La autoficción, cuarenta años después
Con su formato novelesco y su flexibilidad de planteamientos, la autoficción ha representado una bocanada de aire fresco para la autobiografía.
La autoficción tiene ya cuarenta años. Para ser exacto, cuarenta y uno. El año pasado, al mismo tiempo de cumpleaños tan redondo, moría en París su inventor, Serge Doubrovsky. Ya es mala suerte; no pudo disfrutar de la efemérides. Aunque, a decir verdad, siempre que le preguntaban por el éxito de su invento, no dejaba de mostrar sorpresa. Lo dio a conocer en 1977, en la contraportada de su libro Fils (roman): “¿Autobiografía? No. Es un privilegio reservado a las personas importantes de este mundo, en el ocaso de su vida, y con un estilo grandilocuente. Ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción”. Hacía una apuesta por hermanar la autobiografía, “democrática” y rigurosa, con la exigencia literaria propia de una buena novela. No siempre sería bien entendido.
Este fue el bautizo oficial, porque el nacimiento se había producido años antes en los borradores de los que salió Fils, publicados en 2014 como Le monstre. Allí se puede leer “…si j’écris dans ma voiture mon autobiographie sera mon AUTO-FICTION”. Lo había anotado en uno de los frecuentes atascos de tráfico, cuando se dirigía en coche a sus clases de la New York University. Así nació el neologismo “autoficción”, que según la explicación de su creador sería literalmente la “ficción del coche”… En verdad una ocurrencia, pero una ocurrencia con fortuna.
Ni en sus mejores sueños, Doubrovsky pudo imaginar el éxito de su invento.
Esto en cuanto al neologismo. El concepto surgió al estudiar el “pacto autobiográfico” de Philippe Lejeune. Doubrovsky se fijó en una de las dos casillas vacías del cuadro de los pactos autobiográficos y novelescos, exactamente en la que Lejeune había descartado por entender que era imposible: “¿Es posible una novela en la que el narrador-protagonista tenga el mismo nombre propio que el autor que la firma?”. El padre del “pacto” juzgó que no, aunque no descartaba que esa posibilidad podría dar lugar a un curioso experimento literario…
Pero Doubrovsky, que estaba escribiendo entonces Fils, encontró que eso era justamente lo que buscaba: un relato autobiográfico con el lenguaje de la novela joyceana. Es decir, Fils era un roman, como rezaba en la portada, cuyo protagonista y narrador se llamaba “Serge” o “S. D.”, con inequívocos datos, “estrictamente reales”, de su infancia francesa, de su compleja vida familiar y de su experiencia docente en Nueva York. Así la “casilla” ciega, que según Lejeune estaba vacía, la “okupó” Doubrovsky.
El neologismo era original, pero la idea no lo era en absoluto a pesar de que a Lejeune no se le hubiera ocurrido ningún ejemplo. Cada uno de ustedes puede buscar ejemplos anteriores a 1977 de relatos o novelas que cumplan las condiciones del invento de Doubrovsky. Sin ir más lejos, en el mismo año 1977, apareció La tía Julia y el escribidor, una novela de Vargas Llosa, en la que el autor es el protagonista con su nombre propio: “Varguitas, Marito, Mario”. Tal vez Vargas Llosa no tuvo conciencia de su novedad, pero nos regaló una de las mejores autoficciones en español.
Esta criatura de laboratorio, nacida en la probeta teórica del pacto autobiográfico, parecía fruto del posmodernismo imperante y, como producto de moda, su destino sería desaparecer más pronto que tarde. Nos equivocamos. Ni en sus mejores sueños, Doubrovsky pudo imaginar el éxito de su invento. En fin, la autoficción ha perdurado, si nos atenemos sobre todo al influjo innovador que ha tenido en la autobiografía. Pudo morir de éxito, cuando su significado se extendió más allá de los confines de su origen esencialmente autobiográfico, y la fórmula se utilizó de manera desmedida en novelas en las que se fabulaba la vida del autor.
Con su formato novelesco y su flexibilidad de planteamientos, la autoficción ha representado una bocanada de aire fresco para la autobiografía.
Aunque resultaron algunas autoficciones fantásticas de mérito como es el caso de César Aira o Enrique Vila-Matas, y más recientemente se han podido leer los divertidos relatos: Los cinco y yo, de Antonio Orejudo, y No voy a pedirle a nadie que me crea, de Juan Pablo Villalobos, lo cierto es que el interés de la autoficción se ha demostrado no tanto en la subversión de los códigos novelísticos, como en el enriquecimiento de las posibilidades de la autobiografía. Es en el terreno de la búsqueda valiente y arriesgada de la verdad personal, sin coquetear con la ficción, y no en la del juego, donde la autoficción ha irrigado de forma fructífera a la autobiografía, que en muchos casos destilaba un lenguaje estereotipado, grandilocuente o adocenado, y enfoques gastados en temas demasiado previsibles.
También, ¿por qué no reconocerlo?, además de un nombre más ágil y fácil que el largo y pesado de la auto-bio-grafía, la autoficción ha permitido regatear, dos escollos que pesan sobre aquella: el menosprecio, que ningunea su categoría literaria, y la censura moral que la acusa de narcisismo o exhibicionismo, una censura que, por otro lado, recuerda y actualiza la que el catolicismo dedicaba a la expresión en primera persona por considerarla pecado de soberbia.
Con su formato novelesco y su flexibilidad de planteamientos, la autoficción ha representado una bocanada de aire fresco para la autobiografía y una toma de conciencia de sus posibilidades artísticas. El concepto de la escritura autobiográfica como copia o expediente notarial de lo vivido, o como simple ejercicio testimonial, ha sido desplazado por los relatos autobiográficos que reivindican al mismo tiempo el valor desafiante y ético de la escritura y el reconocimiento de su valor artístico.
El interés de la autoficción se ha demostrado no tanto en la subversión de los códigos novelísticos, como en el enriquecimiento de las posibilidades de la autobiografía.
En los últimos años se ha producido un sensible incremento de esta innovadora tendencia autobiográfica en nuestra literatura, con algunos ejemplos destacados, de los que me ocupé en el capítulo final de La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción (Pálido Fuego, 2017). Ahora, para terminar, quiero destacar el valor ético y el carácter innovador de uno de los libros más interesantes de 2018. Me refiero a El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández. A Hernández no le gusta el neologismo autoficción (aunque lo cita al comienzo), y se refiere a su libro, dentro del libro, como “novela”. El dolor de los demás ha sido definido por el propio autor con acierto como un thriller autobiográfico, que trata de esclarecer a la manera de una investigación policiaca las muertes de dos personas cercanas al autor, acaecidas hace veinte años, cuando él tenía dieciocho. Ha sabido enganchar al lector con un admirable suspense y la graduación de la investigación sin llegar a resolverla. Dicho en pocas palabras la solución del enigma se resuelve en un fracaso, porque parte sustancial de la trama nunca se descubre.
Pero, más allá de las formas y de las anécdotas, El dolor de los demás ha supuesto para el autor un revulsivo autobiográfico, un descenso a sí mismo y un arriesgado desfondamiento. Porque lo que comienza como una investigación en un pasado confuso y en la sinrazón de unas muertes de las que Hernández estuvo cerca, termina siendo una indagación de sí mismo: un riguroso y exigente ejercicio introspectivo en las contradicciones y fugas sociales y en los laberintos de su conciencia. Al final asistimos a una suerte de anagnórisis íntima, porque Hernández, como Narciso y como todos los autobiógrafos auténticos, subraya sin complacencia y con prudencia: ¡Iste ego sum!