Réquiem por un campesino autosuficiente
¿Qué pasaría si en Occidente nos pusiéramos a trocear las grandes explotaciones agrícolas por antinaturales?

Un campesino esparce pesticida en Tailandia con ayuda de un dron. | Chaiwat Subprasom (Zuma Press)
La otra tarde, en La 2, me tragué con mi pobre madre el documental de un británico que había abandonado la estéril e insostenible existencia de los urbanitas y había decidido hacerlo todo con sus manos desnudas: la casa, la ropa, la comida. Había rehabilitado un pesebre en Gales y allí criaba vacas, cerdos y pollos, bebía el agua de lluvia y cultivaba sus verduras y sus legumbres. Al hombre se le veía superorgulloso.
En estos tiempos de ecologismo no es raro tener a algún conocido que, con mayor o menor intensidad, haya experimentado, como el galés de La 2, la llamada de la naturaleza. En el Claridge he conocido a unos pocos. De entrada, no suelen ser muy elocuentes sobre su experiencia, pero a medida que la noche avanza y las copas caen, se les va soltando la lengua y no tienen inconveniente (al contrario) en volcarte sus miserias acodados en la barra. La historia que más me impresionó fue la de Ramón.
Gestión de excedentes
«En mi casa de la sierra —cuenta Ramón— tengo un jardín enorme y desocupado y pensé: ¿por qué no lo aprovecho? Así me entretengo los fines de semana. Total, que me puse a ello y, al principio, estaba feliz. Los madrugones son de escándalo y darle al azadón es brutal, pero, ¿qué era aquello comparado con la idea de comer lo que has cultivado en tu propio terruño?».
Enseguida lo sorprendieron las cantidades. «No tienes ni idea de cuántos tomates y fresas y pepinos salen de unos pocos metros cuadrados». La gestión de esos excedentes no es sencilla. «Cuando ya has elaborado todas las conservas y todas las mermeladas y todos los encurtidos y no te cabe ni un bote más en la alacena, ¿qué haces? No vas a poner un puesto en la calle para venderlo, era lo que me faltaba. Empecé a regalar, pero tampoco es sencillo. Resultó que no era el único horticultor autosuficiente de la sierra. En otoño todas las esquinas del pueblo se llenan de gente como tú en busca de incautos, pero estos ya se lo saben y, en cuanto divisan a lo lejos a alguien cargado con bolsas, se dan a la fuga, o peor todavía, intentan colocarte las suyas». Y hablamos de cuando todo va bien, algo que no está ni mucho menos garantizado.
Un animal muy voraz
«En el campo vives a merced de mil contingencias —dice Ramón—: el frío y el calor, la lluvia y la sequía, el granizo y las plagas. —Hace una pausa, vacía su copa de un largo trago y añade con un gesto a medio camino entre la desolación y el rencor—: Para mí lo peor fue el topillo. —Su solo recuerdo lo estremece—. Por favor, otra de lo mismo —pide al camarero señalando su copa vacía. Solo después de otro largo trago se siente en disposición de reanudar el relato—. Una mañana me encuentro con el semillero revuelto. Todas mis pequeñas plantas estaban tumbadas y con las raíces al aire. Tiré de uno de los tallos. Estaba roído y el bulbo había desaparecido. Llevaba días viendo crecer aquella cebolleta. Fui tirando de un tallo tras otro. A la mayoría les faltaba el bulbo. Rápidamente me metí en internet. Esto parece una invasión de roedores, pensé, y efectivamente eran roedores, pero uno solo. El artículo también decía que era un animal muy voraz y advertía de que su velocidad de reproducción agravaba el problema».
Aquel topillo se convirtió en una obsesión. «Probé de todo. Puse trampas mecánicas, esparcí veneno, instalé emisores de ultrasonidos y vertí un repelente con olor a coyote que no veas tú qué peste. En vano. Me recuerdo, en un momento dado, envuelto en una manta en medio de la noche heladora, provisto de una linterna y una escopeta, esperando a que aquella alimaña asomara el hocico para romperle el alma».
El tamaño importa
Muchos sobrellevan estos sinsabores con la satisfacción de quien está prestando un gran servicio a la humanidad, pero ni siquiera eso está claro.
Para empezar, cuanto mayor es una explotación agrícola, más se beneficia la lucha contra el cambio climático, porque caen las emisiones por unidad de producción. Las granjas grandes son también menos vulnerables a los vaivenes del ciclo económico y, como generan más ingresos, reducen «el riesgo de que los agricultores pertenezcan a los grupos de ingresos más bajos», como explican Damilola Aladesoru et al.
La correlación entre tamaño y eficiencia es más compleja. En Europa y Estados Unidos todos los estudios encuentran una correlación positiva «entre el tamaño de la finca y la productividad», pero «en los países en desarrollo, esta relación se invierte». ¿A qué se debe esta paradoja?
Misterio al descubierto
La agricultura tradicional es muy intensiva en mano de obra. De la siembra, el desbroce y la cosecha se encargan jornaleros poco cualificados que requieren vigilancia y, aun así, cometen errores. Por ello, a medida que la superficie aumenta, también lo hacen los errores y los costes de supervisión, con lo que el rendimiento decrece.
Esto no ocurre con las máquinas. Los sensores, los satélites y las plataformas de software ayudan a monitorear el suelo y la salud de los cultivos, y la aplicación precisa de agua, fertilizantes y control de plagas reduce el derroche. Se pueden explotar enormes superficies de forma eficiente. La FAO lleva años insistiendo en que la tecnología se ha vuelto esencial para garantizar la seguridad alimentaria. La innovación no está, sin embargo, al alcance de las granjas más pequeñas y si en Occidente troceáramos las grandes explotaciones y nos volviéramos todos agricultores autosuficientes, como el galés de La 2 o mi amigo Ramón, veríamos cómo el hambre volvía a azotar a millones de personas.
Y eso, en el supuesto de que sobreviviéramos al topillo.