La prosa higiénica de Blanca Lacasa
«’El accidente’ narra un amor efímero e imposible y limpia con una prosa seca las manchas que deja la supuesta ‘buena literatura’, con sus excesos y cursilerías»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En España, la buena prosa es la prosa barroca. Es la prosa cargada y pegajosa, que todavía huele al esfuerzo que ha puesto en ella el autor. La prosa austera y sencilla, por el contrario, se considera algo no suficientemente trabajado. Y, sobre todo, algo no suficientemente emocional. Sin figuras retóricas no hay emoción. Como lector, además, es una mala inversión. Ya que me he gastado el dinero, lléname un poco más las frases, hazlas más largas (pasa igual con los libros largos versus los libros cortos: cuantas más páginas, mayor rentabilidad y retorno de la inversión).
La semana pasada, El País publicó un relato del diputado Gabriel Rufián. Cuenta un romance adolescente de verano. Su prosa es también adolescente y recargada, pero es sobre todo incomprensible. Un par de ejemplos: «Cerró los ojos y por los tapices húmedos de sus párpados circularon recuerdos». «Una docena de garzas surcan el cielo como bengalas disparadas contra montañas peladas». Antes de conducir un Ferrari hay que saber conducir un Seat Panda. En Twitter hubo mucha mofa, pero también elogios sinceros. Hay frases que no tienen sentido («El orgullo es un hueso invisible que mantiene la mirada erguida y el corazón helado»), pero parece que lo tienen, que tienen muchísimo sentido y sensibilidad. Son frases sonajero. Para muchos lectores del periódico, Rufián no es solo un gran parlamentario, es también un gran poeta.
«Para algunos lectores, esa contención es insensibilidad. ¿Dónde están los símiles, los altos vuelos, las frases largas?»
Justo leí ese mismo día El accidente, la novella de Blanca Lacasa. Narra también un amor efímero e imposible y lo hace con una prosa contenida. Para algunos lectores, esa contención es insensibilidad. ¿Dónde están los símiles, los altos vuelos, las frases largas? Aquí está todo en voz baja. Una chica con novio y un chico con novio se conocen. Hay una conexión inmediata, pero también mucha cautela. Intentan que no vaya a más, se tantean con miedo, se acercan y alejan.
Esos tanteos son cuernos, pero no son cuernos, pero sí son cuernos (He pensado en la frase «hay más cuernos en un buenas noches» de Jabois, en la película La peor persona del mundo).
La narradora se obsesiona, se dedica a leer las señales contradictorias que él le manda, lo psicoanaliza; él no sabe cómo gestionar su deseo, tampoco cómo comunicarlo. A veces recuerda a Sara Mesa, otras a Annie Ernaux. He pensado en La ocupación de la escritora francesa al leer fragmentos como este, en el que describe cómo él empieza a instalarse en ella, a colonizarla: «Y en silencio, cada uno por su cuenta, ella y él van creando el escenario. Un cuartito propio. Con sus ventanales y sus plantas. Ya han hablado de eso. De las plantas. Es sábado y ella mira la televisión con su madre. No hace mucho caso. Ahora ya hay un trozo colonizado. Un cuarto en el que hay alguien que se está instalando. Con sus ruidos de mover los muebles, de poner los cuadritos, de discutir sobre las cortinas». O cuando habla de «la torpeza de dos que están intentando encontrar un lugar pero no acaban de saber dónde tienen que dejar sus cosas».
La cosa no va a más, no explota. La amargura que queda es peor así: se juntan lo que fue (¿fue de verdad o estoy loca?, se pregunta ella) con lo que pudo ser. El resultado no es brillante pero sí profundo. Y, sobre todo, tiene una función higiénica: limpia con una prosa seca las manchas que deja la supuesta «buena literatura», con sus excesos y cursilerías.