La mejor historia es revisionista
«Solo un análisis ideologizado puede interpretar una crítica a la violencia que puso contra las cuerdas a la República en 1936 como justificación de lo que vino luego»
El concepto revisionismo siempre ha tenido muy mala fama. Suena a estalinista acusando a un trotskista, o a un socialdemócrata, o en general a cualquiera que no sea estalinista, de no ser suficientemente ortodoxo. Suena también a negacionismo del Holocausto, y de hecho es uno de los primeros ejemplos de revisionismo que aparecen en la Wikipedia sobre concepto. Y también recuerda al revisionismo sionista de Zeev Jabotinsky, el líder ultranacionalista judío. Siempre tiene una connotación peyorativa: es una desviación inaceptable de la ortodoxia, es un cuestionamiento irracional de algún suceso histórico, es una visión ideológica maximalista y radical.
Pero la mejor historia es siempre revisionista. En El muro de hierro. Israel y el mundo árabe, una de las mejores historias del conflicto que he leído y un riguroso derribo de algunos de los mitos sobre la creación del Estado de Israel, Avi Shlaim reivindica el concepto revisionismo. Integrado en el movimiento que se denominó «nuevos historiadores» en los años ochenta, Shlaim defiende que no hay nada nuevo en su método, simplemente obtuvo mejores fuentes para reescribir la historia de su país. Para él, el revisionismo es simplemente historia.
En un artículo en Babelia, el suplemento literario de El País, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, autores de Fuego cruzado. La primavera de 1936 (Galaxia Gutenberg, 2024), una monumental obra sobre la violencia política entre febrero y julio de 1936 en España, reivindican el concepto: «Sí, somos revisionistas, porque todo buen historiador debería serlo». Lo curioso es que responden a una reseña en el mismo periódico de otro historiador revisionista, Nicolás Sesma, que ha escrito una nueva historia integral del franquismo, Ni una, ni grande, ni libre (Crítica, 2024).
En la reseña, Sesma incluye Fuego cruzado en una nueva corriente revisionista sobre la Segunda República que, según él, niega «cualquier legitimidad y aspecto positivo en la experiencia republicana». «La violencia política es el penúltimo recurso de los que afirman que criticar cualquier aspecto de la República es hacer historia objetiva y reivindicar alguna de sus medidas y reformas hacer historia ideológica», continúa Sesma.
Es una crítica extraña e injusta, porque Álvarez Tardío y Rey no se cansan de reivindicar en el libro el régimen democrático y el pluralismo republicano; si son duros y juiciosos, son precisamente con aquellos líderes y movimientos que buscaban acabar con la democracia para implantar un Estado corporativo fascista (como defendían desde José Calvo Sotelo a José Antonio Primo de Rivera) o una dictadura del proletariado (como defendían líderes tan importantes como Francisco Largo Caballero).
«El Gobierno republicano quería defender la democracia con unos socios que, en el fondo, querían superarla»
Los autores discuten la degradación institucional y de la democracia desde la victoria del Frente Popular en 1936, la retórica incendiaria con llamamientos constantes a la violencia, el poco aprecio por la democracia de socialistas, comunistas, fascistas y reaccionarios varios, la inacción de las autoridades republicanas ante la gravísima alteración del orden público (llama especialmente la atención la desidia de Azaña en algunos momentos graves) y su ocultamiento de la verdad a la ciudadanía (con un Estado de alarma y censura).
Si son revisionistas e incómodos, es porque señalan algo que resulta obvio con la lectura del libro: el Gobierno republicano no hizo suficiente para frenar la violencia política de los suyos, y se dedicó a culpar sistemáticamente a las derechas. Como queda demostrado, muchos miembros del Frente Popular no tenían especial interés en conservar la democracia (de ahí el interés del PSOE de Largo Caballero y de los comunistas de no entrar en el Gobierno: preferían la política extraparlamentaria, cada vez más radical y violenta); el Gobierno republicano quería defender la democracia con unos socios que, en el fondo, querían superarla.
Solo un análisis intencionadamente unidimensional o directamente ideologizado puede interpretar una crítica a la violencia que puso contra las cuerdas a la República en 1936 como una justificación de lo que vino después. Como dicen los autores, «algunos historiadores han tendido a eludir los aspectos más controvertidos de aquella larga primavera de 1936, bajo la obsesión de no hacerle el juego al ‘canon’ teórico de la dictadura». Es sorprendente que en 2024 (odio usar la carta de «en pleno 2024…», pero en un tema como la Guerra Civil no me queda remedio) todavía existan recelos al hablar de Paracuellos, la quema de iglesias tras la victoria del Frente Popular o el profundo iliberalismo y desprecio por la «democracia burguesa» de socialistas y comunistas durante la República. Como si no fuéramos una democracia madura.
Negar al lector (y al ciudadano) esa información es pura condescendencia. Una democracia liberal como la española no debería tener miedo a afrontar su pasado con todos sus matices. El revisionismo de Álvarez Tardío y Rey es un ejercicio riguroso de historia sin presentismos; es también una obra que trata al lector como un adulto, y no como un adolescente ideológico que no quiere leer aquello que desafía sus prejuicios.