin in the Fields y se sumaría a las bandas sonoras de Rollerball, Gallipoli y Flashdance.

La Biblioteca Estatal de Dresde desmintió casi inmediatamente que aquella composición formara parte de su colección y, aunque Giazotto nunca se retractó, hoy se considera que el Adagio es creación suya. Podemos entender que se apropiara de una pieza perdida de Albinoni y dijera: «Mirad lo que se me ha ocurrido». Pero, ¿por qué renunció a la autoría de una melodía de tanto mérito?

La nueva burguesía adinerada

A finales del siglo XIX, el banquero y filántropo John Lubbock compiló los 100 libros que debían constituir la lectura básica de cualquier ciudadano educado.

«La prensa —escribe Orlando Figes en Los europeos— dio amplia difusión a este directorio». La nueva aristocracia del dinero surgida de la Revolución industrial se sentía acomplejada ante la superioridad cultural de la vieja nobleza de sangre y necesitaba que le indicaran urgentemente qué literatos debían gustarle, qué pintores podían suscitar su admiración y ante qué compositores había que extasiarse.

La cristalización de la lista de Lubbock y otras similares en el canon actual no sería, sin embargo, fruto exclusivo de un riguroso proceso de selección.

Figes cuenta que en la música «el movimiento estuvo inicialmente liderado por Schumann, Berlioz y otros compositores y críticos», quienes establecieron un elenco de «clásicos de orquesta y cámara en el que dominaban los tres maestros muertos más venerados, Beethoven, Haydn y Mozart». Esto era una novedad. Hasta 1800 el repertorio lo integraban sobre todo autores vivos. Suponían el 80% de los conciertos programados en Viena, Leipzig, París y Londres. Pero en 1870, la proporción se había invertido y el 80% del repertorio correspondía a compositores fallecidos.

Arrollados por el tren

Este conservadurismo musical no respondía a un rechazo estético, sino a una pura conveniencia comercial.

Al abaratar brutalmente los costes del transporte, el tren abrió nuevos mercados a todo tipo de productos: el vino italiano, el queso francés, el aceite español y la ópera. En la era de los coches de caballos, las taquillas de los teatros habían dependido del público local y, para que este repitiera, había que estar continuamente estrenando. «Una ópera —cuenta Figes— podía durar una temporada, o menos, antes de ser retirada y olvidada. Pocas producciones lograban […] sobrevivir mucho más […]. Durante sus primeras cuatro décadas, la Scala programó 298 obras diferentes».

Todo esto cambió con el ferrocarril, que permitía atraer público de un radio más amplio y mantener en cartel las representaciones de mayor éxito.

«Los montajes conocidos salían más baratos —argumenta Figes—; la orquesta y los solistas necesitaban menos ensayos, y las partituras estaban libres de regalías. También era más probable hacer buenas taquillas, por la razón perfectamente legítima de que se trataba de obras populares».

Para los músicos jóvenes se volvió, sin embargo, cada vez más difícil ver sus piezas interpretadas.

¿Fue Shakespeare el mejor literato?

Una selección similar tuvo lugar con la literatura.

Una de las estrategias de mercadotecnia más rentables consistía en lanzar «bibliotecas populares», es decir, colecciones de libros de pequeño formato y muy baratos. Como argumentaba el editor francés Michel Lévy, «el interés principal del público es el precio» y, para mantenerlo bajo, lo más práctico era ceñirse a la reimpresión de textos cuyos derechos de autor hubieran prescrito. Añadamos a ello las leyes que por toda Europa proliferaron a finales del XIX para salvaguardar determinados valores nacionales y nos haremos una idea aproximada de cómo se cocinó el canon occidental.

Aunque Sam Bankman-Fried, el promotor de la plataforma de criptodivisas FTX hoy encarcelado, no es ningún especialista en la materia, realiza una ingeniosa crítica a la exaltación de Shakespeare.

Dice que Mucho ruido y pocas nueces se basa «en personajes unidimensionales y poco realistas, tramas ilógicas y finales obvios». Y añade que podría seguir hablando sin parar sobre sus defectos, pero que en puridad no debiera hacer falta porque «cuando Shakespeare escribía, casi todos los europeos se dedicaban a la agricultura» y apenas diez millones sabían leer y escribir. «En cambio, en la esfera occidental, hay más de 1.000 millones de personas alfabetizadas. ¿Qué probabilidad hay de que el mejor literato de todos naciera en 1564?».

Un club más que exclusivo

Bankman-Fried sin duda exagera, pero la sacralidad del canon es más que cuestionable.

Entre los escritores que han acabado en las bibliotecas populares porque sus derechos de autor habían prescrito o porque les caían bien a los políticos nacionalistas, y los músicos viejos que en el siglo XIX se convirtieron en un tapón para los jóvenes por culpa del ferrocarril, ¿cuánto talento lleva desperdiciado la humanidad? ¿Y cómo incorporar una creación nueva al canon?

Algo así debió de pasársele por la mente a Giazotto mientras daba forma al Adagio. Hoy pocos discuten que es una pieza magnífica, pero ¿qué suerte habría corrido de no haber llevado el apellido de Albinoni? ¿La habría editado Ricordi? ¿La habrían grabado Karajan y St. Martin in The Fields? ¿Habría figurado en alguna banda sonora?

Lo dudo. El Adagio es hoy la obra más famosa de Albinoni porque Giazotto comprendió que el canon es un club más que exclusivo, al que es difícil acceder sin una buena recomendación.

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