¡Es la buena educación, estúpido!
Los problemas de convivencia no los genera la diversidad cultural ni sexual, sino el olvido de los más elementales modales

Los veranos dan lugar a grandes aglomeraciones y, por consiguiente, aconsejan extremar la educación. En la imagen, la playa de El Sardinero de Santander en agosto. | Nacho Cubero / Europa Press / ContactoPhoto
Es una tradición de esta época del año que los parroquianos de la cafetería donde bajo a leer la prensa compartan los momentos culminantes de su veraneo. No digo que esté a favor ni mucho menos que disfrute con ella, pero debido a una incomprensible asimetría anatómica que nos permite cerrar los ojos para dejar de ver, pero no cerrar los oídos para dejar de escuchar, me resulta imposible abstraerme de los dramas que desata una fórmula de pura cortesía («¿Qué tal las vacaciones?») y que en ningún caso debería interpretarse literalmente.
—Mi suegra se cayó y se ha roto la cadera —informa en una mesa contigua una señora entrada en años a otra aún mayor.
—No está mal —admite su interlocutora con gesto aprobatorio—, pero yo en la primera quincena de agosto recibí en la casa de la playa a mis cuatro hijos, sus cónyuges, mis ocho nietos y sus parejas respectivas. Todos a la vez.
Una rápida operación mental arroja una cifra imponente, pero más que la fuerza bruta de los números, lo que incomoda a la segunda señora es la heterogeneidad.
—Uno de mis nietos se ha hecho vegano y no veas los malabares que he tenido que hacer para cuadrar los menús. Otra nieta va por el cuarto o quinto novio. Su padre ya le ha dicho que no le presente a más, porque lo pasa fatal cuando rompen. El anterior era atlético como él, veían el fútbol juntos y, claro, le había cogido cariño. —La segunda señora hace una pausa, mira a derecha e izquierda y baja la voz—. Además, el novio nuevo es musulmán, no te lo pierdas. Eso no le impide compartir colchón con mi nieta —añade afectando agravio—, pero a la hora de comer todo tenía que ser halal.
Veganos, polifidélicos, musulmanes… La modernidad se ha vuelto decididamente compleja de gestionar.
—Son los inconvenientes de la sociedad multicultural —filosofa la primera señora. ¿Pero lo son de verdad?
Cuarenta y tantos a comer
En el pueblo, durante los paseos que le doy a mi perrita Wanda, coincido a menudo con el vecino y el desbarajuste doméstico que me describe es muy similar.
—Todos los hijos quieren pasar las fiestas aquí. Vienen con las mujeres y los niños y nos llegamos a juntar no sé cuántos a comer. Mi mujer acaba molida, porque es que además en la casa no se mueve un esparto si no se agacha ella.
El mayor de los hijos se apiadó de tanto azacaneo y convidó a todos a la posada de San Froilán uno de los días.
—Qué detalle —le comento.
—Quiá —responde el vecino—. La parienta se negó. Dice que le da apuro que nadie pague 30 euros por un plato que ella cocina por tres. Y razón no le falta. Es una exageración lo que te cobran por cualquier bobada.
Así que la mujer acaba tan exhausta como la señora de la cafetería, y aquí no hay multiculturalidad que valga, porque pocas familias hay tan macizamente homogéneas y convencionales como la de mi vecino.
El origen de las obligaciones
Llámenme rancio, pero el problema no es la diversidad ni el poliamor, sino el olvido de los buenos modales. ¿Qué fue de ellos?
Las sociedades liberales reconocen dos formas principales de obligación: las que derivan de nuestra condición de seres humanos (y que son, básicamente, las incluidas en las declaraciones de derechos universales) y las que contraemos voluntariamente (bien por las leyes que democráticamente nos damos, bien por los compromisos que libremente adquirimos). Estos preceptos cubren, sin embargo, un número limitado de situaciones y, fuera de ellas, se tiende a rechazar cualquier coerción.
Por ejemplo, ¿por qué hay que dar las gracias al conductor que se detiene en un paso de cebra? Es su obligación.
La mayoría piensa que la cortesía es, en el mejor de los casos, un mero lubricante social y, en el peor, un oscuro catálogo de prescripciones de origen preconstitucional, que reprimen nuestra natural bondad. Jean-Jacques Rousseau insta en Las confesiones a «no ocultar el propio corazón», porque sus emociones son lo único que no han logrado corromper los curas y los reyes.
Hacer el trato agradable e inofensivo
En realidad, es todo lo contrario: existe un claro vínculo entre la democracia y la buena educación.
Como explica Linda Holdforth, la Ilustración se gestó en los salones franceses del siglo XVIII, donde una estricta etiqueta prohibía cualquier crítica que no fuera atemperada por la ironía. Madame Geoffrin, la heredera de las fundiciones de cristal Saint Gobain, jamás se opuso a que en su palacete de París se hiciera la revolución, pero siempre que no se alzara la voz ni se perdieran las formas, y no dudó en expulsar por ello al vehemente Denis Diderot. Como en otro lado observa David Hume: «Del mismo modo que dictamos leyes a fin de […] encauzar la oposición entre intereses privados, establecemos reglas de cortesía a fin de […] hacer el trato agradable e inofensivo».
Los veraneos no deberían quedar al margen de esta elemental recomendación: «hacer el trato agradable e inofensivo».
El novio musulmán de la segunda señora podría organizar un día un menú halal para disfrute general y el vegano, otro sin huevos ni carne. Y todos, incluidos los hijos de mi vecino, deberían arrimar el hombro para repartir más equitativamente las cargas domésticas. Son prescripciones que no se derivan de nuestra condición de seres humanos ni figuran en ningún código o contrato privado, pero evitarían que los momentos culminantes del verano degeneren en esos dramas de los que se quejan los parroquianos de la cafetería donde bajo a leer la prensa.