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Manuel Arias Maldonado

Cambiar de nombre

«El verdadero problema de nuestra clase política es que resulta perfectamente representativa: es un reflejo intachable de la sociedad que la elige»

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Bernardo Rodriguez | EFE

Se ha abierto en los últimos días en España un entretenido debate, perfectamente estéril y sin embargo pertinente, acerca de las causas últimas de nuestro fracaso en la gestión de la pandemia. Parece que se va abriendo paso la idea de que el problema reside en la pésima calidad de nuestra élite política a todos los niveles: la selección adversa habría terminado por institucionalizarse en unos partidos que dirimen sus disputas por el liderazgo a través del modelo de las primarias, que favorecen las posiciones más tribales y las personalidades más narcisistas. Sin duda, mucho de eso hay: estamos en un país donde se puede llegar a presidente con una tesis doctoral de dudosa autoría y donde un concejal valenciano que finge hablar inglés aprovechando su mascarilla no se ve obligado a dimitir cuando su pícara maniobra sale a la luz.

Esta línea explicativa es muy consoladora, porque el ciudadano queda liberado de toda responsabilidad. Ya saben: que se vayan todos. Recordemos que el ascenso fulgurante de Podemos no se asentaba en un discurso autocrítico orientado a la implacable reforma modernizadora, sino en gritarle a «la gente» que la culpa es de «la casta». También Solbes ganó a Pizarro aquel debate sobre la crisis por el sencillo procedimiento de formular el discurso menos desagradable. ¡Todos iguales, entonces! Y como todos son iguales, no enjuiciamos las decisiones que cada uno adopta dentro de su parcela de responsabilidad; el fracaso es indistinto, gaseoso, impersonal. Podemos verlo estos días en algunas piezas de opinión escritas por quienes arremeterían contra el gobierno de no ser porque los suyos están al mando; mejor, entonces, disparar por elevación. Sucedió lo mismo con el 15-M: de haber estado gobernando el centro-derecha, aquella habría sido una protesta mucho más convencional.

Sin embargo, el verdadero problema de nuestra clase política es que resulta perfectamente representativa: es un reflejo intachable de la sociedad que la elige. ¿O es que acaso somos mejores que nuestros políticos? Hay de todo, claro, pero yo tengo mis dudas. Recuerdo haber leído dos datos espeluznantes en los últimos años, aunque ya he olvidado las fuentes: un estudio calculaba que el universitario español tenía las capacidades de un bachiller japonés; otro apuntaba hacia las menguadas capacidades de comprensión lectora de los españoles en relación con sus vecinos europeos. Hay prospecciones de todo tipo: habilidades digitales, financieras o de manejo de lenguas extranjeras. Y pierdan cuidado nuestros nacionalistas interiores; por más diferencias regionales que existan, aquí no se salva nadie.

Añádanse todos los matices que se quieran; el dibujo general no varía. La conclusión es clara: España es un país menos inteligente de lo que cree. Y como cree ser más inteligente de lo que es, no llega a la sana conclusión de que necesita mejorarse a sí mismo. Pero mejorarse de verdad, o sea, aumentando su capacidad para diagnosticar y resolver problemas; ganando potencia educativa y capacidad estatal. En su lugar, luchamos contra Franco y vociferamos contra la monarquía a golpe de tuit, que es lo que sabemos hacer; en caso de urgente necesidad, incluso nos vamos de vacaciones. O seguimos las indicaciones de un comité científico que no existe.

Por ello, con objeto de hacer explícito este problema estructural y poner las bases del progreso futuro, sugiero que España cambie su denominación oficial y pase a llamarse «Dunning-Kruger», que como todo el mundo sabe es el nombre que, en el campo de la psicología, recibe el sesgo cognitivo por el cual personas con escasa capacidad sobrestiman su capacidad. Si optamos por esta salida audaz, y sabemos lo mucho que disfruta el presidente del Gobierno con los saltos al vacío, daremos ejemplo al mundo. ¡Atrévamonos a saber! Y vayamos buscando un himno.

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