Baños de mar
«La motivación principal de los baños no era la de pasar un rato divertido, en inocente compañía, sino la de recuperar o fortalecer la salud»
En estas tardes de verano paso el rato con antiguos tratados y guías para bañistas. En todos se mencionan mil prevenciones y advertencias. Don Ventura de Bustos y Angulo, médico y dentista de Madrid, cuyo lema era «en el bañar no conviene prevaricar», estimaba en sus Baños de río, caseros y de mar (1816), que los chapuzones estivales eran útiles para templar los ardores del sol, «que tanto vician y alteran los humores». Otros tratadistas aseguraban que servían para aplacar los espíritus fuliginosos o de la naturaleza del hollín, propios de la estación. La motivación principal de los baños no era la de pasar un rato divertido, en inocente compañía, sino la de recuperar o fortalecer la salud. Eran una cosa muy seria y nada corriente. Bustos advertía que convertirlos en costumbre era impropio de personas sensatas y que ninguna necesidad tenían de tomarlos los bien alimentados, los de buen temperamento y los acostumbrados a un sano ejercicio.
Reconocía, aunque a regañadientes, que les venían bien a los melancólicos. En el mismo sentido, en el siglo XVIII, don Félix Fermín Eguía y Harrieta los recomendaba «quando la melancolía e hypocondria provienen del mucho estudio o serias meditaciones». El doctor Bataller y Contasti, médico de las Casas de Socorro que escribió una útil Guía del bañista (1870), aseguraba que los baños adelgazaban, sobre todo si los bañistas eran linfáticos «de carnes fofas». Respecto al número de baños, con uno al día durante la temporada era bastante y, a ser posible, breve. Carmen de Burgos, en El arte de seducir (1916) decía que los débiles y nerviosos no debían prolongarlos más de cinco minutos aunque los robustos podían permanecer a remojo hasta un cuarto de hora. Por lo general se desaconsejaban para las criaturas menores de cuatro años y para los de más de sesenta pues con esa edad, como atestiguaba un experto, «tienen ya poca resistencia para sufrir el frío de los de mar».
Capítulo de gravedad era el de la temperatura del agua. Predominaba una absoluta desconfianza hacia los baños invernales. La imagen de los escandinavos con sus zambullidas entre carámbanos siempre nos ha resultado incomprensible a los españoles. Era un uso que aquí no seguía nadie o casi nadie. El doctor Eguía, con seriedad dieciochesca, dijo: «muchas veces oí referir, que había habido en Madrid cierta persona que acostumbraba a bañarse en el río con el rigor del invierno, rompiendo en algunas ocasiones el hielo, para poder entrar en el agua». Con cierto escepticismo, indagó sobre el personaje y obtuvo testimonios de «algunos que me afirmaron haberle visto y conocido». Don Ventura de Bustos, que le dio muchas vueltas al asunto, reconocía que si bien los alemanes, «en los siglos varoniles de la antigüedad», sumergían a sus hijos en las aguas heladas del Rhin para endurecerlos, no eran necesarios estos sacrificios en España ni falta que hacían. Bataller, hombre moderno y de ciencia, admitía que «los efectos iniciales del baño frío no son muy agradables que digamos» y sabía de buena tinta o por haberlo visto que algunos bañistas, ante tan desagradable impresión, salían rápido del agua fría como alma que se lleva el diablo y entre juramentos, «teniendo que vestirse apresuradamente para hacer cesar el temblor general que de ellos se ha apoderado, lo cual les hace maldecir la menguada hora en que tal hicieron». Con relación a costumbres foráneas no puedo dejar de mencionar lo que don Pedro Felipe Monlau escribió en su Higiene de los baños de mar (1869) sobre los ingleses que, «a fuer de sagaces observadores, y porque nunca hacen las cosas a medias, son amigos de las inmersiones generales y prolongadas» y disponían en sus balnearios marítimos de unos grandes aljibes tubulares de dos metros de diámetro y veinte metros de profundidad en los que «chapúzanse intrépidos» y bajo el agua daban «vueltas y más vueltas circulares hasta que, necesitando ya respirar» salían a la superficie tras trepar por cuerdas anudadas o escalerillas. Cuesta desde luego creerlo y parece cosa de novela de Julio Verne.
«Otros facultativos defendían la conveniencia de aplicarse en la boca del estómago, con antelación al baño, unas friegas de aceite de oliva, de almendras dulces o de éter»
¿Cómo iniciar el baño? Bataller recomendaba que los bañistas frioleros o de salud quebrantada entrasen sin prisas en el agua para evitar contratiempos e ingratos repullos. Otros facultativos defendían la conveniencia de aplicarse en la boca del estómago, con antelación al baño, unas friegas de aceite de oliva, de almendras dulces o de éter. Otra posibilidad era el llamado «baño de sorpresa» consistente en entrar de manera repentina en el agua. También podía el interesado solicitar que se le derramase un buen cazo de agua fría por la mollera para acostumbrarse al frío. Era un método que Monlau, con toda razón, consideraba «antipático a la generalidad de los bañistas». Otro procedimiento, inhumano y por fortuna ya olvidado, descrito por el mismo facultativo, consistía en ponerse en manos de los asistentes o socorristas, gente resuelta y forzuda, para que procediesen a «zampuzar al bañista, cuerpo y cabeza a la par, o chapuzarle, la cabeza primeramente, o meterlo y sacarlo alternativamente, o hacerle pasar horizontalmente entre dos aguas, como quien aclara una pieza de ropa». Para abreviar trámites y prolegómenos, Bataller animaba a que la juventud varonil y nadadora dejase un lado los remilgos y se lanzase a las olas «con denuedo» y a lo que Dios quisiera. Estos tarzanes decimonónicos debían de causar asombro y un general reconocimiento. Los saltos de cabeza al agua eran inadecuados para pusilánimes y para los que no supiesen nadar.
Otro momento crítico era el de la salida del baño. Si se efectuaba de manera repentina, según Eguía, «hay riesgo de catarro agudo, escoriación de tripas, y dolor de junturas». Carmen de Burgos advertía con cierta solemnidad: «este momento es el de mayor peligro que el baño ofrece». Una vez fuera del agua lo suyo era reponerse con un refrigerio a base de bizcochos y un poco de un caldo o bien acompañarlo todo con una copa de vino ligero o añejo, que en esto había discrepancias. Eguía, para regocijo de regalones, no consideraba mala idea dar cuenta del tentempié dentro del agua, no sabemos si con la peluca puesta aunque siempre bajo la atenta vigilancia de los asistentes y «si le llegase a dar alguna congoxa en el baño, se la ha de sacar promptamente, y hacerle ayre rostro, y se fortalecerá con el alimento, o vino». Otra posibilidad al salir del agua era la de hacer un moderado ejercicio aunque lo mejor era dirigirse rápido a una caseta y ponerse a buen recaudo de las corrientes. El cuerpo se secaba con sábanas y no al aire o al sol. Es fácil deducir que el baño, según los manuales mencionados, era siempre ejercicio de cierto aparato y exigía el concurso de un pequeño séquito de auxiliares y criados.
«Otra posibilidad al salir del agua era la de hacer un moderado ejercicio aunque lo mejor era dirigirse rápido a una caseta y ponerse a buen recaudo de las corrientes»
El bañista debía ir correctamente equipado. Monlau defendía que el traje de baño fuese lo más sencillo posible. Los hombres podían arreglarse con una blusa corta o chaqueta de marinero vareuse y unos calzoncillos o toneletes. El traje de baño femenino constaba de jubón o blusa y pantalones. Todo de una lana ligera que no se pegase al cuerpo y que se mantuviese rígida al mojarse. El pantalón, sujeto con tirantes y hasta la rodilla, contaba con perneras lo suficientemente holgadas para evitar la formación de bolsas de agua que impidiesen los movimientos e hiciesen mal efecto. La blusa muy amplia también, con botones y lazadas. Si las mujeres optaban por bañarse sentadas y cerca de la orilla podían usar un vestido, un peinador, una bata o una túnica larga. Monlau admitía, para uso de nadadores o de varones que se bañasen sin presencia de mujeres o niños, el calzoncillo corto «a la manera de los gimnastas» o «unos pañetes de pescador» que no debían de ser muy favorecedores. Estas normas, de manual, después serían aplicadas por cada uno de manera desigual y a discreción. Las playas más aristocráticas eran más exigentes en los detalles del traje de baño que las llamadas playas subalternas. Esto lo sabía todo el mundo. Bataller era enemigo de los gorros impermeables pues aseguraba que el agua marina no perjudicaba al cabello aunque lo apelmazase. Un solo lavado con agua tibia al final de temporada y todo arreglado. En playas con guijarros, o peladillas como decían nuestros tatarabuelos, era conveniente utilizar cierto calzado, también para evitar heridas con erizos, cangrejos y demás fauna marina. Otros complementos eran las corcheras o las vejigas infladas que se colocaban bajo los brazos o en cinturones. En los tiempos de Isabel II y Eugenia de Montijo estaban muy en boga unas fajas de goma elástica, llamadas Lebrun, con las que, según una guía consultada, «el bañista menos experimentado y más medroso puede sostenerse a flor de agua, moverse a placer y campar por su respeto». Las zonas de baño en playas y ríos estaban provistas de sogas, mantenidas a flote con boyas o botas infladas, para aferrase, no perder pie y evitar contratiempos y desgracias. La prudencia, ayer y hoy, es buena consejera en el mar.