La verdadera edad de oro de Occidente es la actual, siempre y cuando no nos la carguemos
Cada poco surgen líderes, como Donald Trump o el emperador Zhu, que cierran fronteras. ¿Por qué los apoya la gente?

El presidente Donald Trump se dirige a los trabajadores de la acerera US Steel el pasado 30 de mayo. Al fondo, en letras de molde, un cartel reza: «La edad dorada». | Daniel Torok (White House / Zuma Press)
Johan Norberg (Estocolmo, 1973) era a mediados de los años 90 un anticapitalista furibundo. En su dormitorio de adolescente fantaseaba sobre lo dichosos que sus antepasados debían de haber sido, coexistiendo en perfecta armonía con la naturaleza.
«Pero empecé a estudiar la historia de esos antepasados —recuerda en una entrevista— y me di cuenta de que no vivían ecológicamente. Morían ecológicamente, y a edades muy tempranas, de inanición si el tiempo no acompañaba y había malas cosechas». Los datos eran demoledores. Nunca hubo una Arcadia feliz. Los suecos del siglo XIX sufrían los azotes periódicos de hambrunas terribles, que los obligaban a roer las cortezas de los árboles, y de epidemias devastadoras, en las que caían como chinches.
¿Cuándo y cómo dejamos atrás esa pesadilla? ¿Y qué alimenta una y otra vez el anhelo del paraíso perdido?
El arancel, ese gran invento
Los obreros de US Steel ante los que Donald Trump anunció el sábado que aumentará del 25% al 50% los aranceles al acero y el aluminio no podían ocultar su entusiasmo.
Según el presidente de Estados Unidos, su intención inicial era dejarlos en el 40%, pero los ejecutivos de la compañía lo convencieron de que los subiera otros diez puntos, y no les faltaba razón. Primero, porque vas a ver tú qué bonus se ponen este año y, segundo, porque si las barreras son tan buenas como sostiene Trump, ¿por qué no llevarlas hasta el 200%, el 400% o el 600%? Y ya puestos, ¿por qué no prohibir por completo las importaciones?
En realidad, el proteccionismo es una pésima idea. En su último libro, Peak Human, Norberg cartografía el auge y caída de distintas civilizaciones e identifica un patrón inequívoco: la apertura es buena y la retracción, mala.
Pretérito imperfecto
El primer emperador de la dinastía Song (960 a 1279 d. C.) era, según Norberg, un hombre liberal, tanto en lo político (practicaba «la poco convencional política» de «no matar a los funcionarios que discrepaban de él»), como en lo económico (mediante la construcción de canales estimuló el movimiento de personas, bienes e ideas). Un siglo después, China era el país más rico del planeta y su entonces capital, Kaifeng, tenía una población equivalente a 65 Londres.
Todo esto acabó con la llegada de la dinastía Ming, que hacia 1400 había conseguido reducir el PIB del reino a la mitad. ¿Cómo? Se prohibió la libre circulación en el interior y se castigó con la pena de muerte el comercio internacional. La flota de buques oceánicos se desmanteló. La nostalgia del emperador Zhu Yuanzhang era tan incurable que trajo de vuelta los peinados de 500 años atrás y, como te sorprendieran con el corte equivocado, te castraban a ti y a tu peluquero.
(Este último es un terreno —el de la moda, no el de la castración— por el que Trump aún no se ha adentrado, pero no por falta de ganas, porque ya ha indicado a sus ministros que el aspecto importa y todos respetan lo que el New York Times llama estilo MAGA: traje azul, camisa blanca y corbata roja).
Con el beneplácito de la afición
Norberg ilustra el éxito de las tesis promercado con otros muchos ejemplos.
Atenas acogía con los brazos abiertos a los extranjeros talentosos y disfrutaba de niveles arancelarios inferiores a los de la Singapur o el Hong Kong actuales. Roma llenó las orillas del Mediterráneo con 400.000 kilómetros de vías que facilitaban los intercambios de todo tipo. Y el Califato abasí convirtió Bagdad en un crisol de pueblos que hizo de los árabes la punta de lanza intelectual de la Edad Media.
¿Por qué invariablemente acaba surgiendo un mandatario que, como Trump o Zhu, lo desbarata todo con el beneplácito de la afición?
El mono cobarde
La aversión a la apertura y a la innovación son las dos caras de una misma moneda: el miedo a lo desconocido. Y lo primero que hay que decir es que nuestro sistema nervioso no ayuda.
El mono que sobrevive en la sabana es el que sale corriendo cuando el arbusto se agita, no el que se queda a ver si hay un león detrás. La evolución ha cableado nuestro cerebro para que los fusibles salten ante la menor alteración de la rutina y, aunque nos resultó muy útil mientras masticábamos raíces en el valle del Rift, ahora entorpece el cambio.
La tecnofobia tiene, por tanto, una base biológica, pero ¿por qué en determinados países es más intensa que en otros? ¿Por qué los chinos están convencidos de que sus hijos vivirán mejor y los occidentales pensamos todo lo contrario, como revelaba hace unos años un sondeo de Pew Research Center?
Alivio y simpatía
«La razón más probable —responde Noah Smith— tiene que ver, creo, con la historia reciente».
Los estadounidenses y, sobre todo, los europeos habitamos países de crecimiento lento, cuyos PIB se mueven a tasas anuales del 2%. Eso no está mal. Permite que los niveles de renta se dupliquen cada 35 años. Pensemos que durante siglos la humanidad permaneció estancada en los poco más de dos dólares diarios.
Pero la percepción de mejora no depende del balance que se hace al final de una vida, sino del arqueo de caja que se realiza cada día, y ahí las oscilaciones cíclicas pueden ser determinantes.
Si formas parte de una economía como la china, que ha mantenido una progresión cercana al 10% durante décadas, el que de repente estalle una crisis supone una contrariedad, pero sabes que acabarás reponiéndote en unos años. El cuento es, sin embargo, muy distinto si tu PIB a duras penas alcanza el 2%. La herida de una recesión tarda bastante más en cicatrizar, si es que alguna vez lo hace, y eso afecta a la actitud ante la apertura y la innovación. Se contemplan con mucho más recelo los experimentos y se recibe con alivio y simpatía a los políticos que, como Trump, ofrecen protección.
Por más que no exista ninguna evidencia de que levantar muros vaya a devolvernos al paraíso perdido, como Norberg demuestra.