The Objective
Ricardo Dudda

Truffaut por Truffaut

«El brillante documental ‘François Truffaut: mi vida en un guion’, analiza sus filmes en paralelo a su vida, siempre desde cierta distancia, elegancia y sutileza»

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Truffaut por Truffaut

François Truffaut sujeta un premio César que le acaba de ser concedido en París, 1981. | Keystone Pictures USA

«Es afortunado el francés que sabe quién es su padre». Esta cita apócrifa inaugura el brillante documental François Truffaut: mi vida en un guion, que se acaba de estrenar en Filmin. De niño, Truffaut tenía la sospecha de que el desprecio de sus padres ocultaba algo. Décadas después, descubrió que su padre biológico era un hombre judío y él, por lo tanto, un niño ilegítimo a los ojos de la familia católica de la madre. El documental de David Teboul, construido sobre todo con cartas narradas por actores como Louis Garrel o Isabelle Huppert, no pierde nunca de vista esto. No es una biografía al uso, no es un documental exhaustivo. Tampoco es un ensayo de ideas, con autores aportando sus teorías sobre el protagonista. Teboul va a lo esencial, a lo que obsesionó realmente a Truffaut: la culpa, el amor, el cine, la literatura, las raíces, la familia. El padre ausente. La madre negligente. El niño solo.

Truffaut volvió mucho a sus orígenes. Los 400 golpes era muy autobiográfica, pero en el fondo todas sus películas lo fueron. Teboul va analizando sus filmes en paralelo a su vida, pero siempre desde cierta distancia, elegancia y sutileza. No hay aquí nada del aburrido academicismo de los documentales wikipédicos. Uno descubre más sobre el personaje a través de los largos planos que hay sobre él en rodajes, en ruedas de prensa, que a través de entrevistas estáticas con individuos que lo conocieron. Es cierto que quedan muchas cosas en el tintero, información biográfica clásica. Pero, ¿qué sentido tiene añadirla si está fácilmente disponible en una búsqueda de internet de 10 segundos?

«Ser niño es algo terrorífico y confuso. Truffaut lo sabía y lo mostraba en sus películas»

Truffaut habla de sus propias películas, pero siempre como excusa para hablar de algo más. Su cine es autorreferencial pero nunca autocomplaciente. Al hablar de sus obras más románticas, es un psicólogo interesante: «Creo que los hombres viven sus historias de amor sin analizarlas, están más preocupados por su estatus social o su trabajo. Pero una mujer está constantemente analizando su amor. En otras palabras, ellas son profesionales y nosotros, unos aficionados». Como dice la canción de Rafael Berrio, somos siempre principiantes.

Al hablar de su fijación por la niñez y la juventud (que ha tratado en Los 400 golpes, en La piel dura, en El pequeño salvaje), dice: «Los niños ven el mundo adulto como un mundo de impunidad, donde todo está permitido. Para el espectador adulto, la infancia está ligada a la idea de pureza e inocencia». Escuchándole hablar sobre eso, recordaba el poema de Nicanor Parra Recuerdos de juventud: «Lo cierto es que yo iba de un lado a otro, / A veces chocaba con los árboles, / Chocaba con los mendigos, / Me abría paso a través de un bosque de sillas y mesas». Ser niño es algo terrorífico y confuso. Truffaut lo sabía y lo mostraba en sus películas. Tuvo unos padres terribles, y su intento de ser un buen padre lo obsesiona toda la vida. El final, con una carta que escribe a sus hijas desde Hollywood, acredita que fue un grandísimo artista y un estupendo padre, una combinación muy poco común.

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