THE OBJECTIVE
Juan Luis Cebrián

¡Basta ya!

«Este es un gobierno incapaz de gobernar, sin presupuestos, sin horizontes, sin proyecto, practicante del más burdo nepotismo ideológico y familiar»

Al hilo de los días
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¡Basta ya!

Ilustración de Alejandra Svriz.

¿No ha de haber un espíritu valiente? La famosa interrogante, proclamada por Francisco de Quevedo hace ya cuatro siglos, sigue de plena actualidad en la política española. Es preciso plantearla a los militantes y votantes del Partido Socialista Obrero Español, pero sobre todo a sus diputados en Cortes. Ante la deriva irresponsable de la gobernación del país, no deben obediencia alguna a la hora de expresar su opinión y depositar su voto.

Aunque desde el asesinato de León Trotsky, discrepar del pensamiento único que imponen las direcciones de los partidos, especialmente en la izquierda revolucionaria, ha incorporado riesgos inicialmente imprevistos para sus protagonistas. Cataluña vivió durante la guerra civil española algunos eventos que ignoro si la desmemoria histórica oficial querrá ponderar. Entre ellos, el reclutamiento del matarife que acabó con la vida del fundador del Ejército Rojo o la tortura y muerte de Andreu Nin, fundador del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), también a manos del estalinismo. En los años sesenta conocí a su compañero Julián Gorkin en su oficina de París. Había dado cobijo en ella a Dionisio Ridruejo, fugitivo también del franquismo después de haber sido fundador de Falange Española y autor de varias estrofas de su himno, el Cara al sol

Gorkin acabó sus días como afiliado del PSOE, mientras Ridruejo creó un incipiente partido socialdemócrata que no obtuvo respaldo electoral. En el exilio mexicano, el primero había sido buen amigo de Indalecio Prieto, junto a Besteiro el socialista histórico español más representativo de la moderación y el diálogo, cuando menos al final de sus días. Las memorias de Don Inda, bajo el título de Convulsiones de España, deberían ser lectura obligada para las jóvenes generaciones de su partido. Descubrirían las reflexiones de un revolucionario de izquierdas, un vasco que proclamó pública e insistentemente su amor a España, y que defendió la virtud de la clemencia para todo tipo de delitos, salvo en el caso de los saqueadores de fondos públicos, a los que hoy tildamos educadamente de malversadores, para quienes llegó a reclamar la pena de muerte. Prieto, Gorkin, Ridruejo y tantos otros fueron espíritus valientes al estilo reclamado por Quevedo. Intelectuales y hombres de acción a un tiempo, precursores del diálogo entre vencedores y vencidos en nuestra guerra civil, que culminó con la reconciliación bajo la actual Monarquía parlamentaria.

Por desgracia la debilidad estructural del gobierno actual, su sometimiento a sus propios enemigos a cambio del plato de lentejas de un poder efímero, su aversión a la verdadera memoria de la Historia y su afición a reescribirla, han resucitado en la clase política sentimientos que entierran la Constitución del 78. La polarización que aqueja a las opiniones públicas y que amenaza con socavar los cimientos de las democracias no es un fenómeno de la naturaleza, sino consecuencia de las malas artes de unos líderes mediocres, muchos de los cuales ni siquiera soñaron alcanzar distinciones que no merecen ni emprender proyectos que no saben definir. 

Sánchez comenzó su carrera política intentando un pucherazo en las urnas del partido. Todavía hoy es incomprensible que no le despidieran de la militancia, y hay que reconocerle cuajo y desparpajo por su aventura personal que le llevó a recorrer España para entrevistarse con las agrupaciones que le ayudaron a auparse a la presidencia. Instalado en ella, ha sido el gobernante que más ha enfrentado a los españoles entre sí desde el fin de la dictadura, sin más motivo ni otra meta que su ambición de poder. Hoy presume de dirigir un gobierno progresista, pero no hay progreso alguno en potenciar al separatismo nacionalista, vencido entre otras cosas por la acción de la justicia en defensa de la Constitución.

«Este gobierno no solo no funciona, sino que pretende no dejar funcionar a casi nadie»

La última peripecia del camino iniciado por el gobierno hacia una democracia deficiente, la protagoniza ahora un aventajado delfín suyo. El caballero Illa apunta maneras. Pese a que muchos le definían como el más españolista del socialismo catalán, sucursal insolidaria del PSOE, parece decidido a continuar por la misma senda. El método y los fines son idénticos: negociaciones secretas con delincuentes amnistiados por una mayoría escuálida del arco parlamentario, a fin de garantizar cesiones que ponen seriamente en peligro la continuidad del Estado, y a cambio de las migajas del poder. Luego ha venido una sarta de bufonadas de la vicepresidenta primera de esta especie de peronismo a la española, dedicado abusivamente a remunerar adhesiones y deseoso de perseguir cualquier discrepancia. Hasta el punto que durante la pandemia una de las actividades encargadas al Estado Mayor de la Guardia Civil fue ni más ni menos que tratar de minimizar el clima de opinión contrario a la pésima gestión de la crisis por parte del gobierno.

Algunos quieren ver no obstante una nueva etapa, la del final del procès, representada por la instalación de la bandera constitucional en el despacho del muy honorable presidente de la Generalitat. Me pregunto si la sumisión al independentismo irredento que su pacto de investidura conlleva le permitirá aplicar las sentencias judiciales que exigen el empleo del castellano en las aulas escolares al menos en un 25 por ciento de las asignaturas. Y si se atreverá a defender así los derechos de más de la mitad de la población catalana, cuya lengua materna es el idioma oficial del Estado, que todos los ciudadanos, incluidos los catalanes, tienen el deber de conocer y el derecho de usar.

Mientras estos debates nos entretienen, crece la impresión en la ciudadanía de que padecemos un lamentable desgobierno y un deterioro creciente de la administración pública. No es preciso relatar los conocidos despropósitos de todo género, en la acción exterior como en las leyes de igualdad, en el transporte ferroviario o en el tratamiento de la inmigración, en la atención a la seguridad del orden público o el control de las fronteras. El ridículo episodio de la fuga de Puigdemont, a todas luces protegido por la cúpula del sistema, solo pone de relieve la indolencia, incapacidad o complicidad de las autoridades policiales. Este es un gobierno incapaz de gobernar, sin presupuestos, sin horizontes, sin proyecto, practicante del más burdo nepotismo ideológico y familiar, prisionero de la cultura de los Koldo, Tito Berni, o Cerdán. El argumento de las obras completas de estos refinados intelectuales socialistas triunfará en las series de entretenimiento televisivo, pero acabará por arruinar al país. Felipe González definió en su día el cambio político con perfiles precisos. El cambio es que España funcione, dijo. Pues este gobierno no solo no funciona, sino que pretende no dejar funcionar a casi nadie. Si no se pone remedio, siete años de mentiras, promesas traicionadas, silencios culpables y chirigotas de aficionados acabarán por destruir la fe en la social democracia, y hasta en la democracia misma, a base de alimentar las pasiones inciviles de la ultraderecha.

Todavía es tiempo para que esto no suceda si las mejores cabezas del país, a derecha e izquierda, son capaces de recuperar el diálogo roto por el sectarismo y el silencio culpable de un jefe de gobierno incapaz de disipar las dudas judiciales sobre el comportamiento de sus dos familias: la política y la personal. Es preciso el retorno a la cordura. Ojalá el disentimiento de tantos electores y militantes socialistas, jóvenes promesas o antiguos militantes y dirigentes a los que debemos gratitud por su contribución a la recuperación de la libertad, les lleve a entonar un grito de esperanza. El mismo que en su día enarboló Fernando Savater frente a la amenaza letal del terrorismo, cuya herencia sigue ensuciando la política española: ¡Basta ya!

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