¿Ligan más los anarcocapitalistas?
Las ideologías no deberían ser distintas de los electrodomésticos: si no funcionan, se llevan al punto limpio y ya está

Las ideas libertarias han ganado mucho atractivo, como revela el éxito de Javier Milei en Argentina. En la foto, durante un mitin celebrado en setiembre del año pasado. | Matias Rosingana / Zuma Press / ContactoPhoto
Una de las razones por las que mi amigo L. V. se hizo comunista fue que «ligaba un montón». No digo que su conversión no fuera fruto de un proceso intelectual y de largas horas de pesadísima lectura. Estoy incluso dispuesto a creer que fue lo fundamental, pero lo de que ligaba un montón parece que desempeñó un papel relevante.
Olvidamos a menudo que las ideas no son simplemente cosas que nosotros decimos, sino cosas que dicen de nosotros. Configuran nuestra imagen pública y funcionan como signos externos. Igual que Charlie Harper presume en Dos hombres y medio de tener un Mercedes y un chalet en Malibú, hay quien alardea de anarcocapitalista, como Carlos, el ingeniero treintañero que pasó hace unos días por el programa First Dates de Telecinco y no dudó en emplear su ideario como arma de seducción.
—Tengo una personalidad peculiar —le anunció a Cristina.
—¿A qué te refieres? —respondió ella con una risita más inquieta que divertida.
—No creo que hayas conocido a muchos libertarios en tu vida.
—¿A qué te refieres? —insistió ella.
—Soy miembro de la Asociación Libertaria Austriaca fundada por Jesús Huerta de Soto. Este hombre es el padre intelectual de Javier Milei y sus ideas anarcocapitalistas.
—Ahora explícamelo de una manera para alguien que no tenga ese concepto tan digerido, que yo te pueda entender exactamente.
Islotes precapitalistas
Probablemente tiene razón el sociólogo Pierre Bourdieu cuando dice que el triunfo del capitalismo en las sociedades europeas no ha sido completo y convive con «islotes de economía precapitalista» en los que prevalece una racionalidad no ya distinta, sino contraria a la maximización financiera. Bourdieu ilustra esta aversión con el ejemplo de los cabileños, un pueblo norteafricano para el que «la moral de los negocios —escribe— se opone a la de la buena fe [y] excluye […] que se preste con interés a alguien de la familia».
En Occidente, el ámbito en el que más notoria resulta esta lógica antimercado es el cultural, donde «existe la posibilidad de triunfar sin vender libros, sin ser leído, sin ser representado». El poeta maldito «puede deducir de su maldición en su época indicios de elección en el más allá».
¿Y por qué habría nadie de aspirar a algo tan poco satisfactorio desde el punto de vista material? Porque la remuneración física no es la única forma de compensación que los humanos apreciamos. Es más, en esos islotes precapitalistas de Bourdieu se desprecia a quienes mercantilizan sus creaciones: «El éxito comercial puede tener valor de condena». La única moneda de cambio aceptada es el «capital simbólico», con el que a lo mejor no te dejan pagar en el tinte o la panadería, pero que puede suscitar una fascinación magnética. Quienes lo poseen en abundancia ejercen sobre los demás, según Bourdieu, «una especie de acción a distancia, sin contacto físico. Se imparte una orden y esta es obedecida; se trata de un acto casi mágico».
Algo así contaba mi amigo L. V. de sus amoríos y, viendo lo poquita cosa que es, el marxismo debía de ser una magia poderosa.
Normas de contratación
¿Y cómo se adquiere ese capital simbólico o, lo que es lo mismo, la magia de la que habla Bourdieu?
Ya hemos visto que la mera transacción comercial está proscrita. Molière ridiculizó hace siglos los intentos del burgués gentilhombre por adquirir lustre intelectual a golpe de dinero, y debo decir que las cosas no han cambiado desde entonces: muchos presuntos intelectuales acaban, como monsieur Jourdain, rodeados de farsantes que balbucean una jerga absurda y repiten como loros fórmulas que no comprenden.
El camino ortodoxo para acumular capital simbólico es exigente y duro. En mi época de universitario había que ver películas inaguantables, asistir a oscuras exposiciones, leer a autores indescifrables, y comentarlo luego todo en tono extático. «El plano final es magnífico —recuerdo que dijo alguien de una película de Antonioni—. ¡Dura siete minutos!». «¿Solo siete minutos?», recuerdo que pensé yo.
Aquello era un aburrimiento, así que en un momento dado decidí salir del armario y me pasé al frente anti-Alphaville. Confesé que me gustaba La Guerra de las Galaxias, una historia con buenos y malos reconocibles; abjuré de Pollock, Fassbinder y, por supuesto, Antonioni, y desistí (¡qué alivio!) de acabar el Ulises de Joyce.
Me cuesta tanto olvidarte
El hecho de que algunas ideologías se adquieran a costa de semejantes sacrificios explica por qué es tan difícil dejarlas.
Las ideas no deberían ser distintas de los electrodomésticos: si no funcionan, se llevan al punto limpio y ya está. Pero ¿cómo vas a abandonar una teoría a la que has entregado tus años mejores? ¿Es que no vale nada todo lo que leíste, todo lo que subrayaste, todo lo que memorizaste? Y piensa en aquel empleo tan bien pagado al que renunciaste porque no estabas dispuesto a dejarte atrapar en el sistema…
Cambiar de voto es un acto de honestidad implacable. Exige renunciar a esas cosas que las ideas dicen de nosotros y atenernos a lo que escuetamente dicen de las cosas, y no todos estén en condiciones de dar ese paso.
Dividendos
¿Y qué tal le fue a Carlos, el ingeniero treintañero que no dudó en emplear su ideario anarcocapitalista como arma de seducción?
En los últimos años, la cotización del pensamiento libertario ha ganado enteros en los mercados de activos simbólicos, y no le falta razón a Huerta de Soto cuando se felicita por la aparición de uno de sus seguidores en First Dates. «Si ya se liga hablando de mí y de la Escuela Austriaca —comentó a otro tuitero—, es que esto va bien».
Pero que tampoco se emocione. El anarcocapitalismo dista de ser el valor estrella de la economía simbólica. Los dividendos de imagen más importantes sigue repartiéndolos el sector progresista. Cristina, desde luego, no se dejó impresionar por la magia de Carlos y rechazó una segunda cita. «Ha sido una especie de señor de 60 años, [un] alma vieja [a la] que le falta sabrosura», declaró en la Sala del Amor.
