THE OBJECTIVE
Ricardo Dudda

Cómo tener clase

«Hubo una época en la que existía la ilusión de que la cultura te elevaría de clase»

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Cómo tener clase

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El artículo de Sergio G. Fanjul en El País sobre los culturetas y cómo han pasado de moda ya ha sido comentado y perfectamente diseccionado por autores como Alberto Olmos o Andreu Jaume (en este periódico). Ambos tienen razón en señalar que, a pesar del tono ambiguo del texto, parece que el autor celebra que hoy se reivindique el «capital subcultural». Lo guay no es lo diferente sino lo que ofrece el mercado. Olmos da en la clave al afirmar que «el reportaje da demasiado importancia a ligar y a la ‘distinción’ como motivaciones para hacer cola durante cuarenta minutos en la Filmoteca de Madrid […]. A lo mejor es que querías ver una película de Béla Tarr. Es triste tener que explicar que algunas personas paladean la vida de otra manera viendo películas lentísimas de tres horas de duración».

El cultureta, el hipster, al menos en el discurso de hace una década, era el que iba a la Filmoteca no porque disfrutaba del cine, sino para alcanzar cierta distinción. Según ese discurso, resultaba incomprensible que alguien prefiriera una película de autor que una de Marvel. El cultureta era, sobre todo, deshonesto, porque su actitud era una simple pose. Como dice Olmos, hay gente a la que le resulta incomprensible que uno disfrute genuinamente con una película de Ozu o leyendo La Regenta. De ahí la teoría de que, si lo hacen, es para follar, algo que solo podría decir alguien que no ha pisado nunca un cine en versión original. Es una tesis delirante, pero creo que sé de dónde viene. 

«Esa cultura no se consumía necesariamente, pero se consideraba que estar en contacto con ella te elevaba de alguna manera»

Es cierto que nunca existieron muchos lectores, ni espectadores de cine art house, y en el Auditorio Nacional puedes encontrar entradas a última hora por ocho euros (y es un lugar muy poco elitista: prueba a ir a una obra ligeramente experimental y verás una estampida de funcionarios grupo A jubilados que se marchan entre resoplidos y murmurando «esto es solo ruido»). Es posible, incluso, que hoy haya más consumidores de cultura elitista que nunca, simplemente por la facilidad de acceso. Tengo un amigo en Mazarrón que no sale de su casa y puede hablarte de la colección de cine de Criterion durante horas. 

Pero sí hubo una época en la que existía la ilusión de que la cultura te elevaría de clase. No me parece casualidad que el concepto «tener clase» no tenga que ver con la economía sino con la cultura, con cierta refinación intelectual y estética. Mis abuelos (ella ama de casa, él contable en una empresa de una ciudad pequeña de provincias) tenían una colección de Premios Nobel de Literatura. Un Quijote. Una colección de enciclopedias. Algún Premio Nadal o Planeta, más adelante algún libro de Círculo de Lectores. Mis tíos, antes de la era digital, compraban religiosamente el periódico los fines de semana aunque no lo leyeran: era el atrezzo de la mesa del café y la sobremesa. Esa cultura no se consumía necesariamente, pero se consideraba que estar en contacto con ella te elevaba de alguna manera. Quizá, nunca se sabe, ese contacto permitiría que algún hijo curioso descubriera la literatura o la ciencia o la filosofía. Había una sensación, en parte una ilusión, de que el capital cultural era el camino para alcanzar el capital económico. O, como dijo el año pasado en una entrevista en este medio Juan Antonio García Amado, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León, sobre sus padres, campesinos asturianos: «Había un convencimiento muy profundo de que el poder solo podía ser consecuencia del saber». 

Era una ilusión, pero la prefiero a la mueca cínica actual, a la intelectualización de lo pop, a los tiktoks de ese chaval que lee en el metro y dice a la cámara: «Sí, soy mejor que tú», al monocultivo cultural y el fomo (fear of missing out o miedo a perdértelo). Al menos cuando mi abuela me veía leyendo no pensaba que lo hacía para ligar. 

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