Cuánto cobra una monja de clausura: esta es la realidad sobre su salario
A través de sus redes sociales, una joven benedictina muestra cómo la vida conventual une fe y autogestión económica

Monja | Canva
Tomar los hábitos y vivir en clausura no es una elección menor. Es una renuncia profunda a muchos de los elementos que configuran la vida cotidiana para la mayoría de las personas: el matrimonio, la maternidad, la libertad de vestir según el gusto personal o incluso la autonomía geográfica. A pesar de ello, muchas mujeres encuentran en esta vida de recogimiento espiritual una fuente de plenitud. Es el caso de sor Marta, una joven monja benedictina que ha roto la barrera del silencio conventual al trasladar su testimonio a redes sociales. A través de su canal de YouTube y su cuenta de TikTok (@sormarta.osb), responde con naturalidad y transparencia a las dudas que le plantean sus seguidores, incluida una de las más recurrentes: ¿una monja de clausura cobra un sueldo?
Un estilo de vida y no una profesión remunerada
Sor Marta responde con contundencia: no, no hay salario por ser monja. «Los sacerdotes diocesanos sí tienen un sueldo del Obispado, porque tienen que vivir y se les cuida su espiritualidad, pero en nuestro caso somos totalmente autónomas», explica en uno de sus vídeos más vistos. Las monjas de clausura, como ella misma señala, no reciben ingresos del Estado, ni del sistema tributario a través de la X de la Iglesia, ni de ninguna otra vía institucional.
Sin embargo, eso no significa que vivan sin medios. Los monasterios, en muchos casos, se organizan como pequeñas cooperativas autosuficientes. En el caso del convento de sor Marta, la comunidad se financia mediante la elaboración y venta de productos artesanales como dulces o cosmética natural. «Estamos dadas de alta como autónomas y pagamos la Seguridad Social. Cotizamos todos los meses para poder tener jubilación en el futuro», detalla la religiosa.
Renuncia, vocación y sentido práctico
Lejos de idealizar la vida conventual, sor Marta aborda la realidad con honestidad. Reconoce que su decisión fue, en parte, por una búsqueda personal de felicidad: «Yo quería ser feliz. No hay más. Entonces fue por puro egoísmo». Con el tiempo, esa motivación inicial se transformó en una entrega más profunda: «Ya no es ser feliz yo, sino ser feliz con y para el Señor», confiesa. Este testimonio deja al descubierto un aspecto poco conocido de la vida religiosa: su dimensión económica. Detrás de los muros del convento no hay sueldos, pero sí trabajo, organización, impuestos y futuro previsional. Un recordatorio de que, incluso en contextos espirituales, la sostenibilidad sigue siendo imprescindible.

La fe como motor, la autogestión como base
En un contexto donde la espiritualidad se entrelaza con las redes sociales y la transparencia se impone incluso en los ámbitos más reservados, el caso de sor Marta ofrece una mirada sincera a una realidad que suele ser idealizada o directamente desconocida. La vida monástica no está financiada por la Iglesia ni por el Estado. Se mantiene a través del trabajo, la vocación y un modelo de autogestión que sorprende por su pragmatismo. Porque detrás del hábito hay mujeres que, además de fe, manejan números, mercados y estrategias de venta, todo para poder seguir dedicándose a una vida que, como dice sor Marta, es su manera de ser “100% feliz”.