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Miguel Ángel Quintana Paz

Auge, decadencia y caída de Ciudadanos

«Quizá ha llegado el momento para Ciudadanos de enfrentarse a esas creencias que tiene detrás de muchas otras y ni siquiera es del todo consciente de poseer»

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Auge, decadencia y caída de Ciudadanos

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Contemplé el inicio de este año 2021 con ilusión. En él celebramos el primer centenario de la publicación del Tractatus Logico-Philosophicus: único libro que mi filósofo favorito, Ludwig Wittgenstein, publicó en vida. Se cumplen asimismo 70 años de su fallecimiento. Todo pintaba bien, pues, para poder explayarme uno de estos días ante usted, amable lector, y contarle la manera en que ese pensador captó ya en su día, no sin dolor, la decadencia a que nuestra civilización nos abocaba.

Por desgracia los avatares de cada quincena (¡y ya estamos en marzo!) me han llevado de acá para allá, e impedido dedicarme aún a tal empeño. Tal vez es lo que tengan las decadencias. A cada día le corresponde su afán; el de hoy es la agitación (shaken and stirred) que el partido naranja ha provocado en nuestro cóctel nacional.

He de empezar confesando mi simpatía inicial por dicha formación política. Allá por 2005, cuando quince intelectuales catalanes lanzaron un manifiesto «por un nuevo partido en Cataluña», las columnas del bipartidismo empezaban a mostrar signos de fatiga. Al fundarse al año siguiente Ciudadanos, su propuesta era prometedora.

En primer lugar, sabía salirse del marco mental nacionalista que impregnaba la política catalana (y a menudo contagiaba el resto de España). Bien es cierto que Ciudadanos no supo nunca hacerlo de la forma que ahora considero más adecuada; esto es, enfrentarse al nacionalismo y sus fantasías con lo más sólido que cabe oponerles: la nación española realmente existente. Erró Cs desde sus primeros pinitos al creer que solo cosas mucho más vaporosas, como el legalismo, el europeísmo o el cosmopolitismo, eran las armas de que se podía pertrechar. Al fin y al cabo, lo fundaban intelectuales más bien de izquierdas; y de todos es sabido el trauma que padece nuestra izquierda con lo nacional. 

En segundo lugar, se trataba de un partido que apostaba por la regenerar la política española y por una «Tercera España». Y debo confesar que en aquellos tiempos eran estas cosas que me sonaban bien. Puedo aducir en mi defensa que aún no había leído (entre otras cosas, porque aún no se había publicado) un libro que le aparta a uno de tales vicios: hablo del magistral Sueño y destrucción de España, de José María Marco (2015). Una obra que muestra la trampa de los «regeneradores» que pululan en España desde Joaquín Costa: al cabo, son gentes que necesitan comprar la idea de que España es un país un tanto degenerado, si es que ellos vienen a regenerárnoslo. Y asimismo nos enseña ese texto de Marco el embeleco que contiene eso de una «Tercera España»: la cual, por mera cuestión matemática, necesita alimentar la idea de que existen otras dos, y cebarlas, para poder presentarse luego como tercera en concordia.

Con todo, estos dos rasgos que en 2006 hacían a Ciudadanos atractivo, y que le irían aupando hasta las elecciones de abril de 2019, son justo los que hoy le suponen un lastre. A menudo nuestros mayores defectos no son más que nuestras virtudes, después de aherrumbradas.

Hoy oponerse al separatismo solo con la ley, o con «Europa», o con lo que pueda decir la ONU, se nos antoja a muchos una munición demasiado suave. ¿Por qué no probar a ser sinceros y defender, sin más, España? No fueron las Naciones Unidas, ni la ley escrita, y mucho menos los políticos legalmente elegidos, tan dubitativos ellos (Cs incluido), los que pararon el golpe de octubre de 2017. Fueron catalanes concretos que salieron a las calles concretas a manifestarse enseguida. Fuimos otros tantos españoles que nos unimos a ellos el domingo siguiente. Y fue uno de nosotros, llamado Felipe VI, el que pronunció un discurso contundente que no se limitó solo a recitar el artículo segundo de la Constitución. En suma, fue la España concreta, no la legal, incluido el tratado de adhesión a la UE, la vencedora.

Por otra parte, la idea de «regenerar» desde la «Tercera España» ¿no suena cada vez más a eslogan, y no de los más brillantes? ¿De veras «regenera la política» presentar una moción de censura por sorpresa y contra ti mismo en Murcia, pues formas aún parte de su Gobierno cuando lo haces? ¿De verdad regenera alejarte de un PP que trapichea con las vacunas para ir a los brazos de un PSOE murciano cuyo líder está imputado por prevaricar? Pertenecer a la Tercera España, ¿significa que tu voto es una galletita de la suerte, y que no sabrás hasta que se abran las urnas (o dos años más tarde) con quién pactará o a quién traicionará ese partido al que votaste porque es terceraespañista? ¿Para eso han quedado nuestros Chaves Nogales contemporáneos?

En suma, el problema de Ciudadanos es el problema del «centrismo centrado» que tan bien ha retratado en un vídeo el tuitero Flugbeiler y lleva días apareciendo en medios de comunicación más oficiales. Es también el problema de los moderaditos, cuyo retrato pergeñábamos aquí en The Objective hace una quincena. Es el problema del que cree que existen ideas moderadas o inmoderadas, cuando en realidad solo existen ideas correctas e incorrectas (así como ausencia de ideas). Es el problema de quien cree que la verdad es como el pipo de un melocotón: que siempre está en el centro.

Pero, como dijimos al principio, este es el año en que deberíamos estar hablando de Wittgenstein. Y quizá nadie mejor que él nos dio una pista para tales enredos. Poco antes de morir, este filósofo escribía que las cosas más seguras que conocemos son justo las que nunca decimos: son tan firmes que yacen como fundamento de todo lo demás, detrás de la mayoría de nuestros pensamientos; tan inconcusas que ni siquiera se nos ocurre qué podría desafiarlas. Por eso nadie dice cosas como «Sé que tengo dos manos» o «Sé que el mundo existe» (salvo gente rara en clases de filosofía). Tampoco «Sé que me llamo Fulanito»; decimos nuestro nombre, sin más.

Quizá ha llegado el momento para Ciudadanos de enfrentarse a esas creencias que tiene detrás de muchas otras y ni siquiera es del todo consciente de poseer. ¿Por qué sigue acudiendo a manifestaciones en que desde el PSOE se les lanzan orines y excrementos? ¿Por qué acepta la terminología fabricada por el PSOE (llamar a Vox “ultraderecha”, por ejemplo), cuando es claro que eso manchará luego su acceso al poder, si necesita esos votos voxeros? ¿Por qué sigue pensando que tu libertad resplandece si, en los malos momentos, decides (eutanasia mediante) morirte, pero no si eliges qué charletas pueden dar (“pin parental” mediante) a tus hijos?

Sobre todas estas preguntas, y otras muchas, los archivos de Cs muestran un inquietante silencio. Tiene cierta lógica que el partido que nació tras la iniciativa de quince intelectuales rehuyese luego la ligazón rígida con ellos: hacía falta consolidar su propio proyecto político, sin la obediencia debida a tantos padres fundadores (por otra parte, a menudo contrapuestos entre sí). Pero quizá no es tan lógico que ese alejamiento de quince intelectuales implicase también alejamiento de lo intelectual: no hay ninguna fundación, ningún think tank, ninguna colección de libros que se haya puesto a meditar qué es Ciudadanos en todo este tiempo; solo ocurrencias para campañas electorales o discursos parlamentarios. 

¿No sería paradójico que los primeros que piensen la esencia de Ciudadanos sean los historiadores que, a la manera de Edward Gibbon con el Imperio romano, nos narren, pasado el tiempo, su decadencia y caída? Alguien en esta formación parece empeñado en ello; como si su apuesta por la eutanasia fuera tan firme que quisieran experimentar ante todo en propias carnes de partido tal extremo.

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