El más universal de los problemas de nuestro tiempo
«En España hubo una generación que pudo comprar una casa; a mi generación le ha tocado alquilar hasta, quizá, poder heredar»
En una escena de El inquilino (1957), la película de José Antonio Nieves Conde, el protagonista, un practicante llamado Evaristo, sueña una noche con «El barrio de la felicidad», un paraíso en el que las leyes de la oferta y la demanda en el sector inmobiliario están totalmente invertidas: son los agentes inmobiliarios los desesperados por encontrar compradores y arrendatarios, hay carteles colgados de los balcones que dicen «Se bonificará al inquilino», «Se presta», «Se cede a cambio de la conservación», «¡Ocúpelo por favor!». Al despertarse, Evaristo vuelve a su dramática realidad: el piso en el que vive en el centro de Madrid con su mujer y sus cuatro hijos está siendo derribado y le resulta imposible encontrar una alternativa. Lleva meses buscando, peleando con inmobiliarias, discutiendo con amigos que le prometen favores, poniendo el oído a ver quién puede ofrecerle cualquier cuchitril.
Es una extraña y brillante mezcla de neorrealismo, crítica social y populismo falangista; Nieves Conde fue militante de la corriente más anticapitalista de Falange. Hay una crítica a la aristocracia y la burguesía de la época, un ensalzamiento de las virtudes del pueblo (los obreros que deben derrumbar la casa lo van postergando hasta que la familia encuentre otro piso), una burla al mundo de las finanzas («Si no tiene usted dinero, ¿cómo puede pretender que yo le haga un préstamo?», le dice un banquero al protagonista).
Hay escenas que no entiendo cómo sortearon la censura. La pareja protagonista visita una institución pública donde les han dicho que les darán una vivienda. El edificio está lleno de carteles que dicen «El problema de la vivienda es el más acuciante problema de nuestro tiempo», «La especulación sobre la vivienda es un hecho criminal», «Una vivienda propia es la base de una familia». La ilusión de la pareja desaparece rápidamente cuando se enfrentan a un muro burocrático y a una larguísima lista de espera: la justicia social en el franquismo es solo de boquilla.
En realidad el filme sí que fue censurado y el gobierno obligó a Nieves Conde a cambiar el final (que queda edulcorado y atrabiliario, como un pegote) y a introducir un cartel inicial: «El problema social de la vivienda es el más universal de los problemas de nuestro tiempo. La sociedad tiene el deber de sentirlo solidariamente, y no confiar exclusivamente en el Estado, quien, justo es reconocerlo, trata por todos los medios de resolver o aminorar tan grave problema. Esta película intenta sacar simbólicamente a la luz pública alguno de los fallos de la moderna sociedad en torno a este ingente hecho que tanto preocupa a nuestro Estado y a todos los hombres de buena voluntad». En la versión sin censura, el final es más abierto, más cínico, más real.
«Hubo una generación que se cansó del discurso esencialista sobre el atraso español. La mía ha acabado creyéndoselo de nuevo»
El tema de la vivienda es una constante en el cine español de la época. En El Verdugo, el personaje que interpreta Nino Manfredi hereda el trabajo de verdugo de su padre para así poder quedarse con su casa. En El pisito, de Marco Ferreri, el personaje que interpreta José Luis López Vázquez se casa con una anciana inquilina para heredar su renta antigua: no hereda la casa, sino la posibilidad de seguir en ella con el mismo precio. Es un mundo de habitaciones alquiladas, chabolismo, estraperlo. En otro de los filmes sociales de Nieves Conde, la estupenda Surcos, una familia de campo se muda a Madrid ante la promesa del bienestar y descubren una ciudad sobrepoblada en la que la única manera de progresar es la estafa, el pillaje, el amiguismo, y en la que la riqueza se hereda o se obtiene con un golpe de suerte o un pelotazo.
España ha cambiado y no ha cambiado en estos 70 años. Hubo una generación que pudo dejar de compartir piso en la ciudad; a la mía le ha tocado hacerlo de nuevo. Hubo una generación que pudo comprar una casa; a la mía le ha tocado alquilar hasta, quizá, poder heredar. Hubo una generación que se cansó del discurso esencialista sobre el atraso español, una visión esencialista y atávica que veía el país con resignación. Mi generación ha acabado creyéndoselo de nuevo.