El 'affaire' Carmen Mola
«Si un hombre (o tres) del siglo XXI decide firmar su obra como mujer será porque considera que puede ayudarle a vender y ser leído»
Poco se ha hablado de la novela ganadora del Premio Planeta; la conversación se ha quedado en la identidad de la autora, o sea, en los tres hombres que hasta la noche del viernes se escondían tras el pseudónimo «Carmen Mola». Si en lugar de Carmen hubieran elegido Carmelo, estaríamos a otra cosa. Pero que tres hombres hayan hecho fortuna firmando con nombre de mujer ha levantado una polvareda de indignación.
Entiendo la tentación de canalizar la rabia a través de relatos maniqueos: «Buscan reírse del feminismo, robar (de nuevo) el foco a las mujeres, cuando empezaban a asomar desde las sombras». Pero es ingenuo pensar que decidieron ser «Carmen Mola» para ridiculizar la lucha de la mujer.
Más lógico es asumir que Jorge Díaz, Antonio Mercero y Agustín Martínez eligieron un nombre femenino porque consideraron que comercialmente no les perjudicaría e incluso que podría beneficiarles. No hay un cuestionamiento del papel de la mujer, sino la asunción de un avance positivo: tras siglos de lucha, el affaire Carmen Mola ha demostrado que un nombre femenino no es un obstáculo para lograr el éxito editorial.
Si un hombre (o tres) del siglo XXI decide firmar su obra como mujer será porque considera que puede ayudarle a vender y ser leído. No, su situación no es siquiera parecida a la de quienes en el XIX tuvieron que firmar sus obras como George Sand, George Eliot o Fernán Caballero, pero el juego con los nombres alumbra una verdad: el pseudónimo sirve para burlar prejuicios, es decir, para sortear barreras indebidas.
Los llantos por la dignidad herida a menudo ocultan motivos más primarios. Y cuando algo parecido a un chiste exhibe una fragilidad conceptual comienzan las erupciones de ira. Como en su día demostró el caso Sokal, nada despierta más la rabia del emperador que la revelación de su desnudez.
Una de las revelaciones que nos deja el asunto Mola es que los lectores, a diferencia de los periodistas culturales, dan más importancia al texto que a la firma: ¿ha hablado alguien de literatura en los últimos días? La otra, quizá la más llamativa, es que se ha demostrado que distinguir la prosa genuinamente femenina de la que no lo es no es tarea sencilla. No tanto como creen quienes defienden que toda identidad conlleva una epistemología intransferible.
Me queda una duda: si el uso de un nombre de mujer ha recibido acusaciones tan airadas de usurpación, ¿qué sucederá cuando un hombre pueda convertirse legalmente en mujer con un trámite administrativo?